Podríamos dar por finalizado aquí el estudio de la reencarnación,
y para terminar nuestro trabajo vamos solamente a incluir algunas notas
que se refieren a la tradición.
Hemos visto en los capítulos precedentes que la reencarnación
era una de las enseñanzas secretas de todos los templos de la antigüedad.
Dada primitivamente como una parte de la iniciación en los grandes
misterios del antiguo Egipto, esta revelación ha pasado a todas las
religiones esotéricas, y volvemos a encontrarla entre los autores
clásicos, de lo que hemos dado numerosos ejemplos; también
la volveremos a encontrar en el budismo.
Las investigaciones modernas relativas a las escrituras de la India han
alterado las nociones que se podrían tener acerca de la antigüedad
fabulosa de los alfabetos indios. De esta manera los trabajos de Philippe
Berger y otros sabios permiten hacer remontar sólo hasta el año
500 antes de Jesucristo la constitución del alfabeto sánscrito,
es decir, un alfabeto de Thebah, la academia de gramáticos; ésta
fue la época en que en realidad vivió Gautama el Buda, un
iniciado de la época brahamánica que dejó el palacio
de su padre--el centro de iniciación--para dar al mundo profano una
parte de los misterios.
No debemos figurarnos, sin embargo, que sea el budismo el creador religioso
de esta idea de la reencarnación; Buda ha sido el difusor a pesar
de sus maestros y ha rendido con ello un servicio considerable a la humanidad.
Las personas que se interesen por estas cuestiones encontrarán en
un volumen de M. de Lafont, titulado El budismo, textos precisos y enseñanzas
positivas capaces de satisfacerlos plenamente.
¿Se ha ocupado alguna vez la religión cristiana de la reencarnación?
Se puede responder francamente de modo afirmativo.
En principio los evangelios aseguran sin ambages que San Juan Bautista era
Elías reencarnado. Esto constituía un misterio, y San Juan
Bautista, al ser interrogado sobre ello, se callaba, pero los demás
lo sabían.
Está también la parábola del ciego de nacimiento, castigado
por sus pecados anteriores, que es un interesante motivo de reflexión.
La religión cristiana es continuación directa de la egipcia,
y cada uno de los evangelistas está representado por un símbolo,
que es una de las cuatro formas de la esfinge: la cabeza humana, o el ángel,
el águila, el león y el toro.
La idea de la reencarnación formó parte de las enseñanzas
secretas de la Iglesia, como sucedía con la mayoría de las
ideas de la iniciación egipcia .
Se ha dicho que la reencarnación había sido condenada por
la Iglesia; esto es falso. Un concilio ha dicho que aquel que proclamara
haber vuelto a la tierra por encontrarse a disgusto en el cielo sería
anatematizado; pero lejos de condenar la reencarnación, esta advertencia
del Concilio indica, por el contrario, que formaba parte de las enseñanzas,
y que si había quienes volvían voluntariamente a reencarnarse,
no por encontrarse a disgusto en el cielo, sino por amor al prójimo,
el anatema no podía afectarles (Rozier).
Por último, según las enseñanzas de la iglesia católica
romana, que ha guardado mucho menos la tradición esotérica
que la iglesia ortodoxa rusa, transcurre un lapso considerable entre el
juicio posterior a la muerte y el juicio final, siendo precisamente tras
el juicio final cuando los espíritus deben recibir, según
el catolicismo, su destino definitivo. Hasta este momento puede haber cambios
en la evolución del espíritu, en el tiempo que pasa entre
estos dos juicios. ¿Y qué hace el espíritu durante
el tiempo que transcurre entre estos dos juicios? Se puede admitir que el
cielo, el infierno y el purgatorio son estados que pueden vivirse en forma
material; ésta era la enseñanza de Swedenborg y del propio
Mahoma, que sin embargo le tenía horror a toda forma de esoterismo
tradicional, pero indica que había sido verdaderamente informado,
al decir en su capítulo, "Las mujeres del Corán",
que el Cristo volvería al final de los tiempos para juzgar a los
vivos y a los muertos.
Se puede asegurar que la idea de la reencarnación, que ha sido el
faro luminoso de toda la antigüedad, no se ha perdido jamás
en ninguna religión; y hoy día esta idea reaparece, defendida
por tres tradiciones: la tradición cabalista, procedente de Egipto
y transmitida hasta nosotros por los pitagóricos y los neoplatónicos;
la tradición oriental, transmitida por el budismo y de la que acabamos
de hablar, y por último, la revelación moderna del espiritismo.
Rivail, más conocido bajo su seudónimo de Allan Kardec, ha
prestado un gran servicio a la humanidad occidental, al popularizar el dogma
de la reencarnación, Si esta idea ha preocupado a determinados cerebros
débiles, como lo hizo en otra época, hacia el año 100,
la idea del infierno, por otra parte, ha impedido tal número de suicidios
y levantado tanto valor en los corazones, que sería preciso felicitar
al creador del espiritismo contemporáneo, así como a sus sucesores
actuales, como Gabriel Delanne, León Denís y Leymarie, por
haber difundido entre las masas un instrumento tan precioso como ése.
Los niños prodigio se explican así muy fácilmente por
esta idea de la reencarnación. También los recuerdos positivos
de ciertos sujetos, que encuentran paisajes familiares, y sin insistir a
este respecto, se da uno cuenta de la claridad que proporciona el conocimiento
de la reencarnación sobre un gran número de problemas, sean
humanos, sean sociales. No tenemos la intención de hacer un estudio
dogmático de la reencarnación en todas sus consecuencias,
ni una investigación histórica o bibliográfica completa,
nuestro deseo es sobre todo el despertar en cada uno de nuestros lectores
los dioses que dormitan, de hacer hablar en su corazón el dios del
recuerdo, y crear en cada uno de ellos el entusiasmo (En y Théos),
este dios interior que revela verdaderamente todos los misterios.
Entonces cada uno de los hombres comprenderá que el dinero terrestre,
si bien constituye una necesidad alimenticia, y si bien es, como han dicho
Barlet y Lejay, la sangre social, no es más que una herramienta y
no un fin. Nuestras facultades superiores merecen dedicarse a cosas más
elevadas que este ideal plenamente terrestre de la riqueza o de las situaciones
generadas por el orgullo. Para seguir a Cristo es preciso abandonarlo todo,
sin pesar, como se deja un viejo vestido para cubrirse con la ropa de luz
de todas las iniciaciones. Para comprender que sobre la tierra sólo
somos los personajes de una comedia, que desempeñan un papel determinado
durante una existencia, es preciso haber participado en los misterios del
Padre, es necesario estar dispuesto a sacrificar todo lo que no es eterno,
y cuando conozcamos el misterio de la reencarnación, podremos decir
con San Pablo: " ¡Oh muerte!, ¿dónde está
el terror? ¡Oh muerte!, ¿dónde está tu aguijón?".
El doctor Rozier dice efectivamente: "Deseo solamente probar que los
Católicos tienen el derecho de creer lo que les parezca más
racional en este sentido: la opinión general entre ellos es que sólo
se vive una vez sobre la tierra, pero no existe ninguna prohibición
real de creer lo contrario. Una opinión, por respetable que sea y
por numerosos que sean los que la sostienen, está sujeta a revisión.
Ciertamente, si nos vemos seducidos por una teoría que está
en contradicción con los sentimientos de hombres de categoría
considerable, de los Padres de la Iglesia, por ejemplo, debemos estar contrariados
y exigir argumentos de peso para continuar profesándola; pero no
debemos capitular más que después de haber sido vencidos por
argumentos de una fuerza suficiente, o al menos que nos lo parezcan así."
En realidad, ¿qué es lo que dice ese famoso Concilio de Constantinopla,
sobre el cual ciertos autores se apoyan para demoler, no la metempsicosis,
que no se ha puesto en duda en Occidente, sino la teoría de la reencarnación?
Este concilio ha condenado, el año 503, algunas proposiciones de
Orígenes, entre otras, y en primer lugar, la que dice en latín:
"Si alguien dice, o piensa, que las almas de los hombres preexisten
y que han sido anteriormente espíritus y virtudes (potencias santas,
y que han obtenido hartura de la contemplación divina; que se han
pervertido y que en consecuencia el amor de Dios se ha enfriado en ellos,
a causa de lo que se les ha llamado almas (soplos), y que han sido enviadas
en cuerpos como castigo: que sea declarado anatema". Los antiguos reencarnacionistas
cristianos no pretenden que suceda por cansancio de la contemplación
divina, por enfriamiento del amor de Dios el que las almas vengan a la tierra,
sino que, por el contrario, aseguran que su vuelta ha sido por castigo.
Dicen que la existencia terrena nos ha sido impuesta para evolucionar y
llegar a hacernos dueños de la materia de la que Adán, por
su caída, nos hizo esclavos.
Esta existencia terrestre no podría sin inconvenientes prolongarse
más de cien años, por razones que es inútil indicar
aquí; pero cien años son insuficientes para obtener la victoria
definitiva. Ha sido preciso, por tanto, el concedernos un tiempo mucho más
prolongado, pero cortado por intervalos, como sucede con ]os sueños
profundos y el ensueño diurno; cada uno de estos sueños se
llama la muerte. Es cierto que cada existencia se acompaña del olvido
de las que la han precedido, pero este olvido es providencial, facilita
la evolución, y con el recuerdo sería difícil cambiar
el plano de existencia. Cuando finalmente nos hemos despertado un número
de veces suficiente para lograr la finalidad de nuestros esfuerzos: la santidad,
morimos una última vez para no volver más. Es entonces cuando
somos juzgados definitivamente y colocados en las moradas del cielo, o en
el purgatorio. Si, por el contrario, en cada una de nuestras existencias
descendemos más y más bajo, cuando hemos alcanzado un cierto
límite no dejando ninguna esperanza de salvación, morimos
una última vez para ir al infierno; pero este caso es muy raro.
La teoría de las reencarnaciones, considerada así, por esos
antiguos reencarnacionistas cristianos puede ser aceptada o rechazada por
los católicos, pero no cae bajo el anatema citado anteriormente.
Solamente si se rechaza esta teoría, no es preciso admitir ninguna
excepción, no se debe abrir ninguna brecha a través de la
cual se pueda pasar.