EL
GRAN SECRETO
Eliphas Levi
Sabiduría,
moralidad, virtud: palabras respetables, pero vagas, sobre las cuales se
disputa desde hace muchos siglos pero sin haber conseguido entenderlas.
Querría ser sabio, mas ¿tendré yo la certeza de mi
sabiduría, mientras crea que los locos son más felices y hasta
más alegres que yo?
Es preciso tener buenas costumbres, pero todos somos algo niños:
las moralidades nos adormecen. Y es que nos enseñan moralidades tontas
que no convienen a nuestra naturaleza. Hablamos de lo que no nos interesa
y pensamos en otra cosa.
Excelente cosa es la virtud: su nombre quiere decir fuerza, poder. El mundo
subsiste por la virtud de Dios. Mas ¿en qué consiste para
nosotros la virtud? ¿Será una virtud para enflaquecer la cabeza
o suavizar el rostro? ¿Llamaremos virtud a la simplicidad del hombre
de bien que se deja despojar por los bellacos? ¿Será virtud
abstenerse en el temor de abusar? ¿Qué pensaríamos
de un hombre que no andase por miedo de quebrarse una pierna? La virtud,
en todas las cosas, es lo opuesto de la nulidad, del sopor y de la impotencia.
La virtud supone la acción; pues si ordinariamente oponemos la virtud
a las pasiones es para demostrar que ella nunca es pasiva.
La virtud no es solamente la fuerza, es también la razón directora
de la fuerza. Es el poder equilibrante de la vida.
El gran secreto de la virtud, de la virtualidad y de la vida, sea temporal,
sea eterna, puede formularse así:
El arte de balancear las fuerzas para equilibrar el movimiento.
El equilibrio que se necesita alcanzar no es el que produce la inmovilidad,
sino el que realiza el movimiento. Pues la inmovilidad es muerte y el movimiento
es vida.
Este equilibrio motor es el de la propia Naturaleza. La Naturaleza, equilibrando
las fuerzas fatales, produce el mal físico y la destrucción
aparente del hombre mal equilibrado. El hombre se libera de los males de
la Naturaleza sabiendo sustraerse a la fatalidad de las circunstancias por
el empleo inteligente de su libertad. Empleamos aquí la palabra fatalidad,
porque las fuerzas imprevistas e incomprensibles para el hombre necesariamente
le parecen fatales, lo que no indica que realmente lo sean.
La Naturaleza ha previsto la conservación de los animales dotados
de instinto, pero también dispone todo para que el hombre imprudente
perezca.
Los animales viven, por así decirlo, por sí mismos y sin esfuerzos.
Sólo el hombre debe aprender a vivir. La ciencia de la vida es la
ciencia del equilibrio moral.
Conciliar el saber y la religión, la razón y el sentimiento,
la energía y la dulzura es el fondo de ese equilibrio.
La verdadera fuerza invencible es la fuerza sin violencia. Los hombres violentos
son hombres débiles e imprudentes, cuyos esfuerzos se vuelven siempre
contra ellos mismos.
El afecto violento se asemeja al odio y casi a la aversión.
La cólera hace que la persona se entregue ciegamente a sus enemigos.
Los héroes que describe el poeta griego Homero, cuando combaten,
tienen el cuidado de insultarse para entrar en furor recíprocamente,
sabiendo de antemano, con todas las probabilidades, que el más furioso
de los dos será vencido.
El fogoso Aquiles estaba predestinado a perecer desgraciadamente. Era el
más altivo y el más valeroso de los griegos y sólo
causaba desastres a sus conciudadanos.
El que hace tomar Troya es el prudente y paciente Ulises, que sabe siempre
contenerse y sólo hiere con golpe seguro. Aquiles es la pasión
y Ulises la virtud, y es desde este punto de vista que debemos tratar de
comprender el alto alcance filosófico y moral de los poemas de Homero.
Sin duda que el autor de estos poemas era un iniciado de primer orden, pues
el Gran Arcano de la Alta Magia práctica está entero en la
Odisea.
El Gran Arcano Mágico, el Arcano único e incomunicable tiene
por objeto poner, por así decirlo, el poder divino al servicio de
la voluntad del hombre.
Para llegar a la realización de este Arcano es preciso SABER lo que
se debe hacer, QUERER lo exacto, OSAR en lo que se debe y CALLAR con discernimiento.
El Ulises de Homero tiene, en contra de sí, a los dioses, los elementos,
los cíclopes, las sirenas, Circe, etc., es decir, a todas las dificultades
y todos los peligros de la vida.
Su palacio es invadido, su mujer es asediada, sus bienes son saqueados,
su muerte es resuelta, pierde sus compañeros, sus navíos son
hundidos; en fin, queda solo en su lucha contra la noche y el mal. Y así,
solo, aplaca a los dioses, escapa del mal, ciega al cíclope, engaña
a las sirenas, domina a Circe, recupera su palacio, libera a su mujer, mata
a los que querían matarlo, y todo, porque quería volver a
ver a Itaca y a Penélope, porque sabía escapar siempre del
peligro, porque se atrevía con decisión y porque callaba siempre
que fuera conveniente no hablar.
Pero, dirán contrariados los amantes de los cuentos azules, esto
no es magia. ¿No existen talismanes, yerbas y raíces que hacen
operar prodigios? ¿No hay fórmulas misteriosas que abren las
puertas cerradas y hacen aparecer los espíritus? Háblanos
de esto y deja para otra ocasión tus comentarios sobre la Odisea.
Si habéis leído mis obras precedentes, sabéis entonces
que reconozco la eficacia relativa de las fórmulas, de las yerbas
y de los talismanes. Pero éstos apenas son pequeños medios
que se enlazan a los pequeños misterios. Os hablo ahora de las grandes
fuerzas morales y no de los instrumentos materiales. Las fórmulas
pertenecen a los ritos de la iniciación; los talismanes son auxiliares
magnéticos; las yerbas corresponden a la medicina oculta, y el propio
Homero no las desdeñaba. El Moly, el Lothos y el Nepenthes tienen
su lugar en estos poemas, pero son ornamentos muy accesorios. La copa de
Circe nada puede sobre Ulises, que conoce sus efectos funestos y sabe eludir
el beberla. El iniciado en la alta ciencia de los magos nada tiene que temer
de los hechiceros.
Las personas que recorren la magia ceremonial y van a consultar adivinos
se asemejan a los que, multiplicando las prácticas de devoción,
quieren o esperan suplir con ello la religión verdadera. Dichas personas
nunca estarán satisfechas de vuestros sabios consejos. Todas esconden
un secreto que es bien fácil de adivinar, y que podría expresarse
así: «Tengo una pasión que la razón condena y
que antepongo a la razón; es por eso que vengo a consultar al oráculo
del desvarío, a fin de que me haga esperar, que me ayude a engañar
mi conciencia y me de la paz del corazón».
Van así a beber en una fuente engañosa que después
de satisfacerles la sed la aumenta cada vez más. El charlatán
suministra oráculos oscuros y la gente encuentra en ellos lo que
quiere encontrar y vuelve a buscar más esclarecimientos. Regresa
al día siguiente, vuelve siempre, y de ese modo son los charlatanes
los que hacen fortuna.
Los Gnósticos basilidianos decían que Sophia, la sabiduría
natural del hombre, habiéndose enamorado de sí misma, como
el Narciso de la mitología clásica, desvió la mirada
de su principio y se lanzó fuera del circulo trazado por la luz divina
llamada pleroma. Abandonada entonces a las tinieblas, hizo sacrilegios para
dar a luz. Pero una hemorragia semejante a la que alude el Evangelio, le
hizo perder su sangre, que se iba transformando en monstruos horribles.
La más peligrosa de todas las locuras es la de la sabiduría
corrompida.
Los corazones corrompidos envenenan toda la naturaleza. Para ellos el esplendor
de los bellos días es apenas un ofuscante tedio y todos los goces
de la vida, muertos para estas almas muertas, se levantan delante de ellas
para maldecirlas, como los espectros de Ricardo III: «desespera y
muere». Los grandes entusiasmos les hacen sonreír y lanzar
al amor y a la belleza, como para vengarse, el desprecio insolente de Stenio
y de Rollon. No debemos dejar caer los brazos acusando a la fatalidad; debemos
luchar contra ella y vencerla. Aquellos que sucumben en ese combate son
los que no supieron o no quisieron triunfar. No saber es una disculpa, pero
no una justificación, puesto que se puede aprender. «Padre,
perdónales porque no saben lo que hacen», dijo el Cristo al
expirar. Si fuese permitido no saber la oración del Salvador habría
sido inexacta y el Padre nada hubiera tenido que perdonarles.
Cuando la gente no sabe, debe querer aprender. Mientras no se sabe es temerario
osar, pero siempre es bueno saber callar.