Ecce
Homo
Por
Louis Claude de Saint Martin
Traducido de
"Ecce Homo"
Milán - 1950
Por Konstantinos S.I., L.I.
Hermanubis - Cuba
Producción
Grupo Hermanubis
Capítulo
I
Cuando en el campo de las ciencias exactas y naturales, nos enfrentamos
con los axiomas, no nos preguntamos por qué estos son verdaderos;
estamos convencidos que encuentran su respuesta en si mismos.
Tal sensación encuentra su razón de ser en la relación
que existe entre la exactitud de aquellos axiomas y la centella de verdad
que brilla en nuestra mente. Es como si nos encontrásemos frente
a dos rayos de una misma fuente de luz que incluso pareciendo distantes
uno del otro, se unen por su analogía y penetrándose se transmiten
el calor y la luz recíprocamente.
Servirnos por lo menos de la verdad que los axiomas nos enseñan aunque
parcialmente, puede ser importante para nosotros, pero la existencia de
esos dos elementos esenciales que acabamos de conocer no puede determinar
ni la exactitud del axioma ni la intensidad de la centella de verdad en
nuestra mente. Ambos se presentan dotados de una vida natural propia sin
peligros de impedimento y los dos rayos podrían separarse sin producir
ningún efecto y no perderían su esencia y su carácter
constitutivo. Un matemático pudiera encontrarse inmerso en el sueño;
esto ciertamente no impediría la verdad geométrica de existir
y ni el ingeniero de poseerla o servirse de ella en el momento oportuno.
Existe sin embargo, una filosofía que niega todo esto, porque no
distingue en los seres la esencia como algo distinto de sus varias propiedades,
porque se detiene en las simples modificaciones de las cosas y niega, o
antes, condena abiertamente la existencia autónoma de los seres aparte
de las impresiones. Queremos simplemente advertir sobre esto, sin detenernos
en una discusión, a todos aquellos que no conocen esta filosofía
y aseguramos, que encontrarán en si mismos la defensa de tales dudas.
Pasemos adelante.
El alma humana, sea por un impulso propio, sea por una dádiva, se
eleva al sentimiento íntimo del ser universal que abraza todo y produce
cada cosa, al sentimiento de aquel ser desconocido que llamamos Dios. El
alma no busca tanto el descubrimiento de axiomas particulares como darse
cuenta de la verdad total por la cual se siente conquistada, ni de la viva
alegría que la verdad le dirige; ésta siente que este gran
ser o este gran axioma existe por si y que es imposible que no exista. Siente
igualmente en si, a través del contacto divino, la realidad de la
propia vida pensante e inmortal. No tiene más necesidad de indagar
sobre Dios ni sobre si misma; y en el afecto santo y profundo que experimenta
dice para si en un verdadero y particular éxtasis de seguridad:
- Dios y el hombre son seres verdaderos que pueden conocerse en la misma
luz y amarse en el mismo amor.
¿Cómo puede el alma tener la sensación exacta de tales
verdades inmutables? En virtud de la misma ley que manifestó a su
mente la certeza de los axiomas parciales; esta siente la existencia inatacable
del principio superior de su ser y de ella misma a través de la correspondencia
y de las relaciones que existen entre estos. Pues sin esto, la convicción
de la existencia de estos dos seres no podría alcanzarnos ni fijarse
en nosotros, y si este fuego divino no encontrase en nosotros una analogía
poderosa, nos atravesaría sin dejar ningún vestigio y ningún
sentimiento de si.
Basado en la misma ley - que aprovechamos o en los tesoros de verdad revelados
del contacto divino - el hecho posee indiscutiblemente una gran influencia
sobre nuestras verdaderas satisfacciones, pero no tiene ninguna influencia
sobre la existencia en si de los tesoros, ni sobre la existencia de la parte
de nuestro ser que constituye su receptáculo. Así, la privación
de este sublime sentimiento en las almas alteradas, y todos los pensamientos
ilógicos que de ahí derivan, no pueden aniquilar ni el principio
necesario y eterno de los seres ni la analogía divina que todos tenemos
con este. Aquello que es puede ser confirmado y valorizado por medio de
las señales o testimonios exteriores, mas no puede derivar de estos
la propia realidad, por cuanto ésta es anterior, independiente y
el existir de hecho la trae en si.
Este aspecto de lógica natural, clasificando los testimonios, no
excluye sus privilegios. Aquello que es, no puede derivar la propia realidad
de las señales y de los testimonios exteriores, pues tal realidad
es anterior a estos. No es por tanto verdad, que en la esfera temporal en
la cual estamos, sin ellos y sin su acción, la realidad del hecho
no podría manifestarse fuera de si misma; y ni aquellas señales
y testimonios exteriores pueden considerarse como indicadores seguros de
la fiel expresión del tipo de realidad o del tipo de idea que se
delinea en estos, para hacerse conocer. Esta ley, mal profundizada, dio
lugar al error de los filósofos induciéndolos a confundir
el medio con el principio, el órgano de la manifestación con
la fuente de esta manifestación.
Ahora, puesto que percibimos que no existe una realidad que procura llenar
la propia medida, debemos presumir que la inmensa cantidad de objetos que
nos rodean tienen un amplio e importante objetivo, esto es: promover las
realidades, cada una según el propio género y la propia clase,
o si se quiere, testimoniar en favor de aquello que es y de cualquier manifestación
suya. De hecho, es útil para nuestro pensamiento conocer los hechos
y las realidades, y para nuestra alma enseñorearse donde crece el
patrimonio de la existencia.
Incluso teniendo poca familiaridad con las obras ya publicadas sobre temas
del género, es necesario reconocer que nuestro ser espiritual y nuestro
ser físico, poseen algunas facultades relativas al importante alcance
del conocimiento. En efecto, nuestros órganos materiales transmiten
a nuestra animación sensible, la impresión de las formas y
de las imágenes de todos los objetos que ante ellos se presentan,
así como transmiten el sentido de las diversas propiedades de las
cuales tales objetos están revestidos. Nuestra alma pensante enseguida,
tiene la tarea y el poder de analizar todas aquellas propiedades, de considerar
cual es el objetivo de la existencia de todos aquellos diversos objetos,
cuando el fin le es desconocido. El alma pensante tiene el derecho de procurar
en los objetos, la idea de la cual estos son la expresión, cuáles
hechos estos atestiguan, o cuáles realidades manifiestan; y todos
nosotros debemos admitir que no estamos real y completamente satisfechos,
sino cuando, nuestro pensamiento se alegra en conocer el fin último
de los objetos; así como nuestro ser sensible se alegra con las impresiones
que recibe de las diversas propiedades de los propios objetos: nuevo motivo
para convencernos que todos los objetos son la expresión de una idea.
De hecho, ¿cómo podrían estos, conducir nuestra inteligencia
a este objetivo luminoso y de satisfacción, si no hubiesen ellos
mismos por así decir, descendido del mundo de la luz o del mundo
de las ideas?
¿Por otro lado, los hábitos más comunes entre los hombres
no nos iluminan sobre la gran verdad, que todos los objetos que nos circundan
son la expresión de una idea? ¿Todas las invenciones de las
cuales se sirven los hombres hoy en día para las propias necesidades,
para los propios placeres, para la propia comodidad, no portan en si el
carácter de la idea a la cual deben el mismo origen? ¿Un libro
no es tal vez la señal del proyecto de un hombre que decidió
representar los pensamientos propios en un único órgano? ¿Un
carruaje no es la señal de la intención de un hombre de hacerse
transportar rápidamente y sin fatiga? ¿Y también la
casa no representa la exigencia de obtener una vida cómoda protegidos
de las intemperies?
Atestiguamos por tanto, que la Sabiduría suprema tenía también
ideas y planos en sus obras, como nosotros tenemos en las nuestras. Esta,
aparte de eso, es con certeza más fecunda y más inteligente
que nosotros. Por tanto sus obras, si conociésemos el espíritu,
tendrían la sublime ventaja de dirigir a nuestro pensamiento y nuestra
alma satisfacciones más vivas que aquellas que dirigen a nuestra
vista mostrándonos la pompa de su magnificencia exterior y de la
rica mas regular variedad de sus formas. Acreditamos al mismo tiempo, que
el objetivo de la Sabiduría suprema es el de aplicar nuestro ser
en la búsqueda de los propios planos, multiplicando bajo nuestros
ojos, la inmensidad de objetos diversos. De hecho, si es verdad que cada
realidad procura hacerse comprender y manifestarse y que no puede hacerlo
sino con sus señales y con sus testimonios, facilitaremos y ayudaremos
esta manifestación interrogando cuidadosamente los testimonios y
las señales, recogiendo con cuidado aún mayor sus indicaciones.
Pero entre todas estas señales y estos testimonios, ¿quién
más sino el hombre podría ser más digno de nuestra
atención, y revelarnos las mayores verdades? ¿Quién
más nos ofrecería indicios más significativos? ¿Quién
más dejaría correr delante de nosotros los numerosos ríos
de fuego que parecen brotar vivamente de su pensamiento y de su corazón
y que nos lo muestran, por así decir, como sentado sobre el trono
de todos los mundos para juzgarlos y gobernarlos bajo los ojos del Soberano
invisible, el único ser que el hombre encuentra por encima de si?
Todas las demás señales que componen el universo no nos son
ofrecidas, dada la fragilidad que las caracterizan y sus sorprendentes disparidades,
sino como tantos otros reflejos pasivos y parciales de potencias espirituales
y secundarias de la divinidad.
El hombre, por el contrario, aparece colocado bajo el aspecto de la propia
divinidad, se presenta destinado a reflejarla directamente y por consecuencia
la hace conocer completamente. Por tanto debemos buscar más extensamente
de cuál hecho, de cuál realidad él es llamado a ser
el depositario y el testimonio delante de todos los seres, pues reconocemos
en él la expresión parlante del principio eterno, y la irrecusable
analogía que liga los seres unos a los otros. De hecho, entre todas
las criaturas él representa la señal activa del axioma total,
o la más amplia manifestación que el pensamiento interior
divino haya emanado.
Si el hombre es el único ser enviado como testigo universal de la
universal verdad, recojamos por tanto sus testimonios, no lo abandonemos
sino después de haberlo cuidadosamente interrogado, y confrontado
consigo mismo, con el objetivo de establecer los diversos esclarecimientos
que podemos recibir de sus diversos testimonios.
Capítulo II
Los principales testimonios del hombre consisten en el hecho que, siendo
él evidentemente un santo y sublime pensamiento de Dios, aunque no
sea "El Pensamiento de Dios", su esencia es necesariamente indestructible;
¿porque cómo podría un pensamiento de Dios perecer?
En segundo lugar, a través de la vía del pensamiento que le
es propia, Dios ama profundamente al hombre; ¿cómo podría
no amarnos, como podría no amar su pensamiento? ¡Nosotros mismos
nos deleitamos con nuestros pensamientos!
Y aún (y este es el más importante testimonio que nos ofrece
el hombre), si el hombre es un pensamiento del Dios de los seres, podemos
contemplarnos sólo en Dios y comprender a Dios y a nosotros mismos,
sólo en su esplendor, pues una representación nos es desconocida
hasta que no conseguimos vislumbrar el pensamiento de la cual ésta
es testimonio y manifestación. Además, manteniéndonos
alejados de esta luz divina y creadora de la cual debemos ser la expresión
en nuestras facultades, como lo somos en nuestra esencia, seremos apenas
testimonios insignificantes, sin valor y sin carácter.
Verdad preciosa, es la que demuestra por qué el hombre, al contrario
aparece como un ser oscuro y es un problema tan complicado a los ojos de
la filosofía humana.
Pero aún si conseguimos contemplarnos en nuestra sublime fuente,
¿cómo podríamos delinear la dignidad de nuestro origen,
la identidad de nuestros derechos, y la santidad de nuestro destino?
Hombres pasados, presentes y futuros, todos y cada uno que representáis,
un pensamiento del Eterno, ¿sabéis cuales serían vuestras
esperanzas y vuestras felicidades, si todos los gérmenes divinos
que os constituyen estuviesen en actividad y en desarrollo? Mas, si además
de estos grandes privilegios vuestra suerte aún os prueba con disgustos
y gemidos y os impide regocijaros, procurad al menos, haciendo reflejar
sobre vosotros los rayos de vuestro sol generador, encontrar aquello que
el hombre fue en una época, que para vosotros transcurrió,
pero cuyos testimonios presentes atestiguan que no os fue siempre extraña.
El hombre puede no ser más aquel que fue un tiempo, pero puede siempre
apercibirse de aquello que debería ser en el futuro. Puede siempre
sentir la inferioridad de la propia sustancia perecedera y material, que
tiene sobre él solamente el poder pasivo de absorber las facultades
en la confusión y en la opacidad de que es susceptible, en cuanto
el ser humano tiene el poder activo de hasta crear múltiples facultades
que no habría nunca tenido por naturaleza y sin la voluntad del hombre.
Aquí justificadamente presentamos tal diferencia en relación
con el hombre empírico; ésta es muy importante para no reconocer
en vosotros las señales de la antigua dignidad y de la supremacía
del pensamiento. Tal diferencia, quiero decir, podría conducir al
hombre más a lo alto y demostrarle que las verdades interiores son
mucho más instructivas que las verdades geométricas; de hecho
estas últimas se fundamentan solamente sobre la superficie, mientras
que las otras nacen del centro interior y permiten entrever la profundidad.
Por tanto, persuadidos de esto, nos remontamos a nuestro origen. Penetramos,
con nuestra actividad interior, hasta el estado en el cual pudiéramos
descubrir si la influencia creadora de nuestra fuente suprema actúa
en el ámbito de nuestra actual existencia, y si ésta transmitió
a nuestra naturaleza todos aquellos principios de orden, de perfección
y de felicidad, que sentimos deben residir eternamente en el Ser soberano
del cual descendemos. ¿Todos estos gérmenes divinos, una vez
formados en nosotros, no traerían consigo el don de una vida potente
y eficaz? ¿Nuestra inteligencia no sería por ventura continuamente
generada por el soplo de estas innumerables y eternas fuentes de vida que
le darían existencia y luz? Nuestra capacidad de amar sería
colmada de la viva y dulce universalidad de nuestro Principio originario
y no dejaría ninguna laguna en nuestro afecto sublime y en nuestro
impulso de santa gratitud para con Él.
Algunos quisieran hacer remontar nuestro origen a dos épocas anteriores
al estado en el cual se encuentra el hombre hoy; evidentemente, para alegrarse
con la idea sabia y consoladora de que el mal primitivo no era eterno, y
para dejar a Dios la gloria de haber ejercitado el sublime privilegio que
poseía, de generar todas sus criaturas en la plenitud de la alegría
y de una felicidad sellada por cada penosa función y por cada lucha
peligrosa. Los que sustentan tal hipótesis afirman que en la primera
de tales épocas, dado que el mal aún no existía o en
otros términos, ningún ser se había todavía
separado del plan divino, nuestras alegrías no tenían entonces
necesidad de realizarse más allá de nuestra existencia. De
hecho, si estas se hubiesen realizado, esto habría significado el
engrandecimiento sin fin do yo en el infinito, la única cosa real
para nosotros. Habríamos así conseguido expresar nuestra felicidad
y nuestro amor, en continua ascensión en dirección a nuestra
Fuente, que nunca habría cesado de inclinarse amablemente en nuestra
dirección. No tendríamos necesidad de manifestarnos directamente,
pues a nuestro alrededor, todo estaba completo y la Verdad llenándolo
todo por si misma, nos miraba como adoradores eternos, sin usarnos como
sus símbolos y sus testimonios. Todos los seres por fin, tendrían
la alegría de la visión y de la presencia de la Verdad absoluta,
y nada faltaría para la plenitud de sus afectos y de sus esperanzas,
teniendo la visión de la inmensidad y de la infinita actividad divina.
Si dirigimos nuestra mirada a un orden de cosas tan elevadas, contentémonos
aquí en contemplar el momento de nuestra misión en el universo.
Nos detendremos por tanto sobre la segunda época de nuestro origen,
la más próxima a nuestra actual condición. De hecho,
estando la primera época tan alejada de nosotros no tendríamos
ni la menor idea de su existencia si la segunda no funcionase como su intermediaria.
En tal segunda época, que iremos a considerar en este caso como nuestra
existencia primitiva, recibimos los caracteres de los símbolos y
de los testimonios de la Divinidad en el Universo, y nos fue dada toda la
potencia y todo el esplendor divino conforme al destino sublime de nuestra
cualidad espiritual y la nobleza de los derechos divinamente concedidos
para cumplir tal objetivo. ¿Por tal motivo de hecho, fuimos apartados
del ámbito de la inmensidad divina, en calidad de señales
y de testimonios, sino para repetir en el lugar donde la suprema Sabiduría
nos envió, aquello que acontecía en el círculo divino
del ser?¿Y cómo podría existir una zona separada y
particular, si algunos seres, turbando el propio equilibrio, no hubiesen
prohibido el acceso al espacio universal, dado que el principio de la Unidad
procura inundar todo por su naturaleza, y visto que el mal no puede ser
más que la concentración parcial de un ser libre y su abstracción
voluntaria del reino de la universalidad?
Así como en el orden eterno de la inmensidad divina, Dios basta a
la plenitud de la contemplación de todos los seres, nosotros, en
el momento en que recibimos una misión individual y una existencia
separada de Él, podríamos representarlo y ser sus señales
y testimonios, solamente mostrando, con nuestra dimensión, la imagen
más tenue de Dios, para los seres que, concentrados en la propia
existencia, habrían perdido de vista la presencia divina, y estarían
encerrados en la atmósfera particular de su error.
En este ámbito debía manifestarse de nosotros mismos, en el
momento de nuestro origen, todo el plano válido para el andamiaje
de nuestra obra. Era necesario que explicásemos los pensamientos
vivos y luminosos, las virtudes vivificantes y las acciones eficaces, para
poder ser los representantes del supremo Autor de nuestro ser. Cuanto más
profundizamos la analogía que reconocemos entre el alma humana y
su eterno Principio, tanto más sentiremos que, siendo Dios la fuente
radical y primitiva de todo lo que es perfecto, no podríamos haber
derivado de Él, sino dotados de aquellos sublimes caracteres que
hemos apenas delineado, y de lo cual nuestros flacos pensamientos, cuando
sanos y regulares, nos representan incluso hoy algunas imágenes.
La divinidad de hecho, no habría escogido el propio pensamiento,
si no tuviese como objetivo reflejarse en nosotros, con toda su majestad.
Los trazos de este sello sagrado, que caracterizan el "ánimo"
del hombre, resisten eternamente a todos los poderes destructivos. A pesar
de la vastedad del tiempo, a pesar de la espesura de las tinieblas, todas
las veces que el hombre contempla sus relaciones con Dios, encontrará
en sí los elementos indisolubles de su esencia original y los indicios
naturales de su destino glorioso. Sentirá que según este destino
glorioso, una fuerza potente y temible nos fue conferida para someter a
la autoridad divina a aquellos que pudieran desconocerla. Si continuásemos
unidos a nuestro ser, nada nos habría sustraído tal potencia,
si no la hubiésemos liberado por nosotros mismos. Sentirá
aún que tendríamos dominio sobre nuestro imperio, después
de haberlo subyugado, y estaríamos ornados de todos los carismas
necesarios para anunciar en todos los lugares nuestra legítima soberanía.
Sentirá además de eso, que estábamos sobriamente vestidos
para volver aun más majestuosa nuestra presencia y para que todas
las zonas en nuestro dominio sujetas al esplendor que nos circundaba, pudiesen
ofrecernos el testimonio de respeto y sumisión, debido a la misión
divina confiada a nosotros por la mano suprema. Hoy, el único medio
para que el hombre pueda representarse en su antiguo estado, es considerar
las frágiles señales que su mente pueril substituyó
sobre la tierra: la espada de los conquistadores, los cetros, las coronas,
la pompa que circunda a los soberanos y la respetuosa dedicación
de sus súbditos. Podrían encontrarse todavía algunos
trazos deformes de nuestros títulos originales, pero jamás
recuperarles la función potencial.
Pero si es aun posible para el hombre encontrar en si mismo y en las imágenes
pasajeras de la potencia convencional y terrestre, los vestigios de aquello
que él pudiera haber sido, le es más fácil probar la
dolorosa distancia de aquel destino glorioso; y si tiene aun indicios de
sus derechos primitivos, tiene también pruebas mucho más numerosas
de que estos indicios no están más en su poder.
Es inútil aquí corroborar con otras demostraciones la degradación
de la especie humana; es preciso ser desorganizado para negar esta degradación
que es evidentemente constatada por los suspiros con los cuales el género
humano llena continuamente la tierra, y la idea radical de que el Autor
de los seres coloque todas sus producciones en sus elementos naturales.
¿Entonces por qué estamos tan alejados del nuestro? ¿Por
qué incluso siendo activos por naturaleza estamos como que sumergidos
y somos arrastrados por las cosas pasivas? Los hombres tienen el derecho
de buscar donde deseen las causas de esta real y aflictiva desarmonía
excepto en el capricho y en el rigor de nuestro Principio soberano, cuyo
amor, cuya Sabiduría y justicia constituyen el baluarte perenne contra
nuestras murmuraciones.
Por otra parte, ocupándonos aquí solamente de las consecuencias
y no de las causas de esta degradación, pretendemos dirigirnos solamente
a aquellos que no le niegan la existencia, y que a pesar de las dificultades
que afrontan para explicar el mal y su origen, juzgan, sin truncar negativamente
la cuestión como hace la filosofía imprudente, estar más
satisfechos con una verdad difícil y oscura de cuanto lo estarían
con un absurdo evidente.
Los principios de la sana justicia, inmortales como nuestra esencia e igualmente
tal esencia, siempre permanecerán en nosotros, si bien con mucha
frecuencia no los aplicamos justamente, nos enseñan en que cosa nos
transformamos por nuestra culpa, y nos muestran que satisfacciones tal justicia
exige de nosotros.
Comienza aquí a aclararse el título de esta obra y el sentido
de estas dos palabras "Ecce Homo".
Capítulo III
Si hubiésemos permanecido fieles a nuestro santo destino, deberíamos
manifestar todos y cada uno, según el propio don, la gloria del Principio
eterno. Pero sin sombra de duda, debemos reconocer no haber observado la
ley suprema, considerando nuestra actual miseria y simultáneamente
el hecho que el Autor de la justicia no podría abandonarnos injustamente
en un estado de sufrimiento y de privación. El abuso de nuestros
privilegios nos condujo a una manifestación opuesta a aquella solicitada
a nosotros, de esto deriva por tanto, que al contrario de ser testimonios
de gloria y de verdad somos solamente testimonios de deshonra y de falsedad.
Puesto que hoy toda la familia humana participa de la misma retribución,
como en un tiempo participó de las mismas recompensas, cada individuo
debería ofrecer una señal particular de la humillación
actual como ofreció una señal particular de potencia en el
orden triunfal, según el don que le competía. Pretendo decir
que cada uno debería ofrecer una señal particular de la pobreza
y de la privación a las cuales la justicia suprema nos sometió
en el mundo inferior; a fin que en presencia de una señal tan diferente
de aquella que deberíamos manifestar, se pueda decir de nosotros
con insulto y escarnio: Ecce Homo: He aquí al Hombre será
nuestro título degradante y nos recubrirá de humillación
develando los frutos amargos que el horror sembró en nosotros, mientras
que deberíamos brillar en la gloria si nuestro nombre hubiese conservado
su auténtico carácter.
Es suficiente dirigir la mirada a la condición de los hombres sobre
la tierra, para juzgar la importancia de tal justicia.
¿Quién de nosotros no pagó de un modo o de otro el
propio tributo de humillación? ¿Dónde está nuestra
fuerza? ¿Dónde está nuestra potencia? ¿Dónde
está nuestra luz? ¿Excepto la indigencia, el desorden y la
dolencia, cuáles otros testimonios representan hoy nuestras diversas
facultades? ¿Todas las influencias que ejercitamos a nuestro alrededor,
no son tal vez solamente influencias letales? ¿Existe tal vez un
solo hombre sobre la tierra que no esté en condiciones de ofrecer
una o más señales de esta pesada reprobación?
¡Oh! hombre si no estás aún tan consciente para derramar
lágrimas sobre tu miseria, por lo menos no te lances hasta el punto
de juzgarla un estado de felicidad y de salud. No permitas dejarte llevar
por la seducción de los mitos. No te comportes como una criatura
enferma que para de gritar porque se distrajo con el ruido de un juguete
que se le agita frente a los ojos, y se calma, como si no debiese temer
más el mal, momentáneamente tranquilizado por la fascinación
del juguete. Tu mente se detendrá por poco sobre las ilusiones que
te distraen del mal; mas éste no tardará en hacerse sentir,
y tú, ¡Oh! hombre, asustado por el peligro que te amenaza,
descubrirás con que justo fundamento la Sabiduría procura
colocarte en guarda contra tus males exhortándote a sanar.
No obstante, a pesar del rigor de las leyes que la justicia nos impone;
las consecuencias de nuestra condenación, se tornarían mucho
más soportables una vez reconocida la suprema equidad de nuestro
Juez. Se trata de reconocer la bondad de sus reales intenciones a nuestro
respecto y de resignarnos voluntariamente a la inevitable potencia de sus
decretos.
Algunas ventajas inmediatas se derivarían del ejemplo mutuo naturalmente
ofrecido por los individuos. El estado enfermo, débil y tenebroso
de nuestros semejantes, sería para nosotros un medio visible de instrucción
citando continuamente a nuestra mente la degradación de la familia
humana.
Por otra parte retribuiríamos a los demás el mismo favor ofreciendo
a sus ojos un espectáculo análogo. Así representando
unos a los otros el reflejo del pecado y de la humillación común,
estaremos todos en condición de reconocer la iluminada justicia de
la sentencia que atraímos sobre nosotros; será éste
el momento inicial de nuestro proceso de regeneración que procura
avivarnos la Sabiduría suprema. Esa es la única escala que
puede llevarnos al soberano Principio del amor del cual recibimos forma,
y que nosotros mismos fuimos forzados a excluirnos de los dominios que nos
había confiado.
¡Oh! Valientes hombres de las letras, servíos de vuestra elocuencia,
para delinear con colores persuasivos y estimulantes el cuadro instructivo
de la familia humana, el estado en el cual los individuos representan unos
para os otros otras tantas lecciones vivientes.
La visión de la miseria común, suscitará entonces en
los individuos unos horrores saludables de si mismos y un interés
apasionado por la rehabilitación de todos los miembros de esta gran
familia. Mostradles en el acto de nutrirse con el pan de las lágrimas,
en cuanto se observan unos al lado de los otros, el silencio triste del
dolor, sin interrumpirlo sino para hacer percibir el ritmo acosante de la
expiación, con el fin de que el hombre pueda decir del hombre: -
Hermano, fundamos sobre una falsa humanidad el reino de la muerte y éste
nos abraza ahora con sus tinieblas. No escondamos tal hombre de mentira,
manteniéndolo aún encerrado en sus desgracias y en sus bajezas;
procuremos hacerlo emerger a lo abierto a fin de que el viento vivo lo penetre
hasta la raíz, y el reino de la muerte estremecido en sus fundamentos,
pueda retroceder y perderse en el fondo de sus propios abismos.
Pero el hombre está bien lejos de ofrecer un espectáculo similar,
ni de postrarse de frente a la irrevocable justicia que no cesa de sonar
sobre él; el mismo principio de desorden que nos hizo decaer de nuestra
dimensión original, nos persigue, nos acompaña y todavía
anima nuestra degradada existencia. Como nos enmascaró la fuente
mortal de nuestro extravío, así éste disimula, día
tras día, los frutos y las consecuencias. El único objetivo
de tal principio destructivo, es el de prolongar la existencia del fundamento
del mal con el fin de que, perpetuando nuestra ilusión, éste
pueda perpetuar el propio reino, que infelizmente para nosotros, se fundamenta
solamente sobre nuestros desengaños y sobre nuestras tinieblas. Aquella
fuerza engañosa nos persuade de que siguiendo sus insinuaciones seductoras
no nos degradamos; y ahora que la seguimos, ésta procura convencernos
que no estamos decaídos y nos induce a persuadir de la misma forma
a todos aquellos que nos rodean. En otras palabras, nos lleva a imponer
la señal de nuestra específica condenación a nuestros
semejantes, en lugar de confesarla junto con el tipo de privación
que nos es impuesta. El mismo principio deteriorante tuvo la habilidad de
aumentar la carga que nos agota, con las consecuencias de la propia degradación,
y con los múltiples deseos que nos devoran y que nos ocultan el camino
a seguir para llevarnos en dirección a la reintegración. Los
hombres procuran por tanto, aparecer como si estuviesen efectivamente dotados
de los dones que pertenecerían a nuestra verdadera naturaleza si
todos no hubiésemos cavado un enorme abismo entre nosotros y la verdad.
Los mismos se preocupan en ocultar la falta de virtudes, la carencia de
talento, los defectos físicos y los defectos que derivan de los privilegios
de algunas formas sociales y políticas. El ojo de nuestros semejantes
se volvió para nosotros el único objetivo y el único
incentivo para nuestras acciones y para nuestros movimientos. La superficialidad
así nos desvía de la evolución, que representaba el
objetivo de la Sabiduría, cuando, expulsándonos de su presencia
nos exilió a todos en el mismo lugar. La continua ilusión
al contrario nos lleva siempre más a la ruina y a la completa destrucción.
Por otra arte desearíamos aparecer a los ojos del universo, cual
divinidad propia y verdadera. No habiendo conseguido tal empresa, no quisimos
renunciar a ella completamente, y buscamos ser investidos del nombre sacro,
por lo menos en la opinión de nuestros semejantes, y de impresionarles
con nuestra superioridad, donde estén dominados, y puedan aludirnos
con el dulce son de la palabra Ecce Deus, en lugar de irritarnos y cubrirnos
de vergüenza con la degradante definición Ecce Homo.
En resumen, nos comportamos como aquellos seres lesos en todos los miembros,
que aspiran aún a la belleza y a una vida normal, y procuran enmascarar
la propia malformación con todo tipo de artificios, sin preocuparse
por la fragilidad de los medios empleados con tal objetivo.
El sacerdote una vez privado de la verdadera potencia y de la verdadera
luz, es obligado a transmitir una fe ciega en el carácter y en el
fundamento, así como el filósofo y el orador suplen con los
sofismas y con la formalidad de la elocuencia, la falta de los principios
fundamentales necesarios para establecer el reino de la verdad. Siempre
por tales razones, los legisladores exaltan los derechos de los pueblos
y la potencia de las naciones, incluso sin tener claro los verdaderos fundamentos
de la soberanía política. Al final también el hipócrita
busca con disimulaciones y astucia, el buen nombre que no puede esforzarse
en obtener con las virtudes; sin considerar aquí todos los abusos,
todas las bajezas y todas las injusticias que afligen en todas partes a
las asociaciones humanas.
Por tanto, nosotros los hombres adoptando medios desviados y corruptos,
substituimos la saludable confesión de nuestro estado humillante,
por el cuadro de una gloria que es solamente fruto de la mentira. En fin,
la humanidad, en vez de buscar entre sus propios componentes consuelo recíproco,
en su estado de prueba, no cesa de atraer males continuos.
De hecho, el empleo habitual de nuestros días es semejante a un sacrificio
recíproco mientras que recorriendo el camino trazado por la conciencia
de nuestra fragilidad podríamos recíprocamente encaminarnos
en el bien.
Los caminos no naturales sobre los cuales el hombre se retarda diariamente
terminan en continuas caídas y desilusiones; en vano son los esfuerzos
que mantiene para destruir la humillante sentencia de la propia condenación;
la hacen más vergonzosa para él, añadiendo nuevas perspectivas
de decadencia a su degradación original. Aún inútilmente,
siente que los medios de los cuales se sirve son apenas sugestiones y no
tienen una base bastante profunda para poderlo conducir al verdadero objetivo.
Todos estos remedios no teniendo en si el principio de la vida, son más
nocivos para su espíritu en cuanto no lo son las sustancias a las
que recurre para remediar las carencias de lo físico. No obstante
esto, el hombre continúa persistiendo en el camino improvisado por
su propia imprudencia, y continúa esperando que le sea cancelado
el humillante título: Ecce Homo.
Capítulo IV
Independientemente de los medios comunes y generales de los cuales se sirven
cotidianamente el error y la mentira para oscurecer la mirada sobre nuestro
estado de miseria, y para engañarnos con esperanzas inútiles,
el espíritu de las tinieblas descubrió otros instrumentos
mucho más desviantes y funestos.
De hecho, los errores de los que ya hablamos, recaen más sobre el
aspecto exterior del hombre y sobre sus características visibles,
que sobre lo interior y espiritual. La simple moral entonces será
suficiente para mantenerlo alejado de tales errores; éstos por lo
tanto, incluso siendo causa de dolor, podrían hacer a lo máximo
más difícil el camino de la vida. Por el contrario, los instrumentos
de flaqueza de los cuales estamos por hablar, tienen el tremendo poder de
trastornar al hombre a tal punto de no permitirle reencontrar la justa vía;
aquí el sentido de la frase Ecce Homo se revela en un trágico
llanto.
Nuestro estado primitivo nos permitía allegarnos a conocimientos
superiores, y alegrarnos visiblemente con la vida del espíritu, revestidos
con todo el esplendor de su luz. Nos confería también autoridad
sobre los diversos habitantes de todo el mundo, hoy para nosotros ocultos
por el denso velo de los elementos.
Después de nuestra caída, la Sabiduría, en un instante
providencial, escogió un mortal cualquiera, aún envuelto en
tinieblas, para hacerlo partícipe de tan grande privilegio.
Pero las mismas tinieblas se reanimaron en contraste con la presencia de
tan grande luz, y buscaron tomarle el lugar, repitiendo los eventos de los
cuales eran testigos, o incluso alcanzando el espíritu del hombre
con los medios para engañarlo.
Las potencias oscuras de hecho, pueden leer contemporáneamente en
los fértiles meandros de su pensamiento, un modo aún más
válido y capaz de dirigir contra el yo aquel mismo pensamiento que
debería constituir su guía, su apoyo, su certeza en un destino
universal.
Las gracias superiores enviadas directamente de la Sabiduría a algunos
mortales tenían una doble prerrogativa. Enseñaban igualmente
la dulzura y la magnificencia de los dones ofrecidos a nuestra alegría,
para hacernos comprender cuan absurda ha sido la negación en la cual
tuvimos la imprudencia de sumergirnos. En tal espíritu, aquellos
hombres privilegiados divulgan sus instrucciones a los otros seres.
Las obras generadas y corruptas de las tinieblas tienen por el contrario
el objetivo de persuadir al hombre, de que goza todavía de todos
sus derechos y de ocultarle el real estado de privación espiritual,
que es la verdadera señal característica a la cual está
ligada la definición Ecce Homo. En el conocimiento de tal privación
está la condición indispensable de nuestra reconciliación
con la Sabiduría. No basta apenas al hombre alejarse de su interior,
para que los frutos de las tinieblas lo envuelvan y se mezclen a su actividad
espiritual, Así como la respiración, si es contaminada por
un aire malsano, sería sofocante e infecta por un miasma podrido
por la corrupción. La Sabiduría suprema sabe bien cual es
el estado de nuestros abismos y por tanto procura socorrernos lo más
posible; frecuentemente, sin embargo, es obligada a retirarse en si misma,
debido a la horrible desfiguración dada a sus propios mensajes. Si
cualquier mortal tuviese suerte suficiente para probar la aproximación
de tal Sabiduría y de poder divisar por la virtud de su luz la decadente
materia de la cual estamos compuestos y la amargura con la cual la propia
Sabiduría se aflige, conocerá, sea por experiencia o por analogía,
cuales riesgos el hombre corre desde el momento en el cual se aleja de su
centro interior para terminar en la exterioridad.
Los sabios intentan divulgar sus enseñanzas, con la máxima
prudencia, y toman precauciones para que los tesoros de la verdad no sean
enlodados por la corrupción que opera en los abismos del mundo. Éstos
saben muy bien que la fuente de la luz reside en el centro interior e invisible,
y que la razón por la cual el mundo procede así tan lentamente
en dirección a los caminos consagrados del esplendor, es que éste
se sirve solamente del instrumento de comunicación exterior y superficial,
sin procurar fundamentarlo sobre raíces vivas, o sobre la Potencia
interior, la única llama que puede reavivar todas las auténticas
perspectivas de nuestra comunicación. De hecho, solamente en el interior,
reside la Palabra viva y creadora.
Asimismo, frecuentemente el mundo olvida que las más preciosas verdades
que le es dado conocer, según sus naturalezas, pueden ser expresadas
solamente en el dolor y con el silencio, y que la boca física del
hombre no es digna de enunciar como el oído físico no es digno
de escuchar.
Por causa de su imprudencia transformada en hábito, el hombre se
haya eternamente inmerso en los abismos de la confusión. Abismos
destinados a volverse siempre más funestos y oscuros y a generar
continuos estados de oposición. Colocado así en el centro
de potencias múltiples y atemorizantes, que lo empujan y arrastran
en todos los sentidos, sería verdaderamente un prodigio si el hombre
consiguiese conservar en el corazón un soplo del cielo y en toda
la espiritualidad una centella de luz.
¿Qué ventajas no ofrecemos, con nuestra liviandad, al Príncipe
de las tinieblas, que intenta establecer su reino en la imitación
de la verdad? Ciertamente procuramos abandonarnos lo menos posible a esta
fragilidad secreta que nos induce a buscar fuera de nosotros el apoyo que
podemos encontrar solamente en nosotros mismos: intentamos conservarnos,
restableciendo nuestra cualidad de Seres naturales, verdaderos y simples
como criaturas aún susceptibles para acoger los dones que de lo alto
nos son concedidos. Pero, no obstante las varias misiones espirituales y
divinas de las cuales podamos estar investidos, el Príncipe de las
tinieblas nos lleva a adentrarnos siempre más en la espacialidad
exterior.
Una vez inmersos en ésta, él nos retiene con la fascinación
y con las alegrías que allá comenzamos a experimentar y que
nos hacen rápidamente olvidar aquellas de la vida interior, las cuales
son tan calmas y pacíficas así como las primeras son agitadas
y turbulentas. Después de habernos retenido en la exterioridad física,
nos induce a habitar con el veneno de nuestra propia contemplación
y con el funesto instrumento del ojo de nuestros semejantes. Éstos,
estando alejados como nosotros del propio interior, ejercen su influencia
desviante sobre nuestras imprudentes manifestaciones, arrastrándonos
a la oscuridad y la mentira, despertando finalmente en todos nosotros los
instintos opuestos a los llamados de la simplicidad, de la tranquilidad
y de la humildad, inalterables y durables, que nos habrían animado
si con sabia precaución, hubiésemos hecho actuar nuestro interior
y no estuviésemos alejados de éste.
Ciertamente el hombre no violaría la libertad del propio semejante,
haciéndolo consciente de cuanto la verdadera obra del hombre está
lejos de todos los impulsos exteriores. Como ya fue dicho, nuestro lugar
en el mundo expresa el aspecto típico de la misma divinidad. Reposamos
sobre una raíz viva que debe operar en nosotros todas las actividades
regulares para una armonía germinativa. En torno a nosotros, y también
por nuestro intermedio, se verifican hechos exteriores con respeto al curso
ordinario de la naturaleza. Mas ya exista una naturaleza y un mundo, o no
exista, nuestra obra debe siempre seguir su curso. Nosotros representamos
una insignificante nulidad, por cuanto Dios resume la razón de todo:
debemos por tanto venerar a Dios, y no anclarnos a los hechos impuros o
legítimos cualesquiera que sean estos.
Entre los caminos secretos y peligrosos de los que el Príncipe de
las tinieblas se enseñorea para desviarnos, debemos colocar todas
las extraordinarias manifestaciones que han caracterizado los siglos y que
no nos perjudicarían tanto, si no hubiésemos perdido de vista
el verdadero carácter de nuestro ser, y sobre todo si conociésemos
mejor la perspectiva espiritual de nuestra historia a partir del origen
de todas las cosas.
Desde siempre, la mayor parte de aquellos caminos fueron abiertos de buena
fe, y sin ningún objetivo perverso, por parte de aquellos que los
conocían. Mas no pudiendo encontrar, en tales hombres favorecidos
por la suerte, "la prudencia de la serpiente" con la "inocencia
de la paloma", estos estimularon en ellos el entusiasmo de la inexperiencia,
en vez del sentimiento sublime y profundo de la santa magnificencia de Dios.
El Príncipe del mal tuvo así la posibilidad de entrometerse
en estos caminos, y en estos generar una infinidad de diferentes combinaciones
que tienden a oscurecer la simplicidad dictada por la Luz. En algunos el
Príncipe de las tinieblas provoca leves sombras, casi imperceptibles
absorbidas por la abundancia de luces que las contrabalancean; otras son
contagiadas por una contaminación suficiente para dominar el elemento
puro. En otras en fin, el Príncipe de las tinieblas establece su
propio dominio para tornarse el único jefe y el único regulador
de las situaciones.
Algunos escritores inspirados y de buena voluntad nos mostraron, en la constitución
del universo, una de las vías de las cuales se sirve el Príncipe
de las tinieblas para propagar sus ilusiones. Tales escritores, prestaron
a las naciones desviadas el mayor servicio que se podría esperar;
deberán meditar atentamente sobre este rayo de luz. Rayo que revelará
claramente la fuente de la abominación y de los errores religiosos,
que por otro lado atrajeron, sobre pueblos famosos, las venganzas de la
cólera divina. Las naciones podrán obtener los conocimientos
más vastos y más útiles para nuestros tiempos modernos,
los cuales, bajo tal aspecto, se asemejan mucho más a aquellos antiguos
de cuanto se pueda imaginar. La inteligencia del hombre tiene a su disposición
esta llave; podemos, por lo tanto, limitarnos a considerar los frutos de
la obra de las fuerzas tenebrosas, que desviaron a tantos mortales; y recorrer
tanto las diferentes señales bajo las cuales tales frutos pueden
ser reconocidos como las desilusiones reservadas a aquellos que de estos
se nutren.
Capítulo V
Podemos aprender a discernir la falsedad de las manifestaciones y de los
movimientos exteriores, Cuando las obras que de estos derivan son por así
decir, las sombras de si mismos, mudanzas superficiales y por consecuencia
no suficientemente vivificantes para religarnos al plano de la gran obra
de Dios.
Por otro lado el propósito del proyecto divino, por el contrario
consiste en reconducirnos a nuestro centro interior donde habita lo divino,
evitando dispersarnos en los centros externos, frágiles, tenebrosos
y corruptos donde Dios no reside. Aparte de eso conseguimos reconocer la
falsedad cuando las misiones de los seres enviados para instruirnos poseen
un carácter vago e indeterminado. La confusión se verifica
cuando estos enviados se encuentran subordinados a árbitros incapaces
de juzgarlos. Estos se tornan altamente partícipes de la destrucción
de sus propias obras, pues someten sus facultades iluminantes a la dirección
de guías extraños a tales inteligencias. Aún podemos
reconocer el error, cuando las profecías de los mismos enviados ofrecen,
independientemente de este carácter incierto, el incentivo de alejarnos
del destino natural del espíritu del hombre. Como se vio, tal espíritu
es la primera señal y el primer testimonio de la tonalidad divina,
y a pesar de ello, está bien lejos de alcanzar aquí sobre
la tierra el nivel de los privilegios y del esplendor originales, éste
no puede dar un solo paso seguro, sino por medio del vislumbre de la débil
centella que le resta.
El espíritu del hombre, en cuanto es el signo y el testimonio de
la Divinidad, no satisfaría su propio objetivo natural, si representase
solamente la señal y el testimonio del espíritu y de los ángeles,
de las potencias de la naturaleza sean terrestres o celestes, y de las almas
de los desencarnados. Si después de ser anunciado como la señal
y el testimonio de la luz divina, éste se transformase, por sus imprudentes
acciones, en la señal y en el testimonio de seres ignorantes, de
acciones tenebrosas y corruptas, la involución sería aún
más grave. Es impresionante por tanto constatar con que profusión
y con que confusión todos estos errores y todas las particularidades
que de ahí derivan, pueden también introducirse en las vías
de excepcionales manifestaciones benéficas. En fin, presentimos el
error cuando estas vías extraordinarias no se apoyan en sólidas
estructuras.
Las mismas Sagradas Escrituras no serían verdaderas si no abogasen
en favor del carácter divino como distintivo en el hombre, del cual
él frecuentemente reconoce estar revestido por medio del Autor supremo
de los seres. Las Escrituras además de eso, no serían aceptables
si no eligiesen al hombre para ser la señal y el testimonio de la
Divinidad única, y si no recondujeran al alma a este único
objetivo mostrando el mal y las tinieblas que la esperan, si el alma se
transformase en una señal y testimonio de formas divinas disímiles.
En fin las escrituras no serían verdaderas si en todos los eventos
que relatan, en todas las profecías que contienen y en todas las
maravillas que manifiestan dejasen algo a la gloria humana de los individuos,
y no indicasen claramente el objetivo exclusivo de la afirmación
universal de la única Verdad suprema. Bajo todos estos puntos de
vista, las Sagradas Escrituras sirven de soporte a la naturaleza del hombre,
a su destino que le fue designado en base a su origen y finalmente deben
inspirar cada acción del mismo. Las escrituras presentan al hombre
como la criatura llamada a ser la imagen y semejanza de Dios, a dirigir
todas las obras a él confiadas por su potencia, a conquistar la tierra
y poblarla, a atribuir a los seres los nombres que a ellos competen y todo
esto, colocando al hombre bajo la mirada de la Divinidad, en una correspondencia
directa con esta.
Después de la narración sobre la caída, las Escrituras
no cesan de recordar al hombre cual era su lugar primitivo y de prometerle
que si sigue con celo y coraje las normas y exhortaciones que la suprema
Sabiduría envía para confortarlo, el Eterno será su
Dios y la humanidad será el pueblo del Eterno. Las escrituras no
cesan de colocar al hombre en guarda contra las insidias de los seres habitantes
de la triste morada que él ocupa actualmente; procuran mostrar bajo
mil formas y con mucho énfasis los medios que aquellos seres utilizan
para destruir su felicidad, para que no consiguiesen más hacerlo
partícipe de sus abominaciones, y colocarlo al servicio de sus ídolos.
Las Escrituras describen aún bajo los aspectos más humillantes
el estado de miseria en el cual el individuo se subyuga habiendo olvidado
a Dios y siendo negligente al defenderse de los propios enemigos. Por lo
demás el hombre es una criatura verdaderamente cara al amor divino;
lo deducimos siempre por lo que refieren las Escrituras. De hecho, el inconmovible
Principio de todas las cosas se colocó al lado del hombre, como al
lado del propio pensamiento, para sustraerlo del destino de muerte a cual
estaba expuesto, y para pagar en nuestro nombre, el débito del cual
somos todos responsables ante la justicia humana. Por tanto, el río
del amor divino, que es nuestra fuente de vida, no puede parar de fluir
para regenerarnos. Aquí sobre la tierra el corazón del hombre
no se vuelve árido por los propios hermanos, a pesar de sus injusticias,
y estaría siempre pronto a padecer por ellos si pudiese a tal precio
restituirles la exultante conciencia de la virtud. Así también
el eterno río de la vida no se secó en la hora de nuestra
falta; simplemente se redujo y se retiró, condenándonos a
comer con el sudor de la frente el pan de la vida que deberíamos
comer no sin trabajo pero sin fatiga.
Este río fue progresivamente alimentado por las relaciones posteriores
con el hombre suscitadas con la evolución de los tiempos. Asumió
en fin su antigua extensión, cumpliendo para nosotros la ley de nuestra
condenación que nosotros mismos nos rehusamos a cumplir; transformando
nuevamente su potencia en nuestra naturaleza humana; se revistió
de las posibilidades terrestres, de todos las señales de escarnio
y coronado de espinas, herido por golpes, sucio por las escupidas, abandonado
por todos, sufrió hasta el punto de ser mostrado públicamente
con una caña como cetro y que se dijese de Él a los ojos de
las naciones de la tierra: Ecce Homo: he aquí el estado a que el
hombre se redujo, desde el primer pecado y a través de todas las
sucesivas prevaricaciones.
Gracias a esta humillante confesión, la Justicia reabrió para
nosotros todas las puertas del amor porque de esta forma las consecuencias
del pecado del hombre fueron manifestadas y denunciadas por el mismo hombre.
Sin este terrible testimonio, la muerte del Reparador sería una atrocidad
injusta y la misericordia divina un capricho.
Las escrituras pretenden, por lo tanto, indicar específicamente el
vehículo del cual se sirvió el río vivificante del
amor, para descender como de una montaña hasta nuestro ser. Los testimonios
de las Escrituras no sirven para el alma del hombre como prueba de todos
los principios que el alma puede leer en si misma y que son anteriores a
las mismas escrituras; éstas sin embargo, pueden ofrecer al hombre
un apoyo siempre sólido y un alimento saludable, y como tales entran
nuevamente en el rol de los medios que nos son ofrecidos para juzgar las
manifestaciones del espíritu en general.
Sirvámonos, por tanto, de todos los principios que apenas delineamos
y apliquémoslos a aquellas manifestaciones de la vida en las que
el error se insinúa fácilmente sobre la verdad, donde paramos
en la ascensión y nos colocamos en el camino del Príncipe
de las tinieblas entre maravillas que nos sorprenden y tesoros que nos circundan.
Los caminos y los dones parciales pudieron y podrán verificarse en
la atmósfera relativa de todos los tiempos, porque en todos los tiempos
existieron y existirán seres que inclusive no estando dedicados al
mal, se encuentran todavía en un nivel muy inferior en relación
al espíritu divino para ser animados por toda su fuerza y por toda
su plenitud. Pero para que estas vías limitadas puedan ser mudadas
por la iniciativa de la viva luz, deben tener por lo menos el carácter
de la vida, deben representar por lo menos en una menor escala la producción
de la gran obra. Sin estos prerrequisitos estos seres poseen solamente una
función figurativa y se limitan al aspecto superficial de las situaciones
de modo que todos aquellos que se abandonan a éstos no penetran nunca
hasta el centro de la obra.
Ahora, por algunas razones que no creo sea necesario aquí exponerlas
la obra parcial asume fácilmente en el pensamiento del hombre el
carácter de la obra total; la obra del espíritu es confundida
fácilmente con aquella de la Divinidad; la obra de las potencias
naturales aparece fácilmente como obra del espíritu; y más
fácilmente aún la acción de las potencias ciegas y
corrompidas es confundida con la acción de las potencias naturales.
El Príncipe de las tinieblas se aprovecha de esta infeliz tendencia
del hombre para la confusión y la favorece sirviéndose de
los derechos que le permitimos asumir sobre nosotros.
En su condición relativa el hombre debe entonces combatir dos obstáculos,
el de la propia flaqueza y el del Príncipe de las tinieblas; obstáculos
entre los cuales nos movemos sobre el plano terrestre. Por el contrario
el hombre admitido en la plenitud de la obra divina, no debe realizar el
mismo trabajo ni correr los mismos peligros que describimos. Por tanto,
generalmente los hombres trocarán por misión divina las simples
misiones espirituales; confundirán las misiones espirituales con
aquellas naturales, las misiones naturales con aquellas tenebrosas o subnaturales.
Cada uno procuró propagarlas del modo como erróneamente las
comprendió, porque era necesario concentrarlas en la íntima
y limitada atmósfera cuando verdaderas o alejarlas para siempre si
éstas no tenían el carácter de la verdad.
Podemos imaginar cuantas ofensas los mismos portadores de cada misión
hayan hecho a si mismos, saliendo de las propias esferas y exponiéndose
imprudentemente y sin fuerzas suficientes a influencias antagónicas
y corruptas de tantas otras esferas que deberían permanecer desconocidas
para siempre.
Los frutos que el Príncipe de las tinieblas obtuvo son incalculables
y muchas instituciones sobre la tierra han sido encaminadas por él,
sean aquellas reverenciadas como sacras, sean aquellas que en base a progresivas
alteraciones, conservaron de su auténtica naturaleza simples emblemas
y se transformaron totalmente en instituciones profanas. Entre estos dos
extremos existen numerosos estados intermediarios; pero los gérmenes
más mortales produjeron sus frutos en los puntos más periféricos,
porque cuanto más tales gérmenes decaen más encuentran
terreno capaz de fecundarlos. Como consecuencia las instituciones profanadas
revelan su origen sea prescribiendo reglas absurdas de conducta, sea a través
de sus medios inherentes, cuyos relatos revelan los espacios puramente naturales,
pero honrados como divinos por casi todos los pueblos de la tierra, dados
a los cambios espirituales (buenos y malos) de los que tales espacios son
susceptibles.
Será suficiente aquí, para que el lector atento haga comparaciones
necesarias, mencionar los cabellos y las uñas que por una ley muy
instructiva, no son sensibles; la cabeza del hombre en la cual las sinuosidades
del cerebro y del cerebelo tienen relación con el intestino. Citemos
aun los astros, en los que la mitología de todos los tiempos colocó
innumerables imágenes de hipótesis enfáticas para satisfacer
la fantasía humana. En fin recordemos el Deuteronomio en cuyo texto
el pueblo hebreo y con éste todos los demás pueblos pudieron
aprender a precaverse contra la idolatría pues encontramos las bases
de las relaciones, la mágica analogía de los planos temporales
y el consejo para guardarnos de los Dioses de las otras naciones.
Concluimos, mencionando un proceder inferior del Príncipe de las
tinieblas que nos impide obedecer la Ley. En vez de hacernos aparecer en
nuestra miseria y con nuestra cualidad humillante de Ecce Homo, hace que
nos contentemos con las simples potencias espirituales y con las solas potencias
elementares y también con las meras potencias figurativas o tal vez
simplemente con las potencias de reprobación y al final nos engañamos
creyendo estar revestidos por las verdaderas potencias de Dios para gozar
de todos los derechos de nuestro origen.
De la facilidad con la cual el Príncipe de las tinieblas generalizó
las misiones parciales y las alteró hasta transformarlas en ilusorias,
se derivan las falsas misiones.
Capítulo VI
En la categoría de las falsas misiones se encuentran aquellas que
manipulan fechas y desean aplicar a los movimientos políticos modernos
las varias profecías contenidas en la historia judaica. Estas se
referían solamente a los pueblos ligados a los intereses o a la rivalidad
con la Judea, según planes divinos insondables. Realizados tales
planes, las profecías utilizadas para anunciarlos agotaron el espíritu
que en éstas se encontraban.
Estos mismos judíos serán obligados a elevarse hasta regiones
superiores para obtener los frutos que les fueron prometidos, regiones en
las que tal espíritu se retiró para aguardarlos. Leemos por
tanto en Jeremías 30:24: "La ardiente ira del Eterno no se calmará
hasta que haya realizado y ejecutado los propósitos de su corazón.
En el fin de los días comprenderéis estas cosas".
Se le aún en Isaías 60: 18-22, en donde la consolación
y la alegría con las que deben ser henchidos son transferidas a un
día en el cual: "El sol nunca más te servirá de
luz para el día ni el resplandor de la luna te alumbrará
No
se pondrá jamás tu sol ni menguará tu luna".
Leemos también en Joel 3: 1-2 donde dice que: "en aquel tiempo
en que haré volver la cautividad de Judá y de Jerusalén,
reuniré a todas las naciones y las haré descender al valle
de Josafat; allí entablaré juicio con ellas
". (Tales
expresiones dirigen la inteligencia a elevarse por encima del valle terrestre).
El Señor promete a la estirpe de Judá en el versículo
21: "limpiaré (vengaré) la sangre de los que no había
limpiado. Y el Señor morará en Sión". Sobre estas
ultimas palabras recordemos la frase pronunciada por san Pablo en I Cor.
15:50: "La carne y la sangre no heredarán el reino de Dios".
Decimos por la misma razón que el reino de Dios no puede cohabitar
con la carne y con la sangre. Será necesario por tanto, que la carne
y la sangre desaparezcan para que puedan realizarse las profecías
de paz del antiguo testamento.
Si tales profecías fueran aplicadas a la reintegración del
pueblo de Israel en su reino temporal y terreno esto quiere decir diminuirlas,
ciertamente querer aplicarlas hoy a los movimientos sociales y políticos
significaría desconocerlas.
Atribuiríamos a éstas funciones que el espíritu no
les había conferido. No podemos olvidar el estado de nuestras sociedades
políticas que infelizmente están abandonadas a simples potencias
humanas, de las cuales no podemos esperar ningún futuro. El reino
del hombre no es de este mundo, y el Reparador nuestro verdadero regulador,
no se ocupó del orden político de los reinos de la tierra,
sino que los dejó a las potencias que los dirigen.
Estos aparecen también como si estuviesen privados del espíritu
e incluso así en su actuar desordenado la luz espiritual jamás
los pierde de vista.
Las misiones de las que ahora se habla, no son ciertamente menos falsas
que cuando se anuncian bajo el nombre humano de la Virgen o bajo el de otras
criaturas privilegiadas. La tendencia del hombre a santificar los propios
impulsos sentimentales y a divinizar los objetos, bastó para que
las simples oraciones y las simples invocaciones dirigidas a aquellos seres
privilegiados, asumiesen en lo íntimo un carácter de mayor
dignidad e imponencia. El hombre se encuentra como apoyado casi exclusivamente
en el auxilio que semejantes seres podían efectivamente dirigirle,
por cuanto Dios quiere favorecernos al punto de permitir a estos seres orarle
a El.
Por el contrario transpusimos su culto con facilidad e imprudencia. De hecho,
cuanto más el hombre encontraba en aquellos seres escogidos la paz,
la alegría, el apoyo del cual había necesidad, menos se sentía
llevados a buscar el adecuado bienestar en la propia fuente.
¿De hecho, cuántas personas orando a tales seres auxiliadores,
se sorprenden creyendo orar a la misma Divinidad sin conseguir establecer
la diferencia? ¿Cuántos se sorprenden adorándolos creyendo
apenas estar orando? Este tipo de idolatría es muy peligrosa, porque
nace de nuestra sensibilidad, de nuestro amor y también de nuestras
virtudes si no de nuestras mentes.
El Príncipe de las tinieblas aprovechando los falsos pasos que nuestra
sensibilidad mal instruida nos hace cometer nos conduce fácilmente
en dirección a todos los demás llamados desviados que para
él son bien conocidos. Bajo la veneración de nombres transformados
en sagrados por nosotros, él puede preparar, anunciar y operar acontecimientos
y maravillas tan planeados que podrían engañar a los mismos
elegidos. ¿Cuál es la razón entonces para que el propio
Príncipe de las tinieblas se esfuerce en conferir a tales nombres
una influencia tan considerable con poderes casi divinos si no para esconder
cuanto sea posible el nombre del verdadero Dios que no le permitiría
moverse y lo relegaría a los abismos? Pues si es verdad que existen
fuegos que producen irradiaciones y nubes sobre las cuales la imagen de
cualquier objeto puede formar reflejos aparentes, es aún más
verdadera la existencia de un fuego vivo que opera en el silencio y que
oculto como aquel de la naturaleza, produce sin parar los mismos objetos
mostrando toda la regularidad de sus formas y haciendo desvanecer por medio
él todas las deformidades.
Ciertamente el Príncipe de las tinieblas con los nombres de los que
se sirve, puede simplemente ejecutar obras inferiores e ilusorias. Él
tiene sin embargo, la capacidad de sustituir en un gran número de
casos distintas obras auténticas por sus semejanzas con una analogía
doctrinal que fundamentada sobre nuestra peligrosa sensibilidad engaña
al corazón con una seductora dulzura y al espíritu con la
maravilla de la conformidad de la misión y la correspondencia de
los hechos.
Si fuésemos menos imprudentes, esta misma uniformidad no debería
deslumbrarnos mucho más. Efectivamente el mismo agente influyendo
sobre tales misiones dirige todas estas maravillas, y en uno u otro caso
es animado por el propósito de deslumbrarnos en vez de instruirnos
y debe operar siempre sobre las mismas bases: conociendo nuestra flaqueza
y nuestra ávida curiosidad (que así toman las tonalidades
de nuestras verdaderas necesidades) es natural que obtenga siempre los mismos
resultados.
En la uniformidad de estas profecías y de estas misiones puede haber
una semejanza con las sacras: de hecho ambas nos anunciaron los mismos eventos
y mantuvieron el mismo lenguaje. Todo esto no quiere decir que no podemos
ser engañados por las tonalidades aparentes y que el error no pueda,
como la verdad, tener un lenguaje asonante y testimonios uniformes.
Existen señales por cuyo medio podemos guardarnos de los engaños.
Basta pensar en los elogios que los agentes de estas diversas misiones hacen
abundantemente a aquellos que son llamados y las promesas sobre los brillantes
papeles que realizarán. Sabemos por otro lado que los verdaderos
profetas son poco elogiados y que el Hombre que redimió nuestras
culpas prometió a los mismos discípulos solamente ultrajes
y persecuciones.
Otra señal reveladora del engaño, nos es dada por la divergencia
de las misiones extraordinarias con respecto al carácter de las misiones
fundamentales del Reparador que es la única sobre la cual se puede
modelar todas las misiones verdaderas.
Las misiones más cercanas a nosotros en el tiempo se alejan del espíritu
del Reparador cuando localizan sobre la tierra el punto focal de las gracias
divinas que Él prometió a las naciones y para los cuales no
estableció ningún lugar basado en las palabras que dijo a
la Samaritana. Juan 4: 21-23: "la hora viene cuando ni en este monte
ni en Jerusalén adoraréis al Padre... la hora viene, y ahora
es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu
y en verdad, porque también el Padre tales adoradores busca que lo
adoren".
Las misiones se alejan del espíritu del Reparador, cuando sujetan
a sus agentes a reglas humanas y ascéticas discutibles que el Reparador
no ha instituido de hecho y que estando fundamentadas solamente sobre un
carácter convencional y figurativo, nos ofrecen la posibilidad de
dar una opinión sobre el Príncipe oculto que opera la confusión
de las mismas misiones. Si no fuera el Príncipe de las tinieblas
quien las dirige y quien se sirve de normas inconsistentes para sofocar
la verdadera piedad, puede ser que sean entidades que ya partieron de este
mundo y que estarían incorporadas en aquellas instituciones convencionales
o figurativas, durante sus vidas terrenas. Éstos, detenidos en las
regiones inferiores y que todavía no ascendieron a las regiones de
su perfecta renovación, pueden conservar relaciones terrenas en el
orden de la piedad inferior y en estas relaciones saben enseñar solamente
doctrinas reducidas y limitadas en las que fueron instruidos sobre la tierra
y que aún no tuvieron tiempo de separarse.
La tercera señal reveladora para mantenernos atentos en cuanto a
un posible aspecto negativo de las misiones extraordinarias, consiste en
analizar el motivo por el cual las mujeres, dada su sensibilidad son preferidas
en vez de los hombres para ser henchidas de todos los favores de la gloria
que semejantes misiones prometen a sus agentes y para reinar en esta especie
de imperio. De hecho, Isaías nos esclarece bien este punto cuando
reprende al pueblo por "y mujeres se enseñorearon de él"
(3:12).
Por algunos hombres que ejercen papeles representativos en el ámbito
de las realizaciones extraordinarias y de manifestaciones de fuerza ligadas
al nombre de la Virgen y de muchas otras criaturas privilegiadas, las mujeres
se prestan en masa para desempeñar en cualquier lugar la función
de anunciadoras y de misioneras.
No hablo aquí de las instituciones religiosas que la ignorancia,
la superstición y la mala fe consolidaron al amparo de aquellos nombres
fascinantes, dirigiendo sin límites el entusiasmo de las poblaciones
ignorantes. Las desarmonías que de ahí derivan son comparables
con aquellas que resultan de un abuso análogo en el orden de las
manifestaciones.
Para convencernos es suficiente detener la atención sobre los principios
ya expuestos. Antes todo fuimos elegidos para ser la señal y el testimonio
de la Divinidad y de ningún otro ser. Además de eso las Sagradas
Escrituras, que son el archivo fiel de nuestros títulos y de nuestro
destino, nos dicen del Reparador en Hechos 4:12: "Y en ningún
otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado
a los hombres, en que podamos ser salvos".
En vano los defensores de nombres nuevos y diferentes se apoyan en las palabras
del propio Reparador que en el Apocalipsis 2:17 promete: "Al vencedor
le daré de comer del maná escondido, y le daré una
piedrecita blanca y en la piedrecita un nombre nuevo escrito, el cual nadie
conoce sino el que lo recibe".
Tales palabras son dirigidas contra los mismos partidarios de los nombres
nuevos, porque como no se espera que sean victoriosos por ofrecerles un
nuevo nombre, se demostró que la promesa no se refiere a aquellas
manifestaciones.
Aparte de eso, estos nuevos nombres no son conocidos solamente de aquellos
que los reciben sino también de aquellos que no los reciben, mientras
que el nuevo nombre prometido por el Reparador no es conocido de ningún
otro a no ser de aquel que lo recibe. Este mismo Reparador dice en el Apocalipsis
3:12: "Al vencedor yo lo haré columna en el tempo de mi Dios
y nunca más saldrá de allí. Escribiré sobre
él el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios, la Nueva
Jerusalén, la cual desciende de cielo, con mi Dios, y mi nombre nuevo".
Estas promesas anuncian que aún habrá favores para aquellos
que aprovecharon los dones ya traídos por el Reparador. Consecuentemente
anuncian un incremento de aquel nombre libertador que ya nos enseñó.
Ahora, dado que las manifestaciones de la emotividad apresurada e inconsciente,
en base a un pretendido aumento, ofrecen en el fondo un nombre de criaturas
simples, que abusan de nosotros, contradicen los verdaderos principios de
nuestro ser, injurian las Escrituras al anular las promesas pretendiendo
falsamente abolirlas.
En cuanto a lo que dice respecto a las manifestaciones y las misiones que
se presentan bajo el nombre del propio Reparador, no sólo no nos
dan un verdadero nuevo nombre, sino atribuyen al Reparador un papel y un
lenguaje en el cual el mismo Reparador no se reconocería.
Capítulo VII
El Príncipe de las tinieblas posee el poder funesto pero infelizmente
verdadero de apoyar sus falsas doctrinas y sus manifestaciones arbitrarias
en los diversos testimonios de las Sagradas Escrituras. Con armas análogas
osó tentar al Reparador y todos aquellos que, bajo el ejemplo de
hombres superficiales y crédulos, están más sometidos
a las tradiciones que a la ley y no se nutren del espíritu para defenderse
de las celadas de la letra. Así, el Príncipe de las tinieblas
desvía hábilmente nuestro pensamiento del único ser
que debemos adorar, del único ser que debe iniciarnos en su culto,
con el fin de que tal culto descienda sobre seres y nombres inferiores:
de estos nos separamos con grande pesar, pues los frutos que nos ofrecen
son más fáciles de obtener, y frecuentemente nos cuestan solamente
la adhesión pasiva, sin ningún análisis, siguiendo
el impulso del deseo. De esta forma consigue esconder de nosotros nuestro
título humillante de Ecce Homo, diciéndonos que las obras
de misericordia del Señor aumentan en nosotros; anunciándonos
con mucha facilidad que estas obras de misericordia se difunden por nuestro
intermedio; y exaltando ante nuestros ojos la grandeza de nuestra santidad
y el poder de nuestras oraciones. Él retarda así cualquier
acción directa y personal verdaderamente dirigida a nuestra resurrección.
De hecho, el príncipe de las tinieblas favorece nuestro orgullo y
la ambiciosa sed de elevarse y resplandecer solamente a través de
nuestras propias fuerzas. Así se transforma en la "verdadera
e insidiosa fantasía de la sierva" capaz de exaltar nuestro
amor propio como aquella que siguiendo a san Pablo no cesaba de llevar con
su adivinación grandes ganancias a sus patrones (Hechos 16: 16-17).
El Príncipe todavía engaña a las naciones como engañó
a los Judíos diciéndoles por medio de sus falsos profetas:
la paz, la paz, cuando no existía absolutamente ninguna paz, así
como reprendía a los Judíos Jeremías en 6:14. En fin
el Príncipe abusa de la superficialidad de las personas anunciando
a través de los varios oráculos que surgen en todas partes
una pretendida regeneración terrena que muchos consideran como cierta
y próxima.
Los profetas y apóstoles dijeron que la hora si estaba cercana y
que el Reino de Dios estaba próximo, pero hablaban de una proximidad
en espacio y no en tiempo. Por otro lado no cesaban de repetir que esta
hora y este reino serían alcanzados solamente por aquellos que lo
hubiesen conquistado al precio de su propia sangre. Por otra parte abrían
a los hombres los tesoros de la esperanza solamente después de haberlos
inducido a entregarse al combate con la más firme resolución.
Prácticamente ningún hombre conocerá las dulzuras prometidas
para el reino futuro sin que él mismo no se precipite en el crisol
de la regeneración, de donde sale renovado.
En fin el Reparador, que es el mismo Reino, predicaba simplemente la penitencia
y prometía paz a las almas solamente después que estas hubiesen
tomado su propio yugo. Al contrario los profetas modernos que son simplemente
hombres, anuncian la conquista del Reino como una cosa tan fácil
y segura que parece casi poderse conquistar por derecho, por solicitud o
simplemente por apropiarse de iluminaciones independientemente de nuestro
completo sacrificio y del esfuerzo de todo nuestro ser.
De cualquier manera no es necesario temer los oráculos modernos,
con sus semejanzas generales, como una amenaza del Príncipe de las
tinieblas. Éste en efecto, sabiendo que un día llegará
el reino de la gloria, tiene la perspicacia de recordarnos esta verdad para
adquirir credibilidad de nuestra parte, pero al mismo tiempo poco evidencia
las luchas arduas que es necesario en primer lugar sustentar, haciendo todo
esto para impedirnos alcanzar aquel reino glorioso del cual él mismo
nos habla.
¿No se comportaba así en el tiempo de Jeremías? Lamentaciones
2:14: "Tus profetas vieron para ti vanidad y locura, y no descubrieron
tu pecado para impedir tu cautiverio, sino que te predicaron vanas profecías
y seducciones". ¿No gobernaba así a los judíos
en el tiempo de Isaías? Como atestiguan las reprensiones que Dios
les dirige a través de este profeta en 30:10, de ser como niños
que "
dicen a los videntes: "No tengáis visiones"
y a los profetas: "No nos profeticéis la verdad, sino decidnos
cosas halagüeñas, profetizad mentiras...."
No me sorprendería si todas estas profecías, en una sucesiva
regeneración, fuesen solamente instrumentos de la astucia adoptados
por nuestro enemigo para retardar el proceso de ascensión del hombre.
Es verdad que Dios está cerca de nosotros, pero casi todos nosotros
estamos lejos de Dios; y tratar de reaproximarnos a Él de este modo
es tan fatigante que casi ninguno puede tomar este camino. ¿Cómo
podría nuestra fe no ser fácilmente seducida por nuestra pereza
cuando algunas profecías nos muestran la regeneración bajo
aspectos menos aterradores? Ciertamente el enemigo, que tiene solamente
el objetivo de retardar nuestro camino, no dejaría de ofrecer esta
atrayente idea a todos aquellos que recorren caminos extraordinarios. Él
sabe que suscitando en ellos una dulce esperanza, la falsa alegría
recibida anticipadamente parece decir a los hombres que obtendrán
la verdadera alegría sin esfuerzo y sin el pesado rigor de la privación
universal, esto es sin aquel terrible aunque saludable sentimiento de nuestro
deplorable estado de Ecce Homo. Naturalmente el error es fácil de
enraizar en nuestra frágil y necesitada humanidad. Para apoyar cuanto
sustento, noto que es necesario constatar como para algunas personas estas
promesas ilusorias animan el coraje y la actividad, pero sobre otros tienen
el efecto contrario. Efectivamente, si la mayor parte de aquellos que se
abandonan a esta opinión, quisiesen analizarse a si mismos verían
que su entusiasmo se apoya en parte sobre su pereza interior y sobre la
secreta esperanza que los tiempos felices llegarán rápido
y fácilmente y sus culpas personales serán disminuidas o aliviadas
por los esfuerzos de todos los elegidos admitidos en la regeneración.
Pienso que aquellos seres acreditarán tener la sensación de
ser arrastrados por el torrente general en este gran mar y creo que la esperanza
tan seductora de tal viva felicidad, adormezca un poco en éstos la
contemplación de las duras pruebas y de las terribles luchas, precio
con el cual cada individuo debe conquistar la victoria. Cuanto más
la esperanza les muestra el fin consolador, al cual todos nosotros podemos
aspirar, más ocultos son los difíciles caminos que los conducen,
de forma tal, que estos consideran ya haber llegado en lugar de recorrer
los más horribles desiertos y de destruir los hoyos más peligrosos.
Por tanto, no es para maravillarse que estos se alegren tanto contemplando
semejante perspectiva de placeres pues su espíritu atrae la alegría
anticipadamente, y el alma se siente de cualquier forma como si estos ya
poseyesen tal alegría.
Pero si es verdad que nosotros podemos obtener una corona semejante solamente
al precio de nuestro sudor y de nuestra sangre, es claro que el espíritu
que nos nutre de tales promesas es un espíritu que abusa de nosotros
y busca atormentarnos y distraernos de los verdaderos sacrificios que debemos
cumplir. De este modo, aliviando nuestros sacrificios y trabajos rumbo a
lo alto, nos coloca en condición de ver disminuida nuestra recompensa
cuando llegue el momento de recibirla. El espíritu de la seducción
adoptará todos los medios para conseguir este efecto sobre los seres
humanos, y cuanto más hayamos sufrido y merecido obtener nuestro
premio más él estará encerrado y atormentado en los
abismos de la privación.
El reino de los mil años al cual se refiere el Apocalipsis en el
capítulo 20, es la base sobre la cual se apoyan todos aquellos que
confían en determinadas promesas. Esas tendrían una apariencia
razonable, según el texto, sin que se pudiesen detener en el momento
cierto donde son puestos limites en el mismo texto: "Vi un ángel
que descendía del cielo con la llave del abismo y una gran cadena
en la mano. Prendió al dragón, la antigua serpiente - que
es el diablo y Satanás - y lo ató por mil años. Lo
arrojó al abismo, lo encerró y puso un sello sobre él
para que no engañara más a las naciones hasta que fueron cumplidos
mil años. Después de esto, debe ser desatado por un poco tiempo.
Vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron la facultad de juzgar.
Y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús
y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia,
ni a su imagen, ni recibieron la marca en sus frentes ni en sus manos: y
vivieron y reinaron con Cristo mil años" (20:1-4).
Está claro en base a estas palabras que existen dos razones distintas
por las que se cumplirán estas diversas promesas. Una es la tierra
visible y podrá encontrar un poco de alivio en medio de sus pruebas
y sus tentaciones, durante el período en el cual la serpiente será
encadenada. La segunda es la razón espiritual e invisible al hombre
terrestre, donde serán reunidos los justos bajo su jefe divino para
juzgar los muertos, los que aún no retornarán a la vida y
no tomarán parte en la primera resurrección.
Por causa de aquel estado de alivio pasajero que, en base a la profecía,
la tierra visible probará no es necesario que los cielos sean replegados
nuevamente como un manto común porque a la tierra no le será
devuelta la pureza original. Sin embargo, a pesar del aprisionamiento de
su enemigo, los hombres aún conservarán en si mismos muchos
aspectos negativos como para que el Reino de Dios pueda establecerse por
medio de ellos.
Su alivio será todavía alimentado por aquella asamblea santa
e invisible que habrá por mil años en las regiones superiores
a las del hombre, que por un lado mantendrá al enemigo en el abismo,
y por otro lado comunicará más directamente a los seres terrestres
los rayos divinos bajo los cuales cada cosa será visible. Pero los
hombres en vez de aprovechar todas estas ventajas, permitirán todos
que aspiraciones perversas fermenten en su interior, y así se volverán
tan culpables e incitarán la cólera divina, tornándose
incapaces y desperdiciando los últimos auxilios enviados por la misericordia
suprema. Cuando sea henchida la medida, el enemigo será libertado
de las cadenas por algún tiempo y hará tantas obras de devastación
cuanto más los hombres hubiesen establecido relaciones con él.
Será entonces alcanzado tal exceso de desorden que, derramando las
injusticias sobre la tierra, atraerá sobre ésta el fuego del
cielo enviado por Dios para operar la destrucción (20:11). "Vi
un gran trono blanco y al que estaba sentado en él. De delante del
cual huyeron la tierra y el cielo y ningún lugar se halló
ya para ellos. Y vi los muertos, grandes y pequeños, de pie ante
Dios. Los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el
libro de la vida. Y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban
escritas en los libros, según sus obras" (20: 11-12). "La
muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda.
El que no se halló inscrito en el libro de la vida, fue lanzado al
lago de fuego." (20: 13-15). Al final: "vi la santa ciudad, la
nueva Jerusalén, descender del cielo
" (21: 1-3).
Todas las tribulaciones que anteceden a estos horribles desórdenes
del fin de los tiempos, son solamente el "principio de dolores"
(Mateo 24) y por tanto no producirán la destrucción del mundo
visible. Representarán por el contrario una tentativa del amor divino
dirigida a los hombres, para persuadirlos a la penitencia a través
de los flagelos a ellos enviados. Estos flagelos serán después
suspendidos por un tiempo que se define como mil años, no solamente
para que el hombre pueda trabajar sobre esta tierra y volver al camino de
la justicia sino también en analogía con aquello que aconteció
en la historia universal y espiritual del hombre y con aquello que acontece
en el orden de su vida física.
Antes del diluvio, las naciones vivían en paz, "los hombres
tomaban a las mujeres y las mujeres tomaban a sus maridos". Sin embargo
las abominaciones de la raza de Enoc habían devorado la tierra y
establecieron el reino del demonio, y la cólera de Dios la destruyó.
Al final de la guerra de Antíoco y Pompeyo, los Judíos estuvieron
en paz durante algún tiempo bajo Augusto, en el nacimiento del Salvador
y durante su misión; si bien los Sacerdotes y los Doctores fueron
solamente instrumentos de injusticia, según los Profetas, pese a
ello, este mismo pueblo estuvo a punto de ser exterminado por los Romanos.
Según el orden físico, frecuentemente se nota que los dolores
y los sufrimientos paran algunos momentos antes de la muerte. Esto acontece
sea por un debilitamiento de la acción del mal, sea para dar al alma
la posibilidad de reconocer y asegurar su propia suerte con la penitencia,
aceptando un sacrificio libre y voluntario. Es probable también que
en el momento en que los dolores del doliente se alivian, se establezca
visiblemente sobre él un pequeño "reino de los mil años".
Esto equivale a decir, una especie de juicio o de confrontación entre
su libro de la vida y su libro de la muerte. Tal juicio puede mantener anticipadamente,
como la primera muerte particular, la imagen de aquella primera muerte general
que será poderosamente pronunciada en el momento del verdadero "reino
de los mil años". Si el hombre particular escapa a esta primera
muerte preparatoria, es probable que la segunda muerte parcial - o sea la
primera muerte del Apocalipsis - no tenga efecto sobre él.
Los verdaderos sufrimientos tendrán lugar cuando el enemigo sea liberado,
y vendrá para devastar la tierra hasta la destrucción, Así
como vemos que en el hombre físico las angustias de la muerte lo
apañan y lo destruyen después del intervalo de la suspensión
momentánea. Estos sufrimientos, en vez de llevar a los hombres culpables
a la renovación de si mismos y al reino de la paz, los conducirán
bajo la espada del juicio final, que tendrá lugar solamente después
de la definitiva abolición de las cosas visibles y materiales. Sin
embargo, solamente después de este decretado final del dominio de
la materialidad, los justos obtendrán la completa liberación
de las regiones de las apariencias, a semejanza del pueblo judío,
que salió de Egipto al atardecer (Deuteronomio 16:6).
Capítulo VIII
Resaltando como hice, las precauciones a tomar en lo que dije respecto a
las misiones extraordinarias de los tiempos modernos, no pretendo culpar
a los agentes que son utilizados. En la mayoría son personas que
se deben estimar y respetar por sus virtudes. Sus ejemplos son ciertamente
más útiles que nocivos para aquellos que buscan alimentar
la intensidad de su fe en lugar de avanzar en la luz. Pero dado que pueden
también ser peligrosos para aquellos que no se limitan a esta sabia
medida, creí que era mi deber prevenir contra las seductoras maravillas
que los operadores de las misiones extraordinarias anuncian, y mostrar que
no es bueno confiar ciegamente en sus inspiradores.
Independientemente de lo que dijimos sobre tales inspiraciones, no es necesario
olvidar que el pensamiento, la palabra y las obras del hombre llenan y llenarán
el Universo, de una infinidad de obras y de resultados destinados a conservar
su carácter original y a componer múltiples y diversas regiones
donde se encuentran los idiomas, las iluminaciones, los descubrimientos
y los verdaderos conocimientos que los hombres pudieran traer a la luz.
En estos, sin embargo, se encuentran también en gran medida las ilusiones,
los errores, y las hipocresías emanadas cotidianamente de todos los
aspectos humanos: estas irradiaciones negativas aumentan de tal forma las
tinieblas en torno del individuo, que con el paso del tiempo éstos
terminan con el "no ver más claro" de los Egipcios en la
hora de la liberación del pueblo de Israel.
Ahora, a menos que la llave divina no abra por si misma el alma de los hombres,
en el momento en que esta será abierta por otra llave, se encontrará
en el centro de alguna de aquellas regiones y podrá involuntariamente
transmitirle el lenguaje. Este lenguaje, por más que nos parezca
extraordinario, puede ser falso y engañador; y más, puede
ser un lenguaje verdadero pero no pronunciado con espíritu de verdad
y consecuentemente los frutos no serán verdaderamente ventajosos.
Por tanto, creo ofrecer un consejo saludable a mis hermanos, diciéndoles:
Hombres, mis amigos, desconfíen de aquellas alegrías y de
aquellos entusiasmos que os provocan las misiones de seres escogidos, en
las que encontráis amparo benevolente. Porque no estáis aún
seguros que aquellos anuncios les darán tanto bien como placer, ya
que no estáis seguros de tener ante la vosotros el remedio para ser
aplicado a las verdaderas heridas de vuestro ser; en fin, no estáis
seguros que las alegrías que os prometen y que os hacen saborear
anticipadamente, no retardan las alegrías duraderas que pudiereis
obtener de vuestro interior más profundo.
Además, si los anunciadores de las misiones hubiesen logrado el reposo
sereno del cual nos hablan, vosotros todavía no estaríais
prestos para este. Tal vez por el contrario, sería funesto para ellos
y para vosotros si la hora conclusiva llegase así anticipadamente,
si vosotros y ellos no hubieseis tenido la preocupación de purificaros
antes para no temer ninguna de las terribles catástrofes que precederán
al reino glorioso que os prometen.
Oso repetirlo: permaneced en un estado de prudencia entre los prodigios
y las predicciones que os circundan; acordaos de lo que dice el Señor
a través de Jeremías 23:31-32: He aquí que estoy contra
los profetas, dice el Señor, que usan su lengua para decir: "Ciertamente,
dice el Señor, yo estoy contra los que profetizan sueños mentirosos,
y los cuentan y hacen errar a mi pueblo con sus mentiras y sus lisonjas.
Yo no los envié ni los mandé, y ningún provecho han
traído a este pueblo, dice el Señor".
Para mostraros como los errores de este tipo son destructivos, y como las
falsas misiones y las promesas ilusorias de un reino terrestre glorioso
os engañan, aprended a que precio el hombre, aquí sobre la
tierra, puede obtener cualquier iluminación y dar cualquier paso
en dirección a la regeneración.
Después del pecado, los rayos de vuestra esencia divina se encuentran
encadenados a una de las potencias de vuestra materia. Los elementos no
cesaron desde aquel instante, de circular en torno de vosotros y de envolveros
con un gran número de lazos que se acumulan y se cierran a medida
que gira la rueda de vuestros días. Vuestras negligencias y flaquezas
luego del primer crimen hundieron aun más los rayos divinos en las
tinieblas, y aumentaron el horror de vuestra prisión. Es necesario
que por cada paso a cumplir para aproximarnos a la razón de la luz,
una parte de los obstáculos materiales se desenrollen penosamente
sobre nosotros, como las ataduras de una herida se desenrollan dolorosamente,
cuando es necesario verla y medicarla. Es necesario que sobre esta parte
de los obstáculos se encuentren impresos los trazos del tipo de corrupción
que os corroe y de la cual estáis infectados. Entonces es necesario
que se pronuncie en alta voz, a los ojos de todo aquello que os contempla,
un juicio severo y riguroso, y que vosotros humildemente reconozcáis
la justicia.
Es necesario que estos obstáculos que os aprisionan se alejen gradualmente
y se manifiesten en calidad de otros tantos juicios contra vosotros.
Es necesario que la larga serie de los obstáculos y juicios se extienda
desde vuestro ser hasta aquel tiempo de paz del cual el pecado os apartó,
pues tal encadenamiento es el que determina la distancia.
Aparte de esto es necesario que esta larga cadena esté presente ante
vuestros ojos, con el fin de que tengáis continuamente delante de
vosotros el temible cuadro de lo que cuestan al hombre los progresos en
la búsqueda de la verdad, a fin de que afrontéis el camino
con prudencia y confeséis que cada paso cuesta un dolor y una separación.
De hecho, vuestro ser hoy está compuesto por la ciencia del bien
y del mal, y es necesario que vosotros adoptéis la facultad de esclarecer
y de discernir los diversos campos; es este el verdadero sentido del Deuteronomio
16:3: "...para que todos los días de tu vida te acuerdes del
día en que saliste de la tierra de Egipto".
En fin, es necesario que los obstáculos materiales de todos los hombres
se desenvuelvan así, y que todos los juicios que estos hayan merecido
sean revelados y expuestos en la universalidad de la vida, con el fin de
que las naciones conociendo el veneno que infecta al individuo, puedan decir
con horror y desprecio ante su vista: Ecce Homo. Sólo entonces el
reino glorioso podrá descender hasta el corazón del hombre,
sólo entonces, sin temor de engaño el hombre podrá
aspirar a la regeneración. Solamente cuando este título de
Ecce Homo y el juicio que de él deriva, estén esculpidos en
todas las regiones del universo, la justicia estará completamente
satisfecha.
Por una espiritual analogía, lo que acontecerá entonces al
hombre universal debe ocurrir ya a cada uno de vosotros en particular, ¿quién
podrá proceder en esta ascensión?
No podéis dudar, es aquel que no puso su confianza en las vías
artificiosas seguidas por la generalidad; sino que sintiendo en él
la dignidad de la propia esencia, se dirigirá solamente en dirección
a la fuente de la cual desciende, siendo solamente ésta la única
que puede engendrarlo nuevamente. Desconfiando de todas las esperanzas que
lisonjean su pereza y su orgullo, no se dejará seducir de hecho por
las imágenes y por las obras con que la ignorancia y las tinieblas
se esfuerzan en sustituir a Aquel que es el único camino, la única
verdad, y la única vida y que no puede ser sustituido por nadie.
Infeliz de aquel que se dejará atraer por estas imágenes y
por estas obras materiales de visiones inestables. Estará tan angustiado
en esta separación, al punto de sentirse como inmerso en un estado
de miseria, y el hombre teme esta miseria más que a un veneno. Estad
pues atentos, en el momento en que sintiereis esta privación, para
no dirigiros a los falsos Dioses, y para no decir como el pueblo judío
dijo a Jeremías (44:17-18): "
sino que ciertamente pondremos
por obra toda palabra que ha salido de nuestra boca, para ofrecer incienso
a la reina del cielo y derramarle libaciones, como hemos hecho nosotros
y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros jefes, en las ciudades de Judá
y en las plazas de Jerusalén. Entonces tuvimos abundancia de pan,
fuimos felices y no vimos mal alguno. Pero desde que dejamos de ofrecer
incienso a la reina del cielo y de derramarle libaciones, nos falta de todo,
y por espada y hambre somos exterminados".
Si os sometéis a la pereza de vuestro corazón, vuestras alegrías
serán pasajeras y terminarán con sufrimientos piadosos debido
a vuestras desilusiones y a vuestra ceguera. El mismo Príncipe que
os indujo a estos sufrimientos, os conducirá triunfalmente a países
distantes para manteneros en esclavitud "en una tierra que vosotros
y vuestros padres no conocisteis; serviréis allí a otros Dioses,
de día y de noche, pues no tendré más misericordia
de vosotros". Luego, siempre según Jeremías 15:19: "Por
tanto, así dice el Señor: "Si te conviertes, yo te restauraré
y estarás delante de mí; y si separas lo precioso de lo vil,
serás como mi boca".
En cuanto a vosotros, ministros de la santa religión que fuisteis
llamados a velar sobre el verdadero camino de la Alianza, que es el pensamiento
del hombre, si no tomasteis el lugar que os fue confiado, "si dejasteis
a Dios bajo tiendas y no construisteis ninguna casa después que Él
sacó de Egipto a los hijos de Israel, basado en las lamentaciones
que el profeta Natán dirigió a David"; sobre vosotros
caerán directamente las amenazas de las cuales los profetas procuraron
alertar a los servidores fieles, y a los prevaricadores. Si las misiones
de la ilusión y de las tinieblas deben tener consecuencias tan terribles
sobre los órganos instrumentalizados y sobre las almas que estos
arrastran, ¿qué será de las verdaderas misiones convertidas
en misiones de la codicia, de la mala fe y del sacrilegio voluntario? Sin
duda no podéis elevar mucho la dignidad de vuestra persona, pues
según Ezequiel y Malaquías, deberíais ser los ángeles
del Señor sobre la tierra, los centinelas de su pueblo.
Mas en base al vasto cuadro que os fue ofrecido, ¿podéis asegurar
que jamás habéis desviado la inteligencia de las personas
de las propias fuentes más instructivas y reconfortantes? ¿De
no haber deseado jamás subyugarla a una doctrina humanizada y con
intereses? ¿De no haber jamás dejado a los pueblos solamente
la fe necesaria para someterse a vuestro imperio? ¿De no haber jamás
retirado de frente a sus ojos, el cetro vivificante que la Sabiduría
eterna concibió en la tierra, como sol de todos los pueblos? ¿De
no haber jamás vosotros mismos construido una espada temible con
el bastón de paz que os había sido confiado para gobernarnos
más en el amor que en la justicia? ¿De no haber jamás
abandonado el título de pastor cuando era necesario instruir a vuestro
rebaño y conducirlo al pasto; y de no estar investidos solamente
cuando se presentaba la ocasión de abandonar aquel rebaño
a la suerte fatal o de devorarlo vosotros mismos?
¿Estáis persuadidos que el espíritu del hombre deba
contentarse con las respuestas que vosotros dais, cuando buscan saber por
qué no nos ofrecéis más los dones y las iluminaciones
de las que se alegraron aquellos a los que vosotros sucedéis en el
tiempo? Ahora, vosotros nos decís que todas aquellas cosas eran necesarias
para establecer la Iglesia y que no son más necesarias después
que ésta fue constituida. Pero los derechos de nuestro ser nos permiten
preguntaros de cual Iglesia pretendéis hablar. Pues, seguramente
no se trata de la Iglesia en la cual se vio sustituir el espíritu
conciliador del Evangelio, por el furor, por la sangre y por la masacre;
ciertamente no es aquella en la cual se vio sustituir las enseñanzas
de sus fundadores, a quienes el "espíritu todo enseñaba",
por doctrinas oscuras y contradictorias. Ni se trata de la Iglesia en la
cual, en el lugar del espíritu del Señor que debería
preservar las almas, se abrió la entrada a los falsos profetas que
las hacen perderse, y a los espíritus de Pitón que las infectan.
Los derechos de nuestro ser nos colocan también en condición
de observar que vuestros "fundadores eran admitidos a conocer los misterios
del Reino de Dios, que curaban a los dolientes, que preparaban la cena del
Señor, y que perdonaban los pecados a quien debían perdonar".
¿Ahora, por qué de esos cuatro misterios habéis conservado
solamente los dos que son invisibles, y por los que pedís aún
una fe ciega, mientras apartáis siempre más de los ojos de
nuestro cuerpo y de nuestra inteligencia los otros dos dones que eran visibles,
y que lejos de ser superfluos para nuestra fe, pudieran haber guiado la
fe del pueblo?
¿Estáis seguros de ser irreprensibles a los ojos de las naciones
diciéndoles con certeza que crecen en vuestros pastos, mientras que
vosotros habéis disminuído tanto su sustento? ¿Y también
en las naciones con santas instituciones que habéis conservado, no
habéis jamás dado los medios por el fin, las formas por los
medios, y la tradición en lugar de la ley como reprendía el
Reparador a los doctores Judíos (Mateo 15)? ¿No teméis
haber hecho que las personas se adormecieran en un reposo apático,
y de tal vez haber trabajado vosotros mismos para demoler aquella Iglesia
que nos anunciáis como bien consolidada?
Así se encuentra esta Iglesia constituida, a pesar de los daños
sufridos por ella, sin los cuales no habría mediación entre
el amor supremo y los pecados de la tierra. Así se encuentra esta
Iglesia constituida y ni la fuerza del hombre ni aquella del infierno prevalecerán
sobre ella. Así se encuentra esta Iglesia constituida solamente para
un día afirmar contra aquellos ministros suyos que no le fueron fieles,
para servir a ellos como a vosotros de juicio y de condenación, cuando
se lamentará delante del tribunal soberano, de la injurias que le
causaron, transformando sus hábitos de gloria en hábitos de
luto y de indigencia. Dado que ella habrá patrocinado aquí
sobre la tierra la causa del amor, el propio amor defenderá a su
vez la causa de esta Iglesia ante el juicio eterno del que sus ministros
habrán suscitado los temibles actos de justicia. Pensad cuan terribles
serán estos actos de justicia, pues serán los del amor ultrajado
y herido hasta en su misericordia.
Si estos juicios futuros os asustan, si por desgracia deberíais dirigir
a vosotros mismos cualquiera de las reprensiones de las que hablamos, retornad
lo más rápido posible a los caminos de vuestro sublime ministerio
y prevenid aquellos terribles actos de justicia de los que están
amenazados los apóstoles de la mentira que frecuentemente se encuentran
sentados sobre la cátedra de la verdad. A ellos se dirigía
David, Salmo 94(93):20: "¿Se juntará contigo el trono
de la maldad que hace el agravio en forma de ley?" A estos se dirigía
Sofonías hablando de los crímenes de Jerusalén (3:3):
"Sus príncipes son, en medio de ella, leones rugientes; sus
jueces son lobos nocturnos que no dejan ni un hueso para la mañana".
¿Qué hicieron aquellos ministros engañadores para alcanzar
tal injusticia? Comenzaron por cerrar los ojos sobre la santidad de nuestra
naturaleza, que nos llamaba a ser las señales y los testimonios del
Dios de la paz del universo, y aún más cerraron los ojos sobre
la terrible sentencia que envuelve a toda la raza humana en el humillante
significado de Ecce Homo. Por tanto, no percibieron más aquel río
de amor sobre el cual les habían establecido su ministerio para saciar
a las Naciones.
Sus inteligencias ofuscadas no reconocieron más las confirmaciones
de la verdad reportadas en todas las líneas de la Sagrada Escritura.
Consecuentemente, no pudiendo explicar las Escrituras con la única
y verdadera llave justa, se esforzaron en explicar primero con la llave
falsa de su ignorancia, después con la de la ambición y finalmente
con aquella de las pasiones. Los ministros se volvieron así los exterminadores
de nuestras inteligencias, y según Isaías 5:20: "Al mal
llaman bien y al bien llaman mal, transforman las tinieblas en luz y la
luz en tinieblas, mudan lo amargo en dulce y lo dulce en amargo". Éstos
siempre, según el mismo profeta 5:18: "se apegan a la iniquidad,
arrastrándola con las cuerdas de la mentira y el pecado con los tirantes
de un carro. Estos son "los opresores que saquean al pueblo.......
tus conductores te desencaminan, tuercen las veredas en que debes andar"
(3:12).
En vano, dice Jeremías: "querían justificar su conducta
para retornar a la gracia del Señor, porque estos mismos enseñaron
a los otros el mal que hicieron, pues fue encontrada en sus manos la sangre
de aquellos que asesinaron". Estos atacaron la verdad hasta en su santuario,
que es el pensamiento del hombre y el verdadero depositario al cual deben
responder.
Capítulo IX
Vosotros hombres de paz, hombres de deseo, no os descorazonéis. Existen
entre los ministros de nuestro Dios, hombres que aún siguen los caminos
de los verdaderos Profetas, la santa caridad de nuestro Maestro y las iluminaciones
de sus Discípulos.
Unid vuestro destino a estos hombres elegidos cuya beatitud consiste en
haber fielmente respondido a su elección. Éstos os conducirán
por los humildes caminos de Ecce Homo, a la regeneración que es el
objetivo de vuestro destino de origen.
Lejos de conduciros por los caminos del despotismo y de la tiranía,
os dirán que todos nosotros tenemos un cordero por Maestro y que
solamente cuando nos volvemos corderos como Él, nos reconocerá
como sus discípulos y como sus hermanos.
Lejos de cavar delante de vosotros precipicios de tinieblas y de ignorancia,
os dirán que el alma del hombre está hecha para abrazar en
su pensamiento todas las obras que el origen de las cosas generó
desde su seno. Pues si es verdad que el hombre debe ser el testimonio universal
de Dios, ¿cómo podrá identificarse en tal papel, sin
tener el conocimiento y la visión de todos los hechos a favor de
los cuales está encargado de atestiguar?
Lejos de dejaros adormecer en una funesta letargia, y de presentaros como
una empresa fácil cumplir vuestro alto destino, os dirán que
podeis ser testimonios de vuestro Dios, solamente cuando fuereis verdaderos
y confirmados en la justicia. Os citarán como ejemplo los tribunales
humanos donde se hace jurar, a los testigos, para decir la verdad, pero
donde no se reciben, como testigos, a personas difamadas; instrucción
simple pero profunda que puede ampliar vuestra visión ya sea sobre
vuestra naturaleza primitiva como sobre la identidad de vuestros deberes.
Lejos de delinearos la regeneración del hombre como fácil
de conseguir, os dirán que la obtendréis solamente alimentando
vuestro espíritu diariamente con el pan de la aflicción, como
los Israelitas comían el pan ácimo para prepararse para sus
solemnidades, y como enseña la siguiente recomendación dirigida
a los primeros cristianos en la carta a los Corintios, I Corintios 11:26:
"Todas las veces que comáis este pan y bebáis esta copa,
la muerte del Señor anunciáis hasta que Él venga".
Os dirán que en nuestro interior más profundo, existe un hombre
exterior más bien peligroso para nosotros y mucho más difícil
de derrotar que el hombre material. Os dirán que procederéis
en el camino rumbo a la regeneración, solamente cuando sintiereis
desprecio contra aquel hombre exterior en lugar de murmurar contra vuestros
semejantes.
Es necesario exponer aquí una nueva verdad útil y fundamental.
Si los hombres analizasen su propia conducta y las murmuraciones de unos
en relación con los otros no habría una sola reprensión
dirigida a sus semejantes, de las cuales éstos no fuesen culpados.
De hecho, ¿quién es aquel que no comete la imprudencia de
censurar a las personas que lo circundan? ¿Quién puede decir
que esta imprudencia no sea la verdadera fuente de las faltas de aquellos
de los cuales se lamenta y de las injusticias que de ellos recibe? Además,
¿quién de nosotros, colocado frente a si mismo, se considera
irreprensible bajo todos los aspectos, quién llenó la medida
de los dones que les fueron concedidos y de los deberes que les fueron impuestos,
para poder superar todos los obstáculos, para manifestar las virtudes
divinas, y de estar tan ligado al Señor para operar en calidad de
su justo y potente instrumento? Si no alcanzamos este punto, no debemos
censurar a los demás hombres por las cualidades de las cuales están
privados, pues era nuestro deber colmar sus deficiencias con el desenvolvimiento
de todas las facultades de nuestro ser.
Asimismo, si la negligencia y la codicia fueran el fundamento de los diversos
actos de nuestra conducta debemos imputarnos a nosotros mismos las consecuencias.
Ahora dado que estos males son casi universales, en vez de declamar contra
las injusticias, incoherencias y acciones desagradables de nuestros semejantes,
debemos golpear diariamente en el pecho, pedir recíprocamente perdón
y confesar públicamente unos a los otros que la causa de todos los
errores de los que nos lamentamos, debe ser atribuida a nosotros mismos.
Por tanto para retornar al orden de la justicia y de la verdad cada palabra
de cualquier componente del género humano debería ser una
continua confesión general. "Confesaos vuestras ofensas unos
a los otros" dijo Santiago (5:16).
Lejos de querer someteros a su opinión, los verdaderos ministros
de Dios (los que aún existen) procederán siempre, colocándose
a si mismos aparte, para permitir que brille la única llama que nos
debe guiar. Tomarán por ejemplo, al príncipe de los apóstoles
que a pesar de haber escuchado lo que fue dicho al Reparador en la montaña
santa: "Este es mi hijo bien amado en quien tengo complacencia, escuchadlo",
no quería que nos basásemos solamente sobre las instrucciones
que él comunicaba, y no temía al añadir: "Tenemos
también la palabra profética más segura, a la cual
hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar
oscuro, hasta que el día amanezca y el lucero de la mañana
salga en vuestros corazones
pues nunca la profecía fue traída
por voluntad humana
"
Vuestros instructores os colocarán en guardia contra todas aquellas
manifestaciones en las cuales agentes particulares se presentan como necesarios
para la salvación de las almas y para la renovación de la
tierra. Así encubriendo el culto del único agente que debemos
seguir, habiendo en si mismo consumado todas las cosas, pues todas las profecías
sobre la regeneración fueron expresadas en Jesucristo, y por tanto,
no resta otra cosa por cumplir que las profecías en torno al juicio,
esto es aquellas sobre la recompensa y la condenación.
Lejos de prometeros una paz segura, después de vuestra liberación
carnal, seréis llamados a este juicio, los hombres electos os dirán
que si no habéis testificado en favor de nuestro origen o de nuestra
primera revelación - la que iluminó a los seres perdidos más
divinamente que las revelaciones de la naturaleza y del espíritu
- deberíais ser obligados a dar otros testimonios en favor de todos
los demás vínculos que el amor y la misericordia no cesaron,
incluso después del antiguo pecado, de querer llegar a vosotros,
para ofreceros la traducción fiel de aquel texto original que vosotros
no podíais leer más.
Os dirán que seréis juzgados en base a aquellas primeras relaciones
con la Divinidad, pues las sucesivas alianzas poseen también sus
testimonios, y el objeto de estos testimonios es el castigo de todos aquellos
que son legítimamente culpados.
He aquí por qué la aparición de Moisés y Elías
reviste gran importancia y aumenta el peso de la condenación de los
judíos. Estos dos profetas atestiguaron sobre dos hechos de los cuales
fueron testigos oculares: Moisés de la publicación de la ley
y la promesa del pueblo de adecuarse a ésta. Elías de la prevaricación
del pueblo infiel, y de los favores distribuidos por parte del cielo en
favor de este mismo pueblo en el momento de la desesperación.
En el final de los tiempos estos dos profetas retornarán y estarán
al lado del gran Juez. Allá traerán cada uno un doble testimonio:
la promulgación de la primera y de la segunda Ley, o de las dos alianzas,
y del abuso que de ellas hicieron los hombres. Entonces, ¿cómo
podrán los judíos y todos los demás hombres resistir
la doble declaración de estos dos testigos?
Al mismo tiempo, los hombres tendrán en su contra los testimonios
de todas las manifestaciones de la naturaleza aunque éstos hayan
usado de ellas, y que habrán mostrado sensiblemente a los hombres
las maravillas emanadas continuamente de la magnífica manifestación
de la vida. Tendrán en contra suya las abundantes espigas que las
Sagradas Escrituras hicieron brotar en el ánimo de los justos que
las escucharon, analizaron y siguieron. Las Escrituras de hecho son una
Santa simiente que Dios colocó en la tierra de los hombres, o sea
en su alma, y de la cual la Sabiduría espera cada día una
cosecha para nutrirse. Dado que el hambre de esta Sabiduría aumenta
inconscientemente en proporción a la privación en la cual
la negligencia de los hombres la constriñe, ésta rechazará
en el momento del juicio final a aquel que no supo sustentarla, y le opondrá
el testimonio de la cosecha que el alma de los justos le haya provisto.
También los hombres tendrán en su contra los testimonios de
las propias injusticias de sus cosechas hechas de ilusiones y mentiras.
Así todo aquello que debería sustentarlo servirá para
condenarlo, ya sea lo que de éste procede, ya sea lo que vendrá
de la naturaleza, así como lo que vendrá de las dos Alianzas
y finalmente del fruto de la cosecha de los justos.
Por otra parte, no existe ningún hombre en particular a quien no
se puedan dirigir estas terribles verdades, pues no existe ningún
hombre en el cual estas verdades no puedan realizarse.
Despertad pues hombres imprudentes y displicentes, temblad y orad para no
ser sorprendidos por la declaración de tantos testigos, y de los
justos reclamos de la Sabiduría en el momento de la cosecha. Porque
resonará entonces sobre vosotros aquel terrible Ecce Homo, y no será
más para abriros la puerta de la penitencia. Aquella puerta ya fue
abierta por Aquel que vino para conferiros este nombre. Este nombre será
pronunciado para aplastaros bajo un severo juicio en la profundidad del
abismo.
Si no existe ningún hombre en el cual no puedan realizarse todas
estas importantes verdades, convenceos por tanto - hombres de paz, hombres
de deseo, que cada individuo nació para ser testigo de todas las
demás obras realizadas por la Sabiduría eterna en favor de
aquel ser estimado que es su imagen. Convenceos que cada uno de nosotros
debería ofrecer un testimonio activo de los dones y de los favores
que esta Sabiduría derrama continuamente sobre la tierra, y nosotros
debemos testimoniar, activa y concretamente, en favor de todas las alianzas
que Dios contrajo con nosotros desde el origen de las cosas. No debemos
demorar en cumplir una obligación tan importante. Debemos al contrario,
temer salir de este mundo antes de haber sido realmente testigos de los
pactos supremos que esperan nuestra declaración y nuestro testimonio
efectivo y demostrativo. Debemos temer por no haber satisfecho las condiciones
que podíamos, antes de comparecer ante este tribunal superior, donde
se efectúa una relación fiel de todos los testimonios que
fueron prestados a la eterna y serena generosidad de nuestro Dios. No dejemos
de considerar que cuando descendimos de nuestro lugar sublime, arrastramos
todo con nosotros en nuestra funesta e ilusoria apariencia, y consecuentemente
estamos siempre en condición de reencontrar todo cuando entramos
en los caminos que siguieron a nuestra caída y que no cesan de colocarse
delante de nosotros. No bastaría que el Reparador hubiese llevado
por nosotros ante los ojos de todos, el título humillante de Ecce
Homo. No serían suficientes todos aquellos tesoros de iluminaciones
y de valores que abrió para los hombres con sus enseñanzas
y con su ejemplo. Él hubiera realizado solamente la mitad de su objetivo,
el gran objeto de nuestra regeneración, si hubiese actuado solamente
sobre la superficie terrestre en la cual habitamos, y en los lazos de su
forma material.
Pero luego de haber permitido inmolar aquella forma, que es la verdadera
señal de nuestra prevaricación, y la envoltura del Adán
prevaricador, subió a las regiones superiores circundado por una
forma pura; cuando del seno de aquella forma tan santificada, fue confirmada
la elección de los apóstoles, a los que había sido
dado el encargo de apacentar sus ovejas y de difundir la Buena Nueva; cuando
en fin fue enviado de lo alto de su trono celeste el Espíritu Santo
que debía enseñarles todas las cosas y cuando se verificó
esta predicación por intermedio del don de las lenguas, no faltaba
más nada al cuadro de la historia universal de la humanidad que el
divino Reparador vino a exponer ante nuestros ojos.
Hombres, mis hermanos que podeis leer en este Reparador la historia universal
del hombre, ¿qué agente puede enseñaros otra cosa?
¿Dónde podeis alcanzar las enseñanzas que esta fuente
no haya presentado? Si después de habernos mostrado en su persona
la ejecución de aquella detención rigurosa que nos condenaba
a portar ignominiosamente, pero humildemente, el título de Ecce Homo,
Él llevó completamente a término su obra. Nos mostró
como, siguiendo sus pisadas y los caminos que nos abrió, podemos
estar seguros de ascender nuevamente un día en dirección a
las regiones de la luz, y se dirá de nosotros gloriosamente a nuestra
llegada en los planos superiores, aquello que se dijo a nuestro origen:
Ecce Homo. ¡He aquí al hombre, he aquí la imagen y semejanza
de nuestro Dios, he aquí la señal y el testimonio del principio
eterno de los seres, he aquí la manifestación viviente del
axioma universal!