El Hombre y el Reino Vegetal.
Por Mario Antonioletti


Existe una misteriosa relación entre la evolución de la Humanidad y la de los demás reinos de la Naturaleza.
El hombre progresa y evoluciona extrayendo minerales, forjando metales, cultivando plantas, criando animales. Anualmente se produce en el mundo entero alrededor de ochocientos cuarenta millones de toneladas de los principales productos agrícolas comestibles. Esta cantidad representa la cristalización de una labor inmensa de los seres humanos, es estrecha colaboración con la tierra, el agua, el aire y el fuego terrestre y solar. La Cruz de los tradicionales cuatro elementos resplandece en el círculo que signa el rodar de las estaciones y de los años.
Los aspectos vegetales y animales son seleccionados por el hombre, quien imprime así su mano de poder en la evolución del globo terráqueo. Su colaboración con la Naturaleza es, por lo general, muy interesada, y a veces cruel e implacable; pero, la
solidaridad interesada es el germen de lo que ha de llegar a ser el amor comprensivo de um Francisco de Asís que conversa jubilosamente con la hermana agua, con las hermanas aves, con el hermano Sol y con la hermana Muerte.Se dice frecuentemente que el hombre "lucha" contra la naturaleza parea captar sus secretos y ponerlos al servicio del progreso. Sin duda hay algo de efectivo en este concepto de beligerancia, pero, la lucha es en realidad contra las tinieblas que oscurecen la comprensión. Con respecto a la Naturaleza, la actuación del científico, del minero y del agricultor más bien podría semejarse a la acción de la abeja diligente que extrae el néctar de las flores.
Es verdad, más que de lucha debiera hablarse de fuerzas amalgamadas por el dolor, que es la moneda o dracma con que ha de adquirirse la entrada a cada una de lãs moradas del "reino" de la divinidad manifestada en la Naturaleza. El dolor es siempre índice de parto, en la carne o en el Espíritu.
Si este concepto de solidaridad y colaboración cómica penetrara más
profundamente en la conciencia humana la comprensión individual y colectiva ensancharía
sus horizontes. Se descubriría la maravillosa realidad de la ternura maternal con que la Naturaleza elabora en su seno todo lo que ha de permitir manifestar lo divino en lo económico-social: la Abundancia.
Los minerales que han sido usados por el hombre han sido recientemente elaborados en la entraña de la Tierra: mármol, metales y piedras preciosas, que son las flores del reino mineral.Y el reino vegetal no sólo elabora el alimento de la sangre humana, sino que también es el laboratorio en que el alma puede estudiar la técnica y el arte de la transmutación. El blanco lirio se levanta por encima del lodo; este sólo hecho es suficiente para ver en el reino vegetal una "morada" o aspecto de la manifestación divina. Hay algo esencialmente idéntico que enlaza el alma humana al mundo vegetal. Por algo la Biblia presenta al hombre como un "jardín" en el que crece toda clase de plantas. ¿Quién no ha sentido alguna vez "florecer" en su propia mente una idea? Es una sensación de belleza prodigiosa, que toca levemente los sentidos del espíritu, como los pétalos de una rosa.
Cuando en el cumplimiento del deber, en una labor de investigación o de supremo sacrificio, el hombre siente vibrar en sí la grandeza del cosmos y de Dios, se ofrece natural y espontánea a la conciencia la idea de que el hombre tiene realmente en sí, plantado en el "centro" del Edén del Alma, el misterioso Árbol de la Vida que, teniendo sus raíces en la "tierra" o carne humana, eleva su copa al aire de la Libertad, para beber la Luz del Sol espiritual, que los antiguos llamaron sol de Justicia, porque sólo los hombres pueden sentirlo, alimentarse de sus rayos (el fabuloso maná) y aún llegar a verlo en la noche oscura en que las masas vagan como en árido desierto.
La psicología moderna, al estudiar las leyes de la asociación de las ideas, ha venido a comprobar los fundamentos de imágenes milenarias, como a ser: que el conocimiento vivo o comprensión espiritual, es un Árbol, llámase "Bodhi", con término indostánico, o "de los Sephiroth", con terminología kabalística. Y Jesús de nazareth comparó el Reino de Dios a una gran planta que se desenvuelve de una pequeña semilla de mostaza.
Los lazos magnéticos entre alma y planta se presentan en forma sorprendente cuando dirigimos nuestra atención a las flores. Su poder sugerente es una realidad incontestable. Poetas, sacerdotes, místicos, enamorados, gobernantes y ciudadanos ratifican esta verdad con su proceder cotidiano. Las flores actúan sobre la imaginación, despiertan resonancias emotivas y espirituales, son el medio por el que se transmite silenciosamente los más hondos mensajes del corazón.
La Flor de Loto es en el Oriente la expresión de la más alta realización espiritual. La Flor de tres pétalos, o Flor de Lys, fue la insignia real de los Borbones, lo es actualmente de los Boy-Scouts, y para muchos es aun hoy día una representación del aspecto trino de la divinidad que resplandece por todo el Universo en Sabiduría, Fuerza y Belleza o, según una fórmula divulgada por Ortega y Gasset, en Verdad, Bondad y Belleza. El siglo XVI está saturado está saturado de la resonancia de la Rosa Blanca y de la Rosa Roja, que distinguió en Inglaterra a los dos bandos de la guerra civil (1455-1485) entre la casa de York y la de Lancaster.
Es, este último, un caso muy notable de símbolos florales de profunda significación espiritual que han actuado en el mar rojo de las pasiones colectivas. Pero la turbulencia del oleaje pasional político no resta nada a la importancia espiritual del símbolo, cuya belleza enaltece aún las luchas más enconadas, trayendo desde la altura del espíritu un vislumbre de lo Eterno a los individuos enceguecidos por el fragor de la batalla. Porque la Rosa Roja es símbolo de savia y sangre, purificadas y trasmutadas por la luz del Sol, y la Rosa Blanca es expresión del hombre que, según la expresión de Juan, "ha nacido por segunda vez".
Según una leyenda, la predicación del Evangelio por los apóstoles coincidió con el florecer de una rosa roja sobre una cruz de madera que María Magdalena había plantado en un jardín a orillas del Lago de Tiberíades. Esa primera rosa floreció en el lado correspondiente al corazón del Crucificado. Puede ser una simple leyenda, pero lo cierto es que cada vez que la Doctrina fue crucificada por el dogma y el fanatismo, llegó siempre una primavera en que la rosa roja volvía a florecer en el corazón de la Cruz. Muy a menudo el florecimiento costó la vida en la hoguera, en el cadalso o en la tortura, del intrépido líder de la renovación purificadora. Pero ese sacrificio dio mayor fulgor y belleza al renacimiento de la mística rosa. En este milagro, renovado mil veces, está el secreto de la eterna vitalidad del cristianismo como doctrina de redención.




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