Fragmento
I. Habiendo dado estas explicaciones, es el momento de pasar a este atributo
de la bondad, que los teólogos reconocen excelentemente y sobre todo
en la divinidad adorable, cuando afirman, creo, que la bondad es la esencia
misma de Dios, y que por esto mismo lo que es bueno sustancialmente y por
naturaleza, derrama bondad sobre todos los seres. Pues, como el sol material,
sin que lo comprenda o lo quiera, pero por el solo hecho de su existencia,
alumbra todas las cosas que por su condición hace susceptibles de
su luz, lo mismo lo bueno -que sobrepasa tan eminentemente al sol, como
un original, por el solo hecho de ser, supera a la pálida copia que
se obtiene de él- derrama sobre todos los seres tanto como son capaces
de ello, la suave influencia de sus rayos. Es de ahí que se producen
las naturalezas, potencias y perfecciones inteligibles e inteligentes, es
de ahí que subsisten y poseen una vida eterna, inalterable; que están
libradas de la corrupción, de la muerte, de la materia y de la generación;
que escapan a la inestabilidad, a la decadencia, a los cambios perpetuos.
De ahí, son inteligibles, en razón de su perfecta inmaterialidad;
y espíritus puros, son sobrehumanamente inteligentes, iluminadas
tocando las razones propias de las cosas, y transmitiendo la luz recibida
a las demás sustancias angélicas. Aquí aún,
encuentran su permanencia y firmeza, su conservación, la protección
y un asilo seguro, se fortalecen en la existencia y en la felicidad por
el deseo que tienen de esta bondad suprema, y, aplicándose a imitarla
tanto como es posible, adquieren su semejanza, y, según el precepto
divino, comunican a los rangos inferiores los beneficios dichosos con los
que fueron colmadas las primeras.
II. De aquí esos espíritus tienen su celeste ordenación,
su fraternal unión, la facultad de penetrarse recíprocamente
sin confundirse jamás, la fuerza que atrae a los inferiores tras
los superiores, y la providencia amiga que éstos ejercen hacia aquéllos,
el cuidado con el cual cada uno se mantiene en su propio grado, la actividad
con la cual, sin salir de sí mismos, exploran lo que les rodea, su
inmutable y soberano amor por la bondad infinita, y todas estas perfecciones
de las que hablo en nuestro libro de los Ordenes angélicos y de sus
propiedades. Igualmente todo lo que constituye la jerarquía celeste,
la purificación, la iluminación y la perfección tal
como se cumplen en la sublime naturaleza de los ángeles, todo esto
les ha sido deparado por la bondad fecunda que produjo el universo. Es por
esta bondad primera que son buenos: bondad misteriosa de la que son la viva
expresión, y que les creó ángeles, es decir mensajeros
del silencio divino, y antorchas luminosas situadas en el vestíbulo
del templo donde se esconde la divinidad. Después de estas inteligencias
santas y venerables, las almas y todas las riquezas de las almas emanan
de la incomparable bondad. Es por ella, en efecto, que las almas están
dotadas de entendimiento, que tienen una vida subsistente e incorruptible,
que están llamadas a parecerse a los ángeles y pueden ser
conducidas por el generoso ministerio de estos guías sagrados hacia
el manantial infinito de todos los bienes, y participar, según la
medida de sus fuerzas respectivas, en las iluminaciones que descienden del
seno de Dios y en la felicidad de conformarse a la bondad original: es de
aquí, que sacan todos los bienes que hemos enumerado en el tratado
del Alma.
Luego, si hay que hablar de las almas irracionales, de los animales, los
que cruzan el aire, los que andan o se arrastran sobre la tierra, los que
nadan por las aguas o son anfibios, los que viven ocultos o enterrados bajo
tierra, todo lo que tiene sensibilidad y vida: todo fue animado y vivificado
por esta bondad soberana. Ella da a las plantas esta vida de la cual se
alimentan y vegetan; es ella, por fin, la que da a todo lo que no tiene
ni alma ni vida, el existir y ser sustancia.
III. Ahora bien, si la bondad suprema prevalece sobre todas las cosas, como
no se puede dudar, entonces, aunque sin forma, da forma a lo que no tiene
forma. Entonces la negación empleada hablando de ella será
una afirmación sublime; la privación de ser, de vida, de entendimiento,
se volverá en ella una supereminencia de ser, una superabundancia
de vida y de entendimiento. Incluso, si se pudiera hablar así, el
no-ser es elaborado del deseo de esta bondad, y aspira a alcanzar este Ser,
océano sin fondo ni orillas.
IV. Pero para no omitir lo que se me ha escapado más arriba, es la
misma bondad que creó los cielos, el punto donde empiezan y en donde
acaban, y su sustancia que no aumenta, no disminuye y no se altera jamás,
y, también puedo expresarlo así, el movimiento silencioso
de las inmensas esferas que dan vueltas por el espacio. Determinó
el orden supremo, la belleza, la luz y la permanencia fija de los astros
y la loca carrera de las estrellas errantes. Produjo esto dos grandes luminarias,
según habla la Escritura, que vuelven para desaparecer periódicamente
en los mismos puntos del horizonte; limitan los días y las noches,
los meses y los años, que, a su vez, marcan la distinción,
el número, el orden y la extensión de las revoluciones del
tiempo y de las cosas del tiempo.
¿Pero qué se diría del sol si se quisiera considerar
aparte este astro radiante? Pues la luz viene de lo bueno y es una figura
de la bondad, y lo bueno podría llamarse luz, el arquetipo pudiendo
ser designado por su imagen. Pues, como la bondad de Dios infinito penetra
todos los seres, desde los más elevados y los primeros hasta los
últimos y los más humildes, y los sobrepasa a todos, sin que
los más sublimes puedan alcanzar su excelencia, ni los más
viles escapar de sus opresiones, como derrama su luz sobre todo lo que es
apto, y crea, vivifica, mantiene y perfecciona: como es la medida, la duración,
el número, la armonía, el lazo, el principio y el fin de todo:
tal imagen visible y eco lejano de la divina bondad, el sol, fanal inmenso:
inextinguible, resplandece en todos los cuerpos que la luz puede invadir,
hace brillar su destello y envuelve el mundo visible, la tierra y el cielo
con la gloria de sus rayos puros. Y si algunos objetos no son penetrados,
no es porque no les puede alcanzar o porque les alcanza demasiado débilmente,
es porque los objetos mismos no presentan mas que elementos bastos, poco
propicios a recibir la luz: así, parece pasar más allá
y reparte su riqueza en los cuerpos mejor dispuestos, pero nada de lo que
se ve escapa a la acción universal de este hogar inmenso. Incluso,
el sol participa en la producción de los seres organizados: les trae
a la vida, les alimenta, les da crecimiento y perfección, los purifica
y los renueva. La luz nos mide y cuenta las estaciones, los días
y el resto de tiempos; y es esta misma luz, aunque no tuviese entonces su
forma definitiva, la que distinguiera los tres primeros días de nuestro
universo, según el relato de Moisés. Luego: lo mismo que la
bondad llama a ello y, como fuente divina y causa fecunda de bondad, llama
a su seno a la muchedumbre de seres que están dispersos, por decir
así, y que todas las cosas aspiran a ella como a su principio, a
su salvaguarda y a su fin; lo mismo que, según la expresión
de las Escrituras, todo lo que subsiste procede de la bondad, y ha sido
creado por su potencia perfecta, y se conserva mantenido y protegido en
ella como en un fondo incorruptible; lo mismo que todo se reduce a ella,
como a su propio término, y lo anhela: los espíritus puros
y las almas con inteligencia, los animales por la sensibilidad, las plantas
por el movimiento vegetativo que es como un deseo de vivir, las cosas sin
vida y dotadas de la simple existencia por su aptitud misma a entrar en
la participación del ser: así y en el grado donde ella representa
la bondad, la luz, centro potente, atrae a ello todo lo que es, lo que ve,
lo que se mueve, lo que es capaz de destello y de calor, en general todo
lo que ello envuelve en sus rayos: he aquí porque los griegos mencionan
el sol ( ), de la palabra , porque acoge, mantiene en la unidad los seres
diseminados por el universo, y todas las cosas sensibles aspiran hacia él,
sea para disfrutar de la visión, sea para recibir de él el
movimiento, la luz y el calor, para ser conservados por su destello vivificante.
Lo que digo, no obstante, no según la opinión de los antiguos,
que miraban al sol como el dios, el creador y la soberana providencia del
mundo físico, sino porque, desde el origen del mundo, las criaturas
han hecho visible e inteligible lo que hay de invisible en Dios, incluso
su eterna potencia y su divinidad.
V. Pero esto ha sido tratado en la Teología simbólica. Hay
que interpretar ahora el nombre de la luz aplicado al soberano bien. Ahora
bien, la bondad es llamada luz espiritual, porque llena de su esplendor
inteligible a todo espíritu celeste: porque ahuyenta la ignorancia
y el error de las almas donde se refugian, les dispensa a todas la luz sagrada,
purifica su entendimiento de las tinieblas cuya ignorancia lo ofuscaba,
se despierta y abre su visión interior determinada y limitada por
la oscuridad. Primero les envía un destello moderado: luego, cuando
lo han saboreado, por así decirlo, y están prendadas de él,
lo derrama con más abundancia, y en fin lo vierte a raudales, cuando
han amado mucho. Así los atrae sin cesar cada vez más, en
razón sin embargo de su celo a aspirar hacia la luz.
VI. Por consiguiente lo bueno, superior a toda luz, se llama inteligible,
porque es una fuente fecunda y amplio desbordamiento de claridad, que colma
de su plenitud todos los espíritus, y los que están más
allá de los mundos, y los que gobiernan los mundos y los que los
mundos contienen; que renueva incesantemente su fuerza intelectual, los
abraza envolviéndolos de su inmensidad, y los supera por su inaccesible
elevación, que, en fin, principio deslumbrante de todo esplendor,
resume en sí, posee eminentemente y con anterioridad toda potencia
de iluminación, y agrupa y mantiene estrechamente unidas las inteligencias
puras y las almas sensatas. Pues, como la ignorancia y el error crean la
división, así la luz espiritual, apareciendo, recuerda y recoge
en un todo compacto las cosas que alcanza, las perfecciona, las sitúa
hacia el ser real, corrige sus vanas opiniones, reduce sus múltiples
visiones, o más bien sus imaginaciones caprichosas, en un conocimiento
único, verdadero, puro y simple, y las llena con una luz que es unidad
y que produce la unidad.
VII. Nuestros teólogos sagrados, celebrando lo infinitamente bueno,
dicen aún que es bello y la belleza misma; que es la dilección
y el amado, y le dan todos los demás nombres que pueden convenir
a la belleza llena de gracias y madre de las cosas graciosas. Ahora bien,
lo bello y la belleza se confunden en esta causa que resume todo en su potente
unidad, y se distinguen, al contrario, en el resto de los seres, en algo
que recibe y en algo que es recibido. He aquí, por qué, en
lo finito llamamos bello a lo que participa en la belleza, y llamamos belleza
a este vestigio impreso sobre la criatura por el principio que hace todo
bello. Pero lo infinito es llamado belleza, porque todos los seres, cada
uno a su manera, adoptan de él su belleza, porque creó en
ellos la armonía de las proporciones y los encantos deslumbradores,
vertiéndoles, como un raudal de luz, las radiantes emanaciones de
su belleza original y fecunda; porque llama todo hacia él (lo que
los griegos señalan bien derivando , bello, de , llamada), y que
en su seno agrupa todo en todo. Y es a la vez llamado bello, porque tiene
una belleza absoluta, supereminente y radicalmente inmutable, que no puede
empezar ni terminar, que no puede aumentar ni decrecer; una belleza donde
ninguna fealdad se mezcla, ni ninguna alteración le afecta, perfecta
bajo todos los aspectos, para todos los países, a los ojos de todos
los hombres; porque de él mismo y en su esencia posee una belleza
que no resulta de la diversidad: porque posee excelentemente y con anterioridad
el fondo inextinguible de donde emana todo lo que es bello. Efectivamente,
la belleza y las cosas bellas preexisten, como dentro de su causa, en la
simplicidad y en la unidad de esta naturaleza, tan eminentemente rica. Es
de ella que todos los seres han recibido la belleza de la cual son susceptibles;
es por ella que todos se coordinan, simpatizan y se alían, es en
ella que todos no forman más que uno. Ella es su principio, pues
los produce, los impulsa y los conserva por amor por su belleza relativa.
Ella es su fin y la persiguen como su condición ulterior; pues es
por ella que todo ha sido hecho. Ella es su modelo, y han sido concebidos
sobre este modelo sublime. Asimismo lo bueno y lo bello son idénticos,
todas las cosas aspirando con igual fuerza hacia el uno y el otro, y no
habiendo nada en realidad que no participe de lo uno y de lo otro. Aún
me atrevería a decir que se encuentra algo de lo bello y de lo bueno
hasta en lo No-existente; así cuando la teología señala
excelentemente a Dios por una negación sublime y universal, esta
negación es cosa buena y bella. Lo bueno y lo bello, unidad esencial,
es pues la causa general de todas las cosas bellas y buenas. De allí
viene la naturaleza y la subsistencia de los seres, de allí su unidad
y distinción, su identidad y diversidad, su similitud y su desemejanza;
de allí los contrarios se alían, los elementos se mezclan
sin confundirse, de allí las cosas más elevadas protegen a
aquellas que lo son menos, las iguales se armonizan, las inferiores se subordinan
a las superiores, y así todas se mantienen por una inmutable persistencia
en su condición original. De allí aún todos los seres,
en razón de su afinidad recíproca, se influyen, se adaptan
el uno al otro, y entran en perfecto acuerdo, de allí la armonía
del conjunto, y la combinación de las partes en el todo, y el inviolable
mantenimiento del orden y la perpetua sucesión de las cosas que nacen
y perecen, de allí en fin el reposo y el movimiento de los espíritus
puros, de las almas y de los cuerpos; pues aquél es reposo y movimiento
para todos, que, por encima del reposo y del movimiento, da a cada cosa
su inmutable razón de ser, y le imprime el camino conveniente.
VIII. Ahora bien, las inteligencias puras están dotadas de un triple
movimiento: de un movimiento circular, que las hace gravitar sin cesar hacia
los esplendores eternos de lo bello y de lo bueno; de un movimiento directo
que las arrastra hacia cuidados providenciales para con las naturalezas
inferiores; por fin, de un movimiento oblicuo, que al mismo tiempo las lleva
hacia sus subalternos, y las mantiene gloriosamente en su invencible tendencia
hacia lo bello y lo bueno, principio sagrado de su perseverancia.
IX. El alma posee también este triple movimiento. Su movimiento circular
consiste en dejar las cosas exteriores, para entrar en sí misma,
y restablecer sus facultades intelectuales hacia las ideas de unidad, a
fin de que encerrada como dentro de un círculo no pueda perderse,
luego, en esta liberación de las distracciones, en este recogimiento
interior y esta simplificación de ella misma, unirse a los ángeles
maravillosamente perdidos en la unidad, y dejarse así conducir hacia
lo bello y lo bueno que prevalece sobre todas las cosas, que es uno, siempre
idéntico, sin principio, sin fin. El movimiento oblicuo del alma
consiste en que, según su capacidad, ella está iluminada con
la ciencia divina, no por intuición y en la unidad, sino por razonamiento
y deducción, y por operaciones complejas y necesariamente múltiples.
En fin, su movimiento es directo, no cuando se recoge en sí, y ejerce
el entendimiento puro, pues en este caso habría, como ya lo hemos
dicho, movimiento circular, sino cuando ella se inclina hacia las cosas
exteriores, y de allí, como con la ayuda de símbolos compuestos
y numerosos, se eleva para contemplar la unidad dentro de su simplicidad.
X. Este triple movimiento, que además existe también en el
universo material, y mejor aún en el mantenimiento, la persistencia
y la estabilidad de todas las cosas, encuentra su causa, su salvaguarda
y su fin en lo bello y en lo bueno, que es superior al reposo y al movimiento,
y es de él y por él que viene, es en él y por él
que subsiste, es hacia él que converge todo reposo y todo movimiento.
En efecto, es de él y por él que son producidas la sustancia
y la vida de los espíritus puros y de las almas. De allí en
la naturaleza entera, la pequeñez, la igualdad, la grandeza y las
diferentes medidas; de allí las afinidades, las combinaciones, y
la armonía de los seres, las totalidades, y las partes, la simplicidad
y la multitud, la relación de las partes, y la unidad de las multitudes
y la perfección de las totalidades. De allí la calidad, la
cantidad y las grandezas relativas; la infinidad, las similitudes y las
diferencias; la inmensidad, el fin, los límites, y los rangos, y
la excelencia. De allí la materia, la forma, la sustancia. De allí,
las potencias o facultades, las acciones, las costumbres, el sentimiento,
la razón, la inteligencia, la noción, la ciencia y la íntima
unión. En una palabra, todo lo que es viene de lo bello y de lo bueno,
subsiste en lo bello y en lo bueno, y aspira hacia lo bello y hacia lo bueno.
Es por él que todas las cosas existen y se producen, es él
lo que todas las cosas buscan, es por él que las cosas se mueven
y se conservan. Igualmente por él, para él, en él subsiste
toda causa ejemplar, final, eficiente, formal y material, todo principio,
toda conservación, todo fin. En fin todo ser procede de lo bello
y de lo bueno, principio superior a todo principio, fin superior a todo
fin, porque de él, por él, y para él, todas las cosas
son, como dice la Escritura.
He aquí por qué lo bello y lo bueno es para todos los seres
objeto de deseo, de apetencia y de amor; por él y en vistas a él
en la efusión de un mutuo amor, los inferiores aspiran a los superiores,
los semejantes se comunican entre sí, los más excelentes se
inclinan hacia los menos nobles; todos se mantienen con amor dentro de la
existencia y lo que hacen y quieren, lo hacen y lo quieren por amor de lo
bueno y lo bello. Incluso podemos decir, permaneciendo en la verdad, que
la causa universal, por la superabundacia de su ternura, ama, produce, perfecciona,
conserva y dirige todas las cosas, y que el amor divino es bondad en sí
mismo, en su origen y en su objeto: pues este artesano sublime de todo lo
que hay de bueno en los seres, eterno como la bondad donde reside excelentemente,
no la dejó en una ociosa fecundidad, sino que le persuadió
a ejercer esta maravillosa capacidad que ha producido el universo.
XI. Y que no se nos reproche el emplear esta palabra amor contrariamente
a la autoridad de las santas Cartas. Pues es, a mi parecer, una cosa poco
razonable y absurda no considerar la intención de aquel que habla,
y no basarse más que en las palabras, y es este el hecho, no seguramente
de los que buscan con celo las cosas divinas, sino mas bien de los que nunca
son más que rozados por la palabra, y no le permiten llegar más
que al oído de su cuerpo, que no quieren saber lo que significa tal
expresión, y como están necesitados de explicarlo algunas
veces por unos términos equivalentes y mejor conocidos, en fin, se
detienen tristemente en unos símbolos y unos renglones muertos, en
unas sílabas y unas palabras incomprendidas, las cuales no han llegado
hasta su espíritu, y no han producido más que un vano susurro
en torno a sus labios y oídos: como si, en lugar de emplear las palabras
cuatro, figura rectilínea, patria, no se pudiera decir dos por dos,
figura de líneas rectas, tierra natal; como si, en fin, no se pudiera
emplear circunloquios. En efecto la sana razón aprende que es a causa
de los sentidos que se utilizan cartas, sílabas, palabras, de la
escritura y de la palabra, de tal manera que los sentidos y las cosas sensibles
están de más cuando el alma se consagra a las cosas ininteligibles
por el puro juicio; como también la fuerza intelectual llega ella
misma a ser inútil, cuando el alma divinizada se precipita, por una
especie de ciego recorrido, y por el misterio de una inconcebible unión,
en los esplendores de la luz inaccesible. Mas si el pensamiento trata de
elevarse a la contemplación de la verdad, por medio de las cosas
materiales, seguramente hay que preferir las que se presentan a los sentidos
con una evidencia más contundente, como las palabras más claras,
los objetos más conocidos, pues si los sentidos no están despiertos
más que por una vaga imagen, no pueden transmitir al espíritu
más que una noción oscura. Pero con el fin de que no se imagine
que por esta explicación falseamos las Escrituras, citémoslas
a los que nos censuran el haber mencionado el amor: "Ama la sabiduría,
se dice, y ella te conservará; acércate a ella y te elevará;
respétala, a fin de que ella te acoja". Y hay una gran cantidad
de pasajes donde los divinos oráculos hablan de amor.
XII. Incluso ha parecido a algunos de nuestros santos doctores, que el nombre
de amor era más piadoso que aquel de dilección. Pues el divino
Ignacio ha escrito: Mi amor ha sido crucificado. Y en el libro que es como
una introducción a las Cartas sagradas, encontraréis que el
autor habla también de la sabiduría: me he convertido en amante
de su belleza, que asimismo el nombre de amor no nos asuste y no nos dejemos
turbar por las objeciones que se hagan sobre este aspecto. Para mí,
creo que los teólogos inspirados confunden en una misma acepción
amor y dilección: pero que ellos aplican mas fácilmente la
palabra amor a las cosas divinas, en razón de las ideas innobles
que preocupan a ciertos espíritus. Pues cuando hablando de Dios aparece
el nombre de amor, no solamente en nuestros labios sino mayormente en las
Escrituras, el vulgo que no comprende que la unión divina se expresa
así, precipita sus pensamientos por costumbre hacia un afecto imperfecto,
sensual, limitado, que no es por cierto el amor sino una imagen, o más
bien una degradación del verdadero amor. Esta intimidad, esta fusión
producida por el amor divino, efectivamente es algo que sobrepasa el alcance
de las inteligencias comunes: he aquí por qué esta palabra,
que les parece algo inconveniente, se aplica a la divina sabiduría
a fin de iniciarlos y guiarlos al conocimiento del amor, y apartarlos de
sus groseras imaginaciones. Cuando se trata por el contrario de las cosas
humanas, allí donde los espíritus siempre fijos en lo terrenal
sería objeto de mal, se sirven de expresiones menos peligrosas: Yo
tenía para ti, dice una santa figura, la dilección que se
tiene por las mujeres. Pero con respecto a aquellos que saben entender las
cosas divinas, los teólogos, en sus explicaciones piadosas, emplean
las palabras dilección y amor como si tuvieran una misma fuerza.
Y ellos indican por ese lado una cierta virtud que agrupa, une y mantiene
todas las cosas en una maravillosa armonía; que eternamente existe
en la belleza, y la bondad infinita prendada de ella misma, y de ahí
proviene todo lo que es bueno y bello; que estrecha a los seres iguales
en la benignidad de comunicaciones recíprocas y dispone a los superiores
a unos cuidados providenciales hacia sus subalternos, y excita a éstos
a volverse hacia ellos para recibir estabilidad y fuerza.
XIII. El amor divino arrebata fuera de ellos mismos, a los que están
prendidos de él tanto que no se pertenecen por sí al objeto
amado. Esto se ve en los superiores que se entregan al gobierno de los inferiores,
en los iguales que se ordenan recíprocamente, en los menos nobles
que se abandonan a la dirección de los más elevados. De ahí
viene que el gran Pablo, embriagado del santo amor en un arrebato extático,
se exclamaba divinamente: vivo o mejor dicho no soy yo quien vive sino Jesucristo
quien vive en mí; tal como un verdadero amante, fuera de él
mismo y perdido en Dios, como está escrito en otro lugar, no viviendo
ya de su propia vida sino de la vida soberanamente estimada del amado. Hasta
me atrevería a decir, porque es verdad, que la belleza y la bondad
eterna, causa suprema de todo, en el exceso de su delicada ternura, sale
de ella misma por la acción de su providencia universal, y se digna
en dejarse vencer por los encantos y la bondad, de la dilección y
del amor: tanto que desde lo alto de su excelencia, y desde el fondo de
su secreto, se humilla delante de sus criaturas, fuera y dentro de ella
misma a la vez, en este maravilloso movimiento. Así los que están
dedicados a las ciencias Sagradas llaman a Dios celoso, porque está
lleno de amor para todos los seres, y porque excita en ellos el ardor devorante
de los santos y amorosos deseos; porque realmente se muestra celoso, lo
que desea merece ser amado locamente y lo que produce provoca su viva ternura.
En una palabra, el amor y su objeto no son en realidad otra cosa sino lo
bueno y lo bello, y preexisten en lo bueno y lo bello y no se producen más
que por lo bueno y lo bello.
XIV. Pero en fin, ¿qué quieren decir los teólogos,
cuando llaman a Dios unas veces amor y dilección, otras veces amable
y amado? La primera locución designa la caridad de la cual Dios es
causa, el principio fecundo y el padre: la segunda lo designa a él
mismo. Como amor, se inclina hacia la criatura en tanto que benevolente,
atrae hacia él, o bien se sitúa frente a él mismo como
objeto íntimo de sus propias aspiraciones. Si se le llama benevolente
y amado porque es bueno y bello: se le llama amor y dilección en
razón de la virtud que tiene en elevar y atraer los seres hacia él,
única belleza y bondad esencial, y de ser para él mismo su
manifestación, y un suave flujo de la inefable unidad, y una delicada
expansión sin mezcla impura; espontánea provista de una actividad
propia, preexiste en la bondad desde donde se desborda sobre todos los seres,
para volver luego a su origen; así parece excelentemente que el santo
amor no conoce ni principio ni fin: es como un círculo eterno cuya
bondad es a la vez el plano, el centro y el radio vector y la circunferencia;
círculo que describe en una revolución invariable la bondad
que actúa sin salir de ella misma y vuelve al punto que no ha dejado.
Es lo que fue divinamente explicado por nuestro ilustre maestro, en sus
himnos de amor: no está fuera de lugar acordarse de ello, como colofón
de lo que hemos dicho sobre el amor.