Ecce Homo

Por
Louis Claude de Saint Martin

Traducido de "Ecce Homo"
Milán - 1950
Por Konstantinos S.I., L.I.
Hermanubis - Cuba

Producción
Grupo Hermanubis


Capítulo I
Cuando en el campo de las ciencias exactas y naturales, nos enfrentamos con los axiomas, no nos preguntamos por qué estos son verdaderos; estamos convencidos que encuentran su respuesta en si mismos.
Tal sensación encuentra su razón de ser en la relación que existe entre la exactitud de aquellos axiomas y la centella de verdad que brilla en nuestra mente. Es como si nos encontrásemos frente a dos rayos de una misma fuente de luz que incluso pareciendo distantes uno del otro, se unen por su analogía y penetrándose se transmiten el calor y la luz recíprocamente.
Servirnos por lo menos de la verdad que los axiomas nos enseñan aunque parcialmente, puede ser importante para nosotros, pero la existencia de esos dos elementos esenciales que acabamos de conocer no puede determinar ni la exactitud del axioma ni la intensidad de la centella de verdad en nuestra mente. Ambos se presentan dotados de una vida natural propia sin peligros de impedimento y los dos rayos podrían separarse sin producir ningún efecto y no perderían su esencia y su carácter constitutivo. Un matemático pudiera encontrarse inmerso en el sueño; esto ciertamente no impediría la verdad geométrica de existir y ni el ingeniero de poseerla o servirse de ella en el momento oportuno.
Existe sin embargo, una filosofía que niega todo esto, porque no distingue en los seres la esencia como algo distinto de sus varias propiedades, porque se detiene en las simples modificaciones de las cosas y niega, o antes, condena abiertamente la existencia autónoma de los seres aparte de las impresiones. Queremos simplemente advertir sobre esto, sin detenernos en una discusión, a todos aquellos que no conocen esta filosofía y aseguramos, que encontrarán en si mismos la defensa de tales dudas. Pasemos adelante.
El alma humana, sea por un impulso propio, sea por una dádiva, se eleva al sentimiento íntimo del ser universal que abraza todo y produce cada cosa, al sentimiento de aquel ser desconocido que llamamos Dios. El alma no busca tanto el descubrimiento de axiomas particulares como darse cuenta de la verdad total por la cual se siente conquistada, ni de la viva alegría que la verdad le dirige; ésta siente que este gran ser o este gran axioma existe por si y que es imposible que no exista. Siente igualmente en si, a través del contacto divino, la realidad de la propia vida pensante e inmortal. No tiene más necesidad de indagar sobre Dios ni sobre si misma; y en el afecto santo y profundo que experimenta dice para si en un verdadero y particular éxtasis de seguridad:
- Dios y el hombre son seres verdaderos que pueden conocerse en la misma luz y amarse en el mismo amor.
¿Cómo puede el alma tener la sensación exacta de tales verdades inmutables? En virtud de la misma ley que manifestó a su mente la certeza de los axiomas parciales; esta siente la existencia inatacable del principio superior de su ser y de ella misma a través de la correspondencia y de las relaciones que existen entre estos. Pues sin esto, la convicción de la existencia de estos dos seres no podría alcanzarnos ni fijarse en nosotros, y si este fuego divino no encontrase en nosotros una analogía poderosa, nos atravesaría sin dejar ningún vestigio y ningún sentimiento de si.
Basado en la misma ley - que aprovechamos o en los tesoros de verdad revelados del contacto divino - el hecho posee indiscutiblemente una gran influencia sobre nuestras verdaderas satisfacciones, pero no tiene ninguna influencia sobre la existencia en si de los tesoros, ni sobre la existencia de la parte de nuestro ser que constituye su receptáculo. Así, la privación de este sublime sentimiento en las almas alteradas, y todos los pensamientos ilógicos que de ahí derivan, no pueden aniquilar ni el principio necesario y eterno de los seres ni la analogía divina que todos tenemos con este. Aquello que es puede ser confirmado y valorizado por medio de las señales o testimonios exteriores, mas no puede derivar de estos la propia realidad, por cuanto ésta es anterior, independiente y el existir de hecho la trae en si.
Este aspecto de lógica natural, clasificando los testimonios, no excluye sus privilegios. Aquello que es, no puede derivar la propia realidad de las señales y de los testimonios exteriores, pues tal realidad es anterior a estos. No es por tanto verdad, que en la esfera temporal en la cual estamos, sin ellos y sin su acción, la realidad del hecho no podría manifestarse fuera de si misma; y ni aquellas señales y testimonios exteriores pueden considerarse como indicadores seguros de la fiel expresión del tipo de realidad o del tipo de idea que se delinea en estos, para hacerse conocer. Esta ley, mal profundizada, dio lugar al error de los filósofos induciéndolos a confundir el medio con el principio, el órgano de la manifestación con la fuente de esta manifestación.
Ahora, puesto que percibimos que no existe una realidad que procura llenar la propia medida, debemos presumir que la inmensa cantidad de objetos que nos rodean tienen un amplio e importante objetivo, esto es: promover las realidades, cada una según el propio género y la propia clase, o si se quiere, testimoniar en favor de aquello que es y de cualquier manifestación suya. De hecho, es útil para nuestro pensamiento conocer los hechos y las realidades, y para nuestra alma enseñorearse donde crece el patrimonio de la existencia.
Incluso teniendo poca familiaridad con las obras ya publicadas sobre temas del género, es necesario reconocer que nuestro ser espiritual y nuestro ser físico, poseen algunas facultades relativas al importante alcance del conocimiento. En efecto, nuestros órganos materiales transmiten a nuestra animación sensible, la impresión de las formas y de las imágenes de todos los objetos que ante ellos se presentan, así como transmiten el sentido de las diversas propiedades de las cuales tales objetos están revestidos. Nuestra alma pensante enseguida, tiene la tarea y el poder de analizar todas aquellas propiedades, de considerar cual es el objetivo de la existencia de todos aquellos diversos objetos, cuando el fin le es desconocido. El alma pensante tiene el derecho de procurar en los objetos, la idea de la cual estos son la expresión, cuáles hechos estos atestiguan, o cuáles realidades manifiestan; y todos nosotros debemos admitir que no estamos real y completamente satisfechos, sino cuando, nuestro pensamiento se alegra en conocer el fin último de los objetos; así como nuestro ser sensible se alegra con las impresiones que recibe de las diversas propiedades de los propios objetos: nuevo motivo para convencernos que todos los objetos son la expresión de una idea. De hecho, ¿cómo podrían estos, conducir nuestra inteligencia a este objetivo luminoso y de satisfacción, si no hubiesen ellos mismos por así decir, descendido del mundo de la luz o del mundo de las ideas?
¿Por otro lado, los hábitos más comunes entre los hombres no nos iluminan sobre la gran verdad, que todos los objetos que nos circundan son la expresión de una idea? ¿Todas las invenciones de las cuales se sirven los hombres hoy en día para las propias necesidades, para los propios placeres, para la propia comodidad, no portan en si el carácter de la idea a la cual deben el mismo origen? ¿Un libro no es tal vez la señal del proyecto de un hombre que decidió representar los pensamientos propios en un único órgano? ¿Un carruaje no es la señal de la intención de un hombre de hacerse transportar rápidamente y sin fatiga? ¿Y también la casa no representa la exigencia de obtener una vida cómoda protegidos de las intemperies?
Atestiguamos por tanto, que la Sabiduría suprema tenía también ideas y planos en sus obras, como nosotros tenemos en las nuestras. Esta, aparte de eso, es con certeza más fecunda y más inteligente que nosotros. Por tanto sus obras, si conociésemos el espíritu, tendrían la sublime ventaja de dirigir a nuestro pensamiento y nuestra alma satisfacciones más vivas que aquellas que dirigen a nuestra vista mostrándonos la pompa de su magnificencia exterior y de la rica mas regular variedad de sus formas. Acreditamos al mismo tiempo, que el objetivo de la Sabiduría suprema es el de aplicar nuestro ser en la búsqueda de los propios planos, multiplicando bajo nuestros ojos, la inmensidad de objetos diversos. De hecho, si es verdad que cada realidad procura hacerse comprender y manifestarse y que no puede hacerlo sino con sus señales y con sus testimonios, facilitaremos y ayudaremos esta manifestación interrogando cuidadosamente los testimonios y las señales, recogiendo con cuidado aún mayor sus indicaciones.
Pero entre todas estas señales y estos testimonios, ¿quién más sino el hombre podría ser más digno de nuestra atención, y revelarnos las mayores verdades? ¿Quién más nos ofrecería indicios más significativos? ¿Quién más dejaría correr delante de nosotros los numerosos ríos de fuego que parecen brotar vivamente de su pensamiento y de su corazón y que nos lo muestran, por así decir, como sentado sobre el trono de todos los mundos para juzgarlos y gobernarlos bajo los ojos del Soberano invisible, el único ser que el hombre encuentra por encima de si?
Todas las demás señales que componen el universo no nos son ofrecidas, dada la fragilidad que las caracterizan y sus sorprendentes disparidades, sino como tantos otros reflejos pasivos y parciales de potencias espirituales y secundarias de la divinidad.
El hombre, por el contrario, aparece colocado bajo el aspecto de la propia divinidad, se presenta destinado a reflejarla directamente y por consecuencia la hace conocer completamente. Por tanto debemos buscar más extensamente de cuál hecho, de cuál realidad él es llamado a ser el depositario y el testimonio delante de todos los seres, pues reconocemos en él la expresión parlante del principio eterno, y la irrecusable analogía que liga los seres unos a los otros. De hecho, entre todas las criaturas él representa la señal activa del axioma total, o la más amplia manifestación que el pensamiento interior divino haya emanado.
Si el hombre es el único ser enviado como testigo universal de la universal verdad, recojamos por tanto sus testimonios, no lo abandonemos sino después de haberlo cuidadosamente interrogado, y confrontado consigo mismo, con el objetivo de establecer los diversos esclarecimientos que podemos recibir de sus diversos testimonios.


Capítulo II
Los principales testimonios del hombre consisten en el hecho que, siendo él evidentemente un santo y sublime pensamiento de Dios, aunque no sea "El Pensamiento de Dios", su esencia es necesariamente indestructible; ¿porque cómo podría un pensamiento de Dios perecer?
En segundo lugar, a través de la vía del pensamiento que le es propia, Dios ama profundamente al hombre; ¿cómo podría no amarnos, como podría no amar su pensamiento? ¡Nosotros mismos nos deleitamos con nuestros pensamientos!
Y aún (y este es el más importante testimonio que nos ofrece el hombre), si el hombre es un pensamiento del Dios de los seres, podemos contemplarnos sólo en Dios y comprender a Dios y a nosotros mismos, sólo en su esplendor, pues una representación nos es desconocida hasta que no conseguimos vislumbrar el pensamiento de la cual ésta es testimonio y manifestación. Además, manteniéndonos alejados de esta luz divina y creadora de la cual debemos ser la expresión en nuestras facultades, como lo somos en nuestra esencia, seremos apenas testimonios insignificantes, sin valor y sin carácter.
Verdad preciosa, es la que demuestra por qué el hombre, al contrario aparece como un ser oscuro y es un problema tan complicado a los ojos de la filosofía humana.
Pero aún si conseguimos contemplarnos en nuestra sublime fuente, ¿cómo podríamos delinear la dignidad de nuestro origen, la identidad de nuestros derechos, y la santidad de nuestro destino?
Hombres pasados, presentes y futuros, todos y cada uno que representáis, un pensamiento del Eterno, ¿sabéis cuales serían vuestras esperanzas y vuestras felicidades, si todos los gérmenes divinos que os constituyen estuviesen en actividad y en desarrollo? Mas, si además de estos grandes privilegios vuestra suerte aún os prueba con disgustos y gemidos y os impide regocijaros, procurad al menos, haciendo reflejar sobre vosotros los rayos de vuestro sol generador, encontrar aquello que el hombre fue en una época, que para vosotros transcurrió, pero cuyos testimonios presentes atestiguan que no os fue siempre extraña.
El hombre puede no ser más aquel que fue un tiempo, pero puede siempre apercibirse de aquello que debería ser en el futuro. Puede siempre sentir la inferioridad de la propia sustancia perecedera y material, que tiene sobre él solamente el poder pasivo de absorber las facultades en la confusión y en la opacidad de que es susceptible, en cuanto el ser humano tiene el poder activo de hasta crear múltiples facultades que no habría nunca tenido por naturaleza y sin la voluntad del hombre.
Aquí justificadamente presentamos tal diferencia en relación con el hombre empírico; ésta es muy importante para no reconocer en vosotros las señales de la antigua dignidad y de la supremacía del pensamiento. Tal diferencia, quiero decir, podría conducir al hombre más a lo alto y demostrarle que las verdades interiores son mucho más instructivas que las verdades geométricas; de hecho estas últimas se fundamentan solamente sobre la superficie, mientras que las otras nacen del centro interior y permiten entrever la profundidad.
Por tanto, persuadidos de esto, nos remontamos a nuestro origen. Penetramos, con nuestra actividad interior, hasta el estado en el cual pudiéramos descubrir si la influencia creadora de nuestra fuente suprema actúa en el ámbito de nuestra actual existencia, y si ésta transmitió a nuestra naturaleza todos aquellos principios de orden, de perfección y de felicidad, que sentimos deben residir eternamente en el Ser soberano del cual descendemos. ¿Todos estos gérmenes divinos, una vez formados en nosotros, no traerían consigo el don de una vida potente y eficaz? ¿Nuestra inteligencia no sería por ventura continuamente generada por el soplo de estas innumerables y eternas fuentes de vida que le darían existencia y luz? Nuestra capacidad de amar sería colmada de la viva y dulce universalidad de nuestro Principio originario y no dejaría ninguna laguna en nuestro afecto sublime y en nuestro impulso de santa gratitud para con Él.
Algunos quisieran hacer remontar nuestro origen a dos épocas anteriores al estado en el cual se encuentra el hombre hoy; evidentemente, para alegrarse con la idea sabia y consoladora de que el mal primitivo no era eterno, y para dejar a Dios la gloria de haber ejercitado el sublime privilegio que poseía, de generar todas sus criaturas en la plenitud de la alegría y de una felicidad sellada por cada penosa función y por cada lucha peligrosa. Los que sustentan tal hipótesis afirman que en la primera de tales épocas, dado que el mal aún no existía o en otros términos, ningún ser se había todavía separado del plan divino, nuestras alegrías no tenían entonces necesidad de realizarse más allá de nuestra existencia. De hecho, si estas se hubiesen realizado, esto habría significado el engrandecimiento sin fin do yo en el infinito, la única cosa real para nosotros. Habríamos así conseguido expresar nuestra felicidad y nuestro amor, en continua ascensión en dirección a nuestra Fuente, que nunca habría cesado de inclinarse amablemente en nuestra dirección. No tendríamos necesidad de manifestarnos directamente, pues a nuestro alrededor, todo estaba completo y la Verdad llenándolo todo por si misma, nos miraba como adoradores eternos, sin usarnos como sus símbolos y sus testimonios. Todos los seres por fin, tendrían la alegría de la visión y de la presencia de la Verdad absoluta, y nada faltaría para la plenitud de sus afectos y de sus esperanzas, teniendo la visión de la inmensidad y de la infinita actividad divina.
Si dirigimos nuestra mirada a un orden de cosas tan elevadas, contentémonos aquí en contemplar el momento de nuestra misión en el universo. Nos detendremos por tanto sobre la segunda época de nuestro origen, la más próxima a nuestra actual condición. De hecho, estando la primera época tan alejada de nosotros no tendríamos ni la menor idea de su existencia si la segunda no funcionase como su intermediaria.
En tal segunda época, que iremos a considerar en este caso como nuestra existencia primitiva, recibimos los caracteres de los símbolos y de los testimonios de la Divinidad en el Universo, y nos fue dada toda la potencia y todo el esplendor divino conforme al destino sublime de nuestra cualidad espiritual y la nobleza de los derechos divinamente concedidos para cumplir tal objetivo. ¿Por tal motivo de hecho, fuimos apartados del ámbito de la inmensidad divina, en calidad de señales y de testimonios, sino para repetir en el lugar donde la suprema Sabiduría nos envió, aquello que acontecía en el círculo divino del ser?¿Y cómo podría existir una zona separada y particular, si algunos seres, turbando el propio equilibrio, no hubiesen prohibido el acceso al espacio universal, dado que el principio de la Unidad procura inundar todo por su naturaleza, y visto que el mal no puede ser más que la concentración parcial de un ser libre y su abstracción voluntaria del reino de la universalidad?
Así como en el orden eterno de la inmensidad divina, Dios basta a la plenitud de la contemplación de todos los seres, nosotros, en el momento en que recibimos una misión individual y una existencia separada de Él, podríamos representarlo y ser sus señales y testimonios, solamente mostrando, con nuestra dimensión, la imagen más tenue de Dios, para los seres que, concentrados en la propia existencia, habrían perdido de vista la presencia divina, y estarían encerrados en la atmósfera particular de su error.
En este ámbito debía manifestarse de nosotros mismos, en el momento de nuestro origen, todo el plano válido para el andamiaje de nuestra obra. Era necesario que explicásemos los pensamientos vivos y luminosos, las virtudes vivificantes y las acciones eficaces, para poder ser los representantes del supremo Autor de nuestro ser. Cuanto más profundizamos la analogía que reconocemos entre el alma humana y su eterno Principio, tanto más sentiremos que, siendo Dios la fuente radical y primitiva de todo lo que es perfecto, no podríamos haber derivado de Él, sino dotados de aquellos sublimes caracteres que hemos apenas delineado, y de lo cual nuestros flacos pensamientos, cuando sanos y regulares, nos representan incluso hoy algunas imágenes.
La divinidad de hecho, no habría escogido el propio pensamiento, si no tuviese como objetivo reflejarse en nosotros, con toda su majestad.
Los trazos de este sello sagrado, que caracterizan el "ánimo" del hombre, resisten eternamente a todos los poderes destructivos. A pesar de la vastedad del tiempo, a pesar de la espesura de las tinieblas, todas las veces que el hombre contempla sus relaciones con Dios, encontrará en sí los elementos indisolubles de su esencia original y los indicios naturales de su destino glorioso. Sentirá que según este destino glorioso, una fuerza potente y temible nos fue conferida para someter a la autoridad divina a aquellos que pudieran desconocerla. Si continuásemos unidos a nuestro ser, nada nos habría sustraído tal potencia, si no la hubiésemos liberado por nosotros mismos. Sentirá aún que tendríamos dominio sobre nuestro imperio, después de haberlo subyugado, y estaríamos ornados de todos los carismas necesarios para anunciar en todos los lugares nuestra legítima soberanía. Sentirá además de eso, que estábamos sobriamente vestidos para volver aun más majestuosa nuestra presencia y para que todas las zonas en nuestro dominio sujetas al esplendor que nos circundaba, pudiesen ofrecernos el testimonio de respeto y sumisión, debido a la misión divina confiada a nosotros por la mano suprema. Hoy, el único medio para que el hombre pueda representarse en su antiguo estado, es considerar las frágiles señales que su mente pueril substituyó sobre la tierra: la espada de los conquistadores, los cetros, las coronas, la pompa que circunda a los soberanos y la respetuosa dedicación de sus súbditos. Podrían encontrarse todavía algunos trazos deformes de nuestros títulos originales, pero jamás recuperarles la función potencial.
Pero si es aun posible para el hombre encontrar en si mismo y en las imágenes pasajeras de la potencia convencional y terrestre, los vestigios de aquello que él pudiera haber sido, le es más fácil probar la dolorosa distancia de aquel destino glorioso; y si tiene aun indicios de sus derechos primitivos, tiene también pruebas mucho más numerosas de que estos indicios no están más en su poder.
Es inútil aquí corroborar con otras demostraciones la degradación de la especie humana; es preciso ser desorganizado para negar esta degradación que es evidentemente constatada por los suspiros con los cuales el género humano llena continuamente la tierra, y la idea radical de que el Autor de los seres coloque todas sus producciones en sus elementos naturales. ¿Entonces por qué estamos tan alejados del nuestro? ¿Por qué incluso siendo activos por naturaleza estamos como que sumergidos y somos arrastrados por las cosas pasivas? Los hombres tienen el derecho de buscar donde deseen las causas de esta real y aflictiva desarmonía excepto en el capricho y en el rigor de nuestro Principio soberano, cuyo amor, cuya Sabiduría y justicia constituyen el baluarte perenne contra nuestras murmuraciones.
Por otra parte, ocupándonos aquí solamente de las consecuencias y no de las causas de esta degradación, pretendemos dirigirnos solamente a aquellos que no le niegan la existencia, y que a pesar de las dificultades que afrontan para explicar el mal y su origen, juzgan, sin truncar negativamente la cuestión como hace la filosofía imprudente, estar más satisfechos con una verdad difícil y oscura de cuanto lo estarían con un absurdo evidente.
Los principios de la sana justicia, inmortales como nuestra esencia e igualmente tal esencia, siempre permanecerán en nosotros, si bien con mucha frecuencia no los aplicamos justamente, nos enseñan en que cosa nos transformamos por nuestra culpa, y nos muestran que satisfacciones tal justicia exige de nosotros.
Comienza aquí a aclararse el título de esta obra y el sentido de estas dos palabras "Ecce Homo".


Capítulo III
Si hubiésemos permanecido fieles a nuestro santo destino, deberíamos manifestar todos y cada uno, según el propio don, la gloria del Principio eterno. Pero sin sombra de duda, debemos reconocer no haber observado la ley suprema, considerando nuestra actual miseria y simultáneamente el hecho que el Autor de la justicia no podría abandonarnos injustamente en un estado de sufrimiento y de privación. El abuso de nuestros privilegios nos condujo a una manifestación opuesta a aquella solicitada a nosotros, de esto deriva por tanto, que al contrario de ser testimonios de gloria y de verdad somos solamente testimonios de deshonra y de falsedad.
Puesto que hoy toda la familia humana participa de la misma retribución, como en un tiempo participó de las mismas recompensas, cada individuo debería ofrecer una señal particular de la humillación actual como ofreció una señal particular de potencia en el orden triunfal, según el don que le competía. Pretendo decir que cada uno debería ofrecer una señal particular de la pobreza y de la privación a las cuales la justicia suprema nos sometió en el mundo inferior; a fin que en presencia de una señal tan diferente de aquella que deberíamos manifestar, se pueda decir de nosotros con insulto y escarnio: Ecce Homo: He aquí al Hombre será nuestro título degradante y nos recubrirá de humillación develando los frutos amargos que el horror sembró en nosotros, mientras que deberíamos brillar en la gloria si nuestro nombre hubiese conservado su auténtico carácter.
Es suficiente dirigir la mirada a la condición de los hombres sobre la tierra, para juzgar la importancia de tal justicia.
¿Quién de nosotros no pagó de un modo o de otro el propio tributo de humillación? ¿Dónde está nuestra fuerza? ¿Dónde está nuestra potencia? ¿Dónde está nuestra luz? ¿Excepto la indigencia, el desorden y la dolencia, cuáles otros testimonios representan hoy nuestras diversas facultades? ¿Todas las influencias que ejercitamos a nuestro alrededor, no son tal vez solamente influencias letales? ¿Existe tal vez un solo hombre sobre la tierra que no esté en condiciones de ofrecer una o más señales de esta pesada reprobación?
¡Oh! hombre si no estás aún tan consciente para derramar lágrimas sobre tu miseria, por lo menos no te lances hasta el punto de juzgarla un estado de felicidad y de salud. No permitas dejarte llevar por la seducción de los mitos. No te comportes como una criatura enferma que para de gritar porque se distrajo con el ruido de un juguete que se le agita frente a los ojos, y se calma, como si no debiese temer más el mal, momentáneamente tranquilizado por la fascinación del juguete. Tu mente se detendrá por poco sobre las ilusiones que te distraen del mal; mas éste no tardará en hacerse sentir, y tú, ¡Oh! hombre, asustado por el peligro que te amenaza, descubrirás con que justo fundamento la Sabiduría procura colocarte en guarda contra tus males exhortándote a sanar.
No obstante, a pesar del rigor de las leyes que la justicia nos impone; las consecuencias de nuestra condenación, se tornarían mucho más soportables una vez reconocida la suprema equidad de nuestro Juez. Se trata de reconocer la bondad de sus reales intenciones a nuestro respecto y de resignarnos voluntariamente a la inevitable potencia de sus decretos.
Algunas ventajas inmediatas se derivarían del ejemplo mutuo naturalmente ofrecido por los individuos. El estado enfermo, débil y tenebroso de nuestros semejantes, sería para nosotros un medio visible de instrucción citando continuamente a nuestra mente la degradación de la familia humana.
Por otra parte retribuiríamos a los demás el mismo favor ofreciendo a sus ojos un espectáculo análogo. Así representando unos a los otros el reflejo del pecado y de la humillación común, estaremos todos en condición de reconocer la iluminada justicia de la sentencia que atraímos sobre nosotros; será éste el momento inicial de nuestro proceso de regeneración que procura avivarnos la Sabiduría suprema. Esa es la única escala que puede llevarnos al soberano Principio del amor del cual recibimos forma, y que nosotros mismos fuimos forzados a excluirnos de los dominios que nos había confiado.
¡Oh! Valientes hombres de las letras, servíos de vuestra elocuencia, para delinear con colores persuasivos y estimulantes el cuadro instructivo de la familia humana, el estado en el cual los individuos representan unos para os otros otras tantas lecciones vivientes.
La visión de la miseria común, suscitará entonces en los individuos unos horrores saludables de si mismos y un interés apasionado por la rehabilitación de todos los miembros de esta gran familia. Mostradles en el acto de nutrirse con el pan de las lágrimas, en cuanto se observan unos al lado de los otros, el silencio triste del dolor, sin interrumpirlo sino para hacer percibir el ritmo acosante de la expiación, con el fin de que el hombre pueda decir del hombre: - Hermano, fundamos sobre una falsa humanidad el reino de la muerte y éste nos abraza ahora con sus tinieblas. No escondamos tal hombre de mentira, manteniéndolo aún encerrado en sus desgracias y en sus bajezas; procuremos hacerlo emerger a lo abierto a fin de que el viento vivo lo penetre hasta la raíz, y el reino de la muerte estremecido en sus fundamentos, pueda retroceder y perderse en el fondo de sus propios abismos.
Pero el hombre está bien lejos de ofrecer un espectáculo similar, ni de postrarse de frente a la irrevocable justicia que no cesa de sonar sobre él; el mismo principio de desorden que nos hizo decaer de nuestra dimensión original, nos persigue, nos acompaña y todavía anima nuestra degradada existencia. Como nos enmascaró la fuente mortal de nuestro extravío, así éste disimula, día tras día, los frutos y las consecuencias. El único objetivo de tal principio destructivo, es el de prolongar la existencia del fundamento del mal con el fin de que, perpetuando nuestra ilusión, éste pueda perpetuar el propio reino, que infelizmente para nosotros, se fundamenta solamente sobre nuestros desengaños y sobre nuestras tinieblas. Aquella fuerza engañosa nos persuade de que siguiendo sus insinuaciones seductoras no nos degradamos; y ahora que la seguimos, ésta procura convencernos que no estamos decaídos y nos induce a persuadir de la misma forma a todos aquellos que nos rodean. En otras palabras, nos lleva a imponer la señal de nuestra específica condenación a nuestros semejantes, en lugar de confesarla junto con el tipo de privación que nos es impuesta. El mismo principio deteriorante tuvo la habilidad de aumentar la carga que nos agota, con las consecuencias de la propia degradación, y con los múltiples deseos que nos devoran y que nos ocultan el camino a seguir para llevarnos en dirección a la reintegración. Los hombres procuran por tanto, aparecer como si estuviesen efectivamente dotados de los dones que pertenecerían a nuestra verdadera naturaleza si todos no hubiésemos cavado un enorme abismo entre nosotros y la verdad. Los mismos se preocupan en ocultar la falta de virtudes, la carencia de talento, los defectos físicos y los defectos que derivan de los privilegios de algunas formas sociales y políticas. El ojo de nuestros semejantes se volvió para nosotros el único objetivo y el único incentivo para nuestras acciones y para nuestros movimientos. La superficialidad así nos desvía de la evolución, que representaba el objetivo de la Sabiduría, cuando, expulsándonos de su presencia nos exilió a todos en el mismo lugar. La continua ilusión al contrario nos lleva siempre más a la ruina y a la completa destrucción.
Por otra arte desearíamos aparecer a los ojos del universo, cual divinidad propia y verdadera. No habiendo conseguido tal empresa, no quisimos renunciar a ella completamente, y buscamos ser investidos del nombre sacro, por lo menos en la opinión de nuestros semejantes, y de impresionarles con nuestra superioridad, donde estén dominados, y puedan aludirnos con el dulce son de la palabra Ecce Deus, en lugar de irritarnos y cubrirnos de vergüenza con la degradante definición Ecce Homo.
En resumen, nos comportamos como aquellos seres lesos en todos los miembros, que aspiran aún a la belleza y a una vida normal, y procuran enmascarar la propia malformación con todo tipo de artificios, sin preocuparse por la fragilidad de los medios empleados con tal objetivo.
El sacerdote una vez privado de la verdadera potencia y de la verdadera luz, es obligado a transmitir una fe ciega en el carácter y en el fundamento, así como el filósofo y el orador suplen con los sofismas y con la formalidad de la elocuencia, la falta de los principios fundamentales necesarios para establecer el reino de la verdad. Siempre por tales razones, los legisladores exaltan los derechos de los pueblos y la potencia de las naciones, incluso sin tener claro los verdaderos fundamentos de la soberanía política. Al final también el hipócrita busca con disimulaciones y astucia, el buen nombre que no puede esforzarse en obtener con las virtudes; sin considerar aquí todos los abusos, todas las bajezas y todas las injusticias que afligen en todas partes a las asociaciones humanas.
Por tanto, nosotros los hombres adoptando medios desviados y corruptos, substituimos la saludable confesión de nuestro estado humillante, por el cuadro de una gloria que es solamente fruto de la mentira. En fin, la humanidad, en vez de buscar entre sus propios componentes consuelo recíproco, en su estado de prueba, no cesa de atraer males continuos.
De hecho, el empleo habitual de nuestros días es semejante a un sacrificio recíproco mientras que recorriendo el camino trazado por la conciencia de nuestra fragilidad podríamos recíprocamente encaminarnos en el bien.
Los caminos no naturales sobre los cuales el hombre se retarda diariamente terminan en continuas caídas y desilusiones; en vano son los esfuerzos que mantiene para destruir la humillante sentencia de la propia condenación; la hacen más vergonzosa para él, añadiendo nuevas perspectivas de decadencia a su degradación original. Aún inútilmente, siente que los medios de los cuales se sirve son apenas sugestiones y no tienen una base bastante profunda para poderlo conducir al verdadero objetivo. Todos estos remedios no teniendo en si el principio de la vida, son más nocivos para su espíritu en cuanto no lo son las sustancias a las que recurre para remediar las carencias de lo físico. No obstante esto, el hombre continúa persistiendo en el camino improvisado por su propia imprudencia, y continúa esperando que le sea cancelado el humillante título: Ecce Homo.


Capítulo IV
Independientemente de los medios comunes y generales de los cuales se sirven cotidianamente el error y la mentira para oscurecer la mirada sobre nuestro estado de miseria, y para engañarnos con esperanzas inútiles, el espíritu de las tinieblas descubrió otros instrumentos mucho más desviantes y funestos.
De hecho, los errores de los que ya hablamos, recaen más sobre el aspecto exterior del hombre y sobre sus características visibles, que sobre lo interior y espiritual. La simple moral entonces será suficiente para mantenerlo alejado de tales errores; éstos por lo tanto, incluso siendo causa de dolor, podrían hacer a lo máximo más difícil el camino de la vida. Por el contrario, los instrumentos de flaqueza de los cuales estamos por hablar, tienen el tremendo poder de trastornar al hombre a tal punto de no permitirle reencontrar la justa vía; aquí el sentido de la frase Ecce Homo se revela en un trágico llanto.
Nuestro estado primitivo nos permitía allegarnos a conocimientos superiores, y alegrarnos visiblemente con la vida del espíritu, revestidos con todo el esplendor de su luz. Nos confería también autoridad sobre los diversos habitantes de todo el mundo, hoy para nosotros ocultos por el denso velo de los elementos.
Después de nuestra caída, la Sabiduría, en un instante providencial, escogió un mortal cualquiera, aún envuelto en tinieblas, para hacerlo partícipe de tan grande privilegio.
Pero las mismas tinieblas se reanimaron en contraste con la presencia de tan grande luz, y buscaron tomarle el lugar, repitiendo los eventos de los cuales eran testigos, o incluso alcanzando el espíritu del hombre con los medios para engañarlo.
Las potencias oscuras de hecho, pueden leer contemporáneamente en los fértiles meandros de su pensamiento, un modo aún más válido y capaz de dirigir contra el yo aquel mismo pensamiento que debería constituir su guía, su apoyo, su certeza en un destino universal.
Las gracias superiores enviadas directamente de la Sabiduría a algunos mortales tenían una doble prerrogativa. Enseñaban igualmente la dulzura y la magnificencia de los dones ofrecidos a nuestra alegría, para hacernos comprender cuan absurda ha sido la negación en la cual tuvimos la imprudencia de sumergirnos. En tal espíritu, aquellos hombres privilegiados divulgan sus instrucciones a los otros seres.
Las obras generadas y corruptas de las tinieblas tienen por el contrario el objetivo de persuadir al hombre, de que goza todavía de todos sus derechos y de ocultarle el real estado de privación espiritual, que es la verdadera señal característica a la cual está ligada la definición Ecce Homo. En el conocimiento de tal privación está la condición indispensable de nuestra reconciliación con la Sabiduría. No basta apenas al hombre alejarse de su interior, para que los frutos de las tinieblas lo envuelvan y se mezclen a su actividad espiritual, Así como la respiración, si es contaminada por un aire malsano, sería sofocante e infecta por un miasma podrido por la corrupción. La Sabiduría suprema sabe bien cual es el estado de nuestros abismos y por tanto procura socorrernos lo más posible; frecuentemente, sin embargo, es obligada a retirarse en si misma, debido a la horrible desfiguración dada a sus propios mensajes. Si cualquier mortal tuviese suerte suficiente para probar la aproximación de tal Sabiduría y de poder divisar por la virtud de su luz la decadente materia de la cual estamos compuestos y la amargura con la cual la propia Sabiduría se aflige, conocerá, sea por experiencia o por analogía, cuales riesgos el hombre corre desde el momento en el cual se aleja de su centro interior para terminar en la exterioridad.
Los sabios intentan divulgar sus enseñanzas, con la máxima prudencia, y toman precauciones para que los tesoros de la verdad no sean enlodados por la corrupción que opera en los abismos del mundo. Éstos saben muy bien que la fuente de la luz reside en el centro interior e invisible, y que la razón por la cual el mundo procede así tan lentamente en dirección a los caminos consagrados del esplendor, es que éste se sirve solamente del instrumento de comunicación exterior y superficial, sin procurar fundamentarlo sobre raíces vivas, o sobre la Potencia interior, la única llama que puede reavivar todas las auténticas perspectivas de nuestra comunicación. De hecho, solamente en el interior, reside la Palabra viva y creadora.
Asimismo, frecuentemente el mundo olvida que las más preciosas verdades que le es dado conocer, según sus naturalezas, pueden ser expresadas solamente en el dolor y con el silencio, y que la boca física del hombre no es digna de enunciar como el oído físico no es digno de escuchar.
Por causa de su imprudencia transformada en hábito, el hombre se haya eternamente inmerso en los abismos de la confusión. Abismos destinados a volverse siempre más funestos y oscuros y a generar continuos estados de oposición. Colocado así en el centro de potencias múltiples y atemorizantes, que lo empujan y arrastran en todos los sentidos, sería verdaderamente un prodigio si el hombre consiguiese conservar en el corazón un soplo del cielo y en toda la espiritualidad una centella de luz.
¿Qué ventajas no ofrecemos, con nuestra liviandad, al Príncipe de las tinieblas, que intenta establecer su reino en la imitación de la verdad? Ciertamente procuramos abandonarnos lo menos posible a esta fragilidad secreta que nos induce a buscar fuera de nosotros el apoyo que podemos encontrar solamente en nosotros mismos: intentamos conservarnos, restableciendo nuestra cualidad de Seres naturales, verdaderos y simples como criaturas aún susceptibles para acoger los dones que de lo alto nos son concedidos. Pero, no obstante las varias misiones espirituales y divinas de las cuales podamos estar investidos, el Príncipe de las tinieblas nos lleva a adentrarnos siempre más en la espacialidad exterior.
Una vez inmersos en ésta, él nos retiene con la fascinación y con las alegrías que allá comenzamos a experimentar y que nos hacen rápidamente olvidar aquellas de la vida interior, las cuales son tan calmas y pacíficas así como las primeras son agitadas y turbulentas. Después de habernos retenido en la exterioridad física, nos induce a habitar con el veneno de nuestra propia contemplación y con el funesto instrumento del ojo de nuestros semejantes. Éstos, estando alejados como nosotros del propio interior, ejercen su influencia desviante sobre nuestras imprudentes manifestaciones, arrastrándonos a la oscuridad y la mentira, despertando finalmente en todos nosotros los instintos opuestos a los llamados de la simplicidad, de la tranquilidad y de la humildad, inalterables y durables, que nos habrían animado si con sabia precaución, hubiésemos hecho actuar nuestro interior y no estuviésemos alejados de éste.
Ciertamente el hombre no violaría la libertad del propio semejante, haciéndolo consciente de cuanto la verdadera obra del hombre está lejos de todos los impulsos exteriores. Como ya fue dicho, nuestro lugar en el mundo expresa el aspecto típico de la misma divinidad. Reposamos sobre una raíz viva que debe operar en nosotros todas las actividades regulares para una armonía germinativa. En torno a nosotros, y también por nuestro intermedio, se verifican hechos exteriores con respeto al curso ordinario de la naturaleza. Mas ya exista una naturaleza y un mundo, o no exista, nuestra obra debe siempre seguir su curso. Nosotros representamos una insignificante nulidad, por cuanto Dios resume la razón de todo: debemos por tanto venerar a Dios, y no anclarnos a los hechos impuros o legítimos cualesquiera que sean estos.
Entre los caminos secretos y peligrosos de los que el Príncipe de las tinieblas se enseñorea para desviarnos, debemos colocar todas las extraordinarias manifestaciones que han caracterizado los siglos y que no nos perjudicarían tanto, si no hubiésemos perdido de vista el verdadero carácter de nuestro ser, y sobre todo si conociésemos mejor la perspectiva espiritual de nuestra historia a partir del origen de todas las cosas.
Desde siempre, la mayor parte de aquellos caminos fueron abiertos de buena fe, y sin ningún objetivo perverso, por parte de aquellos que los conocían. Mas no pudiendo encontrar, en tales hombres favorecidos por la suerte, "la prudencia de la serpiente" con la "inocencia de la paloma", estos estimularon en ellos el entusiasmo de la inexperiencia, en vez del sentimiento sublime y profundo de la santa magnificencia de Dios.
El Príncipe del mal tuvo así la posibilidad de entrometerse en estos caminos, y en estos generar una infinidad de diferentes combinaciones que tienden a oscurecer la simplicidad dictada por la Luz. En algunos el Príncipe de las tinieblas provoca leves sombras, casi imperceptibles absorbidas por la abundancia de luces que las contrabalancean; otras son contagiadas por una contaminación suficiente para dominar el elemento puro. En otras en fin, el Príncipe de las tinieblas establece su propio dominio para tornarse el único jefe y el único regulador de las situaciones.
Algunos escritores inspirados y de buena voluntad nos mostraron, en la constitución del universo, una de las vías de las cuales se sirve el Príncipe de las tinieblas para propagar sus ilusiones. Tales escritores, prestaron a las naciones desviadas el mayor servicio que se podría esperar; deberán meditar atentamente sobre este rayo de luz. Rayo que revelará claramente la fuente de la abominación y de los errores religiosos, que por otro lado atrajeron, sobre pueblos famosos, las venganzas de la cólera divina. Las naciones podrán obtener los conocimientos más vastos y más útiles para nuestros tiempos modernos, los cuales, bajo tal aspecto, se asemejan mucho más a aquellos antiguos de cuanto se pueda imaginar. La inteligencia del hombre tiene a su disposición esta llave; podemos, por lo tanto, limitarnos a considerar los frutos de la obra de las fuerzas tenebrosas, que desviaron a tantos mortales; y recorrer tanto las diferentes señales bajo las cuales tales frutos pueden ser reconocidos como las desilusiones reservadas a aquellos que de estos se nutren.


Capítulo V
Podemos aprender a discernir la falsedad de las manifestaciones y de los movimientos exteriores, Cuando las obras que de estos derivan son por así decir, las sombras de si mismos, mudanzas superficiales y por consecuencia no suficientemente vivificantes para religarnos al plano de la gran obra de Dios.
Por otro lado el propósito del proyecto divino, por el contrario consiste en reconducirnos a nuestro centro interior donde habita lo divino, evitando dispersarnos en los centros externos, frágiles, tenebrosos y corruptos donde Dios no reside. Aparte de eso conseguimos reconocer la falsedad cuando las misiones de los seres enviados para instruirnos poseen un carácter vago e indeterminado. La confusión se verifica cuando estos enviados se encuentran subordinados a árbitros incapaces de juzgarlos. Estos se tornan altamente partícipes de la destrucción de sus propias obras, pues someten sus facultades iluminantes a la dirección de guías extraños a tales inteligencias. Aún podemos reconocer el error, cuando las profecías de los mismos enviados ofrecen, independientemente de este carácter incierto, el incentivo de alejarnos del destino natural del espíritu del hombre. Como se vio, tal espíritu es la primera señal y el primer testimonio de la tonalidad divina, y a pesar de ello, está bien lejos de alcanzar aquí sobre la tierra el nivel de los privilegios y del esplendor originales, éste no puede dar un solo paso seguro, sino por medio del vislumbre de la débil centella que le resta.
El espíritu del hombre, en cuanto es el signo y el testimonio de la Divinidad, no satisfaría su propio objetivo natural, si representase solamente la señal y el testimonio del espíritu y de los ángeles, de las potencias de la naturaleza sean terrestres o celestes, y de las almas de los desencarnados. Si después de ser anunciado como la señal y el testimonio de la luz divina, éste se transformase, por sus imprudentes acciones, en la señal y en el testimonio de seres ignorantes, de acciones tenebrosas y corruptas, la involución sería aún más grave. Es impresionante por tanto constatar con que profusión y con que confusión todos estos errores y todas las particularidades que de ahí derivan, pueden también introducirse en las vías de excepcionales manifestaciones benéficas. En fin, presentimos el error cuando estas vías extraordinarias no se apoyan en sólidas estructuras.
Las mismas Sagradas Escrituras no serían verdaderas si no abogasen en favor del carácter divino como distintivo en el hombre, del cual él frecuentemente reconoce estar revestido por medio del Autor supremo de los seres. Las Escrituras además de eso, no serían aceptables si no eligiesen al hombre para ser la señal y el testimonio de la Divinidad única, y si no recondujeran al alma a este único objetivo mostrando el mal y las tinieblas que la esperan, si el alma se transformase en una señal y testimonio de formas divinas disímiles. En fin las escrituras no serían verdaderas si en todos los eventos que relatan, en todas las profecías que contienen y en todas las maravillas que manifiestan dejasen algo a la gloria humana de los individuos, y no indicasen claramente el objetivo exclusivo de la afirmación universal de la única Verdad suprema. Bajo todos estos puntos de vista, las Sagradas Escrituras sirven de soporte a la naturaleza del hombre, a su destino que le fue designado en base a su origen y finalmente deben inspirar cada acción del mismo. Las escrituras presentan al hombre como la criatura llamada a ser la imagen y semejanza de Dios, a dirigir todas las obras a él confiadas por su potencia, a conquistar la tierra y poblarla, a atribuir a los seres los nombres que a ellos competen y todo esto, colocando al hombre bajo la mirada de la Divinidad, en una correspondencia directa con esta.
Después de la narración sobre la caída, las Escrituras no cesan de recordar al hombre cual era su lugar primitivo y de prometerle que si sigue con celo y coraje las normas y exhortaciones que la suprema Sabiduría envía para confortarlo, el Eterno será su Dios y la humanidad será el pueblo del Eterno. Las escrituras no cesan de colocar al hombre en guarda contra las insidias de los seres habitantes de la triste morada que él ocupa actualmente; procuran mostrar bajo mil formas y con mucho énfasis los medios que aquellos seres utilizan para destruir su felicidad, para que no consiguiesen más hacerlo partícipe de sus abominaciones, y colocarlo al servicio de sus ídolos.
Las Escrituras describen aún bajo los aspectos más humillantes el estado de miseria en el cual el individuo se subyuga habiendo olvidado a Dios y siendo negligente al defenderse de los propios enemigos. Por lo demás el hombre es una criatura verdaderamente cara al amor divino; lo deducimos siempre por lo que refieren las Escrituras. De hecho, el inconmovible Principio de todas las cosas se colocó al lado del hombre, como al lado del propio pensamiento, para sustraerlo del destino de muerte a cual estaba expuesto, y para pagar en nuestro nombre, el débito del cual somos todos responsables ante la justicia humana. Por tanto, el río del amor divino, que es nuestra fuente de vida, no puede parar de fluir para regenerarnos. Aquí sobre la tierra el corazón del hombre no se vuelve árido por los propios hermanos, a pesar de sus injusticias, y estaría siempre pronto a padecer por ellos si pudiese a tal precio restituirles la exultante conciencia de la virtud. Así también el eterno río de la vida no se secó en la hora de nuestra falta; simplemente se redujo y se retiró, condenándonos a comer con el sudor de la frente el pan de la vida que deberíamos comer no sin trabajo pero sin fatiga.
Este río fue progresivamente alimentado por las relaciones posteriores con el hombre suscitadas con la evolución de los tiempos. Asumió en fin su antigua extensión, cumpliendo para nosotros la ley de nuestra condenación que nosotros mismos nos rehusamos a cumplir; transformando nuevamente su potencia en nuestra naturaleza humana; se revistió de las posibilidades terrestres, de todos las señales de escarnio y coronado de espinas, herido por golpes, sucio por las escupidas, abandonado por todos, sufrió hasta el punto de ser mostrado públicamente con una caña como cetro y que se dijese de Él a los ojos de las naciones de la tierra: Ecce Homo: he aquí el estado a que el hombre se redujo, desde el primer pecado y a través de todas las sucesivas prevaricaciones.
Gracias a esta humillante confesión, la Justicia reabrió para nosotros todas las puertas del amor porque de esta forma las consecuencias del pecado del hombre fueron manifestadas y denunciadas por el mismo hombre. Sin este terrible testimonio, la muerte del Reparador sería una atrocidad injusta y la misericordia divina un capricho.
Las escrituras pretenden, por lo tanto, indicar específicamente el vehículo del cual se sirvió el río vivificante del amor, para descender como de una montaña hasta nuestro ser. Los testimonios de las Escrituras no sirven para el alma del hombre como prueba de todos los principios que el alma puede leer en si misma y que son anteriores a las mismas escrituras; éstas sin embargo, pueden ofrecer al hombre un apoyo siempre sólido y un alimento saludable, y como tales entran nuevamente en el rol de los medios que nos son ofrecidos para juzgar las manifestaciones del espíritu en general.
Sirvámonos, por tanto, de todos los principios que apenas delineamos y apliquémoslos a aquellas manifestaciones de la vida en las que el error se insinúa fácilmente sobre la verdad, donde paramos en la ascensión y nos colocamos en el camino del Príncipe de las tinieblas entre maravillas que nos sorprenden y tesoros que nos circundan.
Los caminos y los dones parciales pudieron y podrán verificarse en la atmósfera relativa de todos los tiempos, porque en todos los tiempos existieron y existirán seres que inclusive no estando dedicados al mal, se encuentran todavía en un nivel muy inferior en relación al espíritu divino para ser animados por toda su fuerza y por toda su plenitud. Pero para que estas vías limitadas puedan ser mudadas por la iniciativa de la viva luz, deben tener por lo menos el carácter de la vida, deben representar por lo menos en una menor escala la producción de la gran obra. Sin estos prerrequisitos estos seres poseen solamente una función figurativa y se limitan al aspecto superficial de las situaciones de modo que todos aquellos que se abandonan a éstos no penetran nunca hasta el centro de la obra.
Ahora, por algunas razones que no creo sea necesario aquí exponerlas la obra parcial asume fácilmente en el pensamiento del hombre el carácter de la obra total; la obra del espíritu es confundida fácilmente con aquella de la Divinidad; la obra de las potencias naturales aparece fácilmente como obra del espíritu; y más fácilmente aún la acción de las potencias ciegas y corrompidas es confundida con la acción de las potencias naturales.
El Príncipe de las tinieblas se aprovecha de esta infeliz tendencia del hombre para la confusión y la favorece sirviéndose de los derechos que le permitimos asumir sobre nosotros.
En su condición relativa el hombre debe entonces combatir dos obstáculos, el de la propia flaqueza y el del Príncipe de las tinieblas; obstáculos entre los cuales nos movemos sobre el plano terrestre. Por el contrario el hombre admitido en la plenitud de la obra divina, no debe realizar el mismo trabajo ni correr los mismos peligros que describimos. Por tanto, generalmente los hombres trocarán por misión divina las simples misiones espirituales; confundirán las misiones espirituales con aquellas naturales, las misiones naturales con aquellas tenebrosas o subnaturales.
Cada uno procuró propagarlas del modo como erróneamente las comprendió, porque era necesario concentrarlas en la íntima y limitada atmósfera cuando verdaderas o alejarlas para siempre si éstas no tenían el carácter de la verdad.
Podemos imaginar cuantas ofensas los mismos portadores de cada misión hayan hecho a si mismos, saliendo de las propias esferas y exponiéndose imprudentemente y sin fuerzas suficientes a influencias antagónicas y corruptas de tantas otras esferas que deberían permanecer desconocidas para siempre.
Los frutos que el Príncipe de las tinieblas obtuvo son incalculables y muchas instituciones sobre la tierra han sido encaminadas por él, sean aquellas reverenciadas como sacras, sean aquellas que en base a progresivas alteraciones, conservaron de su auténtica naturaleza simples emblemas y se transformaron totalmente en instituciones profanas. Entre estos dos extremos existen numerosos estados intermediarios; pero los gérmenes más mortales produjeron sus frutos en los puntos más periféricos, porque cuanto más tales gérmenes decaen más encuentran terreno capaz de fecundarlos. Como consecuencia las instituciones profanadas revelan su origen sea prescribiendo reglas absurdas de conducta, sea a través de sus medios inherentes, cuyos relatos revelan los espacios puramente naturales, pero honrados como divinos por casi todos los pueblos de la tierra, dados a los cambios espirituales (buenos y malos) de los que tales espacios son susceptibles.
Será suficiente aquí, para que el lector atento haga comparaciones necesarias, mencionar los cabellos y las uñas que por una ley muy instructiva, no son sensibles; la cabeza del hombre en la cual las sinuosidades del cerebro y del cerebelo tienen relación con el intestino. Citemos aun los astros, en los que la mitología de todos los tiempos colocó innumerables imágenes de hipótesis enfáticas para satisfacer la fantasía humana. En fin recordemos el Deuteronomio en cuyo texto el pueblo hebreo y con éste todos los demás pueblos pudieron aprender a precaverse contra la idolatría pues encontramos las bases de las relaciones, la mágica analogía de los planos temporales y el consejo para guardarnos de los Dioses de las otras naciones.
Concluimos, mencionando un proceder inferior del Príncipe de las tinieblas que nos impide obedecer la Ley. En vez de hacernos aparecer en nuestra miseria y con nuestra cualidad humillante de Ecce Homo, hace que nos contentemos con las simples potencias espirituales y con las solas potencias elementares y también con las meras potencias figurativas o tal vez simplemente con las potencias de reprobación y al final nos engañamos creyendo estar revestidos por las verdaderas potencias de Dios para gozar de todos los derechos de nuestro origen.
De la facilidad con la cual el Príncipe de las tinieblas generalizó las misiones parciales y las alteró hasta transformarlas en ilusorias, se derivan las falsas misiones.


Capítulo VI
En la categoría de las falsas misiones se encuentran aquellas que manipulan fechas y desean aplicar a los movimientos políticos modernos las varias profecías contenidas en la historia judaica. Estas se referían solamente a los pueblos ligados a los intereses o a la rivalidad con la Judea, según planes divinos insondables. Realizados tales planes, las profecías utilizadas para anunciarlos agotaron el espíritu que en éstas se encontraban.
Estos mismos judíos serán obligados a elevarse hasta regiones superiores para obtener los frutos que les fueron prometidos, regiones en las que tal espíritu se retiró para aguardarlos. Leemos por tanto en Jeremías 30:24: "La ardiente ira del Eterno no se calmará hasta que haya realizado y ejecutado los propósitos de su corazón. En el fin de los días comprenderéis estas cosas".
Se le aún en Isaías 60: 18-22, en donde la consolación y la alegría con las que deben ser henchidos son transferidas a un día en el cual: "El sol nunca más te servirá de luz para el día ni el resplandor de la luna te alumbrará…No se pondrá jamás tu sol ni menguará tu luna".
Leemos también en Joel 3: 1-2 donde dice que: "en aquel tiempo en que haré volver la cautividad de Judá y de Jerusalén, reuniré a todas las naciones y las haré descender al valle de Josafat; allí entablaré juicio con ellas…". (Tales expresiones dirigen la inteligencia a elevarse por encima del valle terrestre). El Señor promete a la estirpe de Judá en el versículo 21: "limpiaré (vengaré) la sangre de los que no había limpiado. Y el Señor morará en Sión". Sobre estas ultimas palabras recordemos la frase pronunciada por san Pablo en I Cor. 15:50: "La carne y la sangre no heredarán el reino de Dios". Decimos por la misma razón que el reino de Dios no puede cohabitar con la carne y con la sangre. Será necesario por tanto, que la carne y la sangre desaparezcan para que puedan realizarse las profecías de paz del antiguo testamento.
Si tales profecías fueran aplicadas a la reintegración del pueblo de Israel en su reino temporal y terreno esto quiere decir diminuirlas, ciertamente querer aplicarlas hoy a los movimientos sociales y políticos significaría desconocerlas.
Atribuiríamos a éstas funciones que el espíritu no les había conferido. No podemos olvidar el estado de nuestras sociedades políticas que infelizmente están abandonadas a simples potencias humanas, de las cuales no podemos esperar ningún futuro. El reino del hombre no es de este mundo, y el Reparador nuestro verdadero regulador, no se ocupó del orden político de los reinos de la tierra, sino que los dejó a las potencias que los dirigen.
Estos aparecen también como si estuviesen privados del espíritu e incluso así en su actuar desordenado la luz espiritual jamás los pierde de vista.
Las misiones de las que ahora se habla, no son ciertamente menos falsas que cuando se anuncian bajo el nombre humano de la Virgen o bajo el de otras criaturas privilegiadas. La tendencia del hombre a santificar los propios impulsos sentimentales y a divinizar los objetos, bastó para que las simples oraciones y las simples invocaciones dirigidas a aquellos seres privilegiados, asumiesen en lo íntimo un carácter de mayor dignidad e imponencia. El hombre se encuentra como apoyado casi exclusivamente en el auxilio que semejantes seres podían efectivamente dirigirle, por cuanto Dios quiere favorecernos al punto de permitir a estos seres orarle a El.
Por el contrario transpusimos su culto con facilidad e imprudencia. De hecho, cuanto más el hombre encontraba en aquellos seres escogidos la paz, la alegría, el apoyo del cual había necesidad, menos se sentía llevados a buscar el adecuado bienestar en la propia fuente.
¿De hecho, cuántas personas orando a tales seres auxiliadores, se sorprenden creyendo orar a la misma Divinidad sin conseguir establecer la diferencia? ¿Cuántos se sorprenden adorándolos creyendo apenas estar orando? Este tipo de idolatría es muy peligrosa, porque nace de nuestra sensibilidad, de nuestro amor y también de nuestras virtudes si no de nuestras mentes.
El Príncipe de las tinieblas aprovechando los falsos pasos que nuestra sensibilidad mal instruida nos hace cometer nos conduce fácilmente en dirección a todos los demás llamados desviados que para él son bien conocidos. Bajo la veneración de nombres transformados en sagrados por nosotros, él puede preparar, anunciar y operar acontecimientos y maravillas tan planeados que podrían engañar a los mismos elegidos. ¿Cuál es la razón entonces para que el propio Príncipe de las tinieblas se esfuerce en conferir a tales nombres una influencia tan considerable con poderes casi divinos si no para esconder cuanto sea posible el nombre del verdadero Dios que no le permitiría moverse y lo relegaría a los abismos? Pues si es verdad que existen fuegos que producen irradiaciones y nubes sobre las cuales la imagen de cualquier objeto puede formar reflejos aparentes, es aún más verdadera la existencia de un fuego vivo que opera en el silencio y que oculto como aquel de la naturaleza, produce sin parar los mismos objetos mostrando toda la regularidad de sus formas y haciendo desvanecer por medio él todas las deformidades.
Ciertamente el Príncipe de las tinieblas con los nombres de los que se sirve, puede simplemente ejecutar obras inferiores e ilusorias. Él tiene sin embargo, la capacidad de sustituir en un gran número de casos distintas obras auténticas por sus semejanzas con una analogía doctrinal que fundamentada sobre nuestra peligrosa sensibilidad engaña al corazón con una seductora dulzura y al espíritu con la maravilla de la conformidad de la misión y la correspondencia de los hechos.
Si fuésemos menos imprudentes, esta misma uniformidad no debería deslumbrarnos mucho más. Efectivamente el mismo agente influyendo sobre tales misiones dirige todas estas maravillas, y en uno u otro caso es animado por el propósito de deslumbrarnos en vez de instruirnos y debe operar siempre sobre las mismas bases: conociendo nuestra flaqueza y nuestra ávida curiosidad (que así toman las tonalidades de nuestras verdaderas necesidades) es natural que obtenga siempre los mismos resultados.
En la uniformidad de estas profecías y de estas misiones puede haber una semejanza con las sacras: de hecho ambas nos anunciaron los mismos eventos y mantuvieron el mismo lenguaje. Todo esto no quiere decir que no podemos ser engañados por las tonalidades aparentes y que el error no pueda, como la verdad, tener un lenguaje asonante y testimonios uniformes.
Existen señales por cuyo medio podemos guardarnos de los engaños. Basta pensar en los elogios que los agentes de estas diversas misiones hacen abundantemente a aquellos que son llamados y las promesas sobre los brillantes papeles que realizarán. Sabemos por otro lado que los verdaderos profetas son poco elogiados y que el Hombre que redimió nuestras culpas prometió a los mismos discípulos solamente ultrajes y persecuciones.
Otra señal reveladora del engaño, nos es dada por la divergencia de las misiones extraordinarias con respecto al carácter de las misiones fundamentales del Reparador que es la única sobre la cual se puede modelar todas las misiones verdaderas.
Las misiones más cercanas a nosotros en el tiempo se alejan del espíritu del Reparador cuando localizan sobre la tierra el punto focal de las gracias divinas que Él prometió a las naciones y para los cuales no estableció ningún lugar basado en las palabras que dijo a la Samaritana. Juan 4: 21-23: "la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también el Padre tales adoradores busca que lo adoren".
Las misiones se alejan del espíritu del Reparador, cuando sujetan a sus agentes a reglas humanas y ascéticas discutibles que el Reparador no ha instituido de hecho y que estando fundamentadas solamente sobre un carácter convencional y figurativo, nos ofrecen la posibilidad de dar una opinión sobre el Príncipe oculto que opera la confusión de las mismas misiones. Si no fuera el Príncipe de las tinieblas quien las dirige y quien se sirve de normas inconsistentes para sofocar la verdadera piedad, puede ser que sean entidades que ya partieron de este mundo y que estarían incorporadas en aquellas instituciones convencionales o figurativas, durante sus vidas terrenas. Éstos, detenidos en las regiones inferiores y que todavía no ascendieron a las regiones de su perfecta renovación, pueden conservar relaciones terrenas en el orden de la piedad inferior y en estas relaciones saben enseñar solamente doctrinas reducidas y limitadas en las que fueron instruidos sobre la tierra y que aún no tuvieron tiempo de separarse.
La tercera señal reveladora para mantenernos atentos en cuanto a un posible aspecto negativo de las misiones extraordinarias, consiste en analizar el motivo por el cual las mujeres, dada su sensibilidad son preferidas en vez de los hombres para ser henchidas de todos los favores de la gloria que semejantes misiones prometen a sus agentes y para reinar en esta especie de imperio. De hecho, Isaías nos esclarece bien este punto cuando reprende al pueblo por "y mujeres se enseñorearon de él" (3:12).
Por algunos hombres que ejercen papeles representativos en el ámbito de las realizaciones extraordinarias y de manifestaciones de fuerza ligadas al nombre de la Virgen y de muchas otras criaturas privilegiadas, las mujeres se prestan en masa para desempeñar en cualquier lugar la función de anunciadoras y de misioneras.
No hablo aquí de las instituciones religiosas que la ignorancia, la superstición y la mala fe consolidaron al amparo de aquellos nombres fascinantes, dirigiendo sin límites el entusiasmo de las poblaciones ignorantes. Las desarmonías que de ahí derivan son comparables con aquellas que resultan de un abuso análogo en el orden de las manifestaciones.
Para convencernos es suficiente detener la atención sobre los principios ya expuestos. Antes todo fuimos elegidos para ser la señal y el testimonio de la Divinidad y de ningún otro ser. Además de eso las Sagradas Escrituras, que son el archivo fiel de nuestros títulos y de nuestro destino, nos dicen del Reparador en Hechos 4:12: "Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos".
En vano los defensores de nombres nuevos y diferentes se apoyan en las palabras del propio Reparador que en el Apocalipsis 2:17 promete: "Al vencedor le daré de comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca y en la piedrecita un nombre nuevo escrito, el cual nadie conoce sino el que lo recibe".
Tales palabras son dirigidas contra los mismos partidarios de los nombres nuevos, porque como no se espera que sean victoriosos por ofrecerles un nuevo nombre, se demostró que la promesa no se refiere a aquellas manifestaciones.
Aparte de eso, estos nuevos nombres no son conocidos solamente de aquellos que los reciben sino también de aquellos que no los reciben, mientras que el nuevo nombre prometido por el Reparador no es conocido de ningún otro a no ser de aquel que lo recibe. Este mismo Reparador dice en el Apocalipsis 3:12: "Al vencedor yo lo haré columna en el tempo de mi Dios y nunca más saldrá de allí. Escribiré sobre él el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios, la Nueva Jerusalén, la cual desciende de cielo, con mi Dios, y mi nombre nuevo".
Estas promesas anuncian que aún habrá favores para aquellos que aprovecharon los dones ya traídos por el Reparador. Consecuentemente anuncian un incremento de aquel nombre libertador que ya nos enseñó. Ahora, dado que las manifestaciones de la emotividad apresurada e inconsciente, en base a un pretendido aumento, ofrecen en el fondo un nombre de criaturas simples, que abusan de nosotros, contradicen los verdaderos principios de nuestro ser, injurian las Escrituras al anular las promesas pretendiendo falsamente abolirlas.
En cuanto a lo que dice respecto a las manifestaciones y las misiones que se presentan bajo el nombre del propio Reparador, no sólo no nos dan un verdadero nuevo nombre, sino atribuyen al Reparador un papel y un lenguaje en el cual el mismo Reparador no se reconocería.


Capítulo VII
El Príncipe de las tinieblas posee el poder funesto pero infelizmente verdadero de apoyar sus falsas doctrinas y sus manifestaciones arbitrarias en los diversos testimonios de las Sagradas Escrituras. Con armas análogas osó tentar al Reparador y todos aquellos que, bajo el ejemplo de hombres superficiales y crédulos, están más sometidos a las tradiciones que a la ley y no se nutren del espíritu para defenderse de las celadas de la letra. Así, el Príncipe de las tinieblas desvía hábilmente nuestro pensamiento del único ser que debemos adorar, del único ser que debe iniciarnos en su culto, con el fin de que tal culto descienda sobre seres y nombres inferiores: de estos nos separamos con grande pesar, pues los frutos que nos ofrecen son más fáciles de obtener, y frecuentemente nos cuestan solamente la adhesión pasiva, sin ningún análisis, siguiendo el impulso del deseo. De esta forma consigue esconder de nosotros nuestro título humillante de Ecce Homo, diciéndonos que las obras de misericordia del Señor aumentan en nosotros; anunciándonos con mucha facilidad que estas obras de misericordia se difunden por nuestro intermedio; y exaltando ante nuestros ojos la grandeza de nuestra santidad y el poder de nuestras oraciones. Él retarda así cualquier acción directa y personal verdaderamente dirigida a nuestra resurrección. De hecho, el príncipe de las tinieblas favorece nuestro orgullo y la ambiciosa sed de elevarse y resplandecer solamente a través de nuestras propias fuerzas. Así se transforma en la "verdadera e insidiosa fantasía de la sierva" capaz de exaltar nuestro amor propio como aquella que siguiendo a san Pablo no cesaba de llevar con su adivinación grandes ganancias a sus patrones (Hechos 16: 16-17). El Príncipe todavía engaña a las naciones como engañó a los Judíos diciéndoles por medio de sus falsos profetas: la paz, la paz, cuando no existía absolutamente ninguna paz, así como reprendía a los Judíos Jeremías en 6:14. En fin el Príncipe abusa de la superficialidad de las personas anunciando a través de los varios oráculos que surgen en todas partes una pretendida regeneración terrena que muchos consideran como cierta y próxima.
Los profetas y apóstoles dijeron que la hora si estaba cercana y que el Reino de Dios estaba próximo, pero hablaban de una proximidad en espacio y no en tiempo. Por otro lado no cesaban de repetir que esta hora y este reino serían alcanzados solamente por aquellos que lo hubiesen conquistado al precio de su propia sangre. Por otra parte abrían a los hombres los tesoros de la esperanza solamente después de haberlos inducido a entregarse al combate con la más firme resolución.
Prácticamente ningún hombre conocerá las dulzuras prometidas para el reino futuro sin que él mismo no se precipite en el crisol de la regeneración, de donde sale renovado.
En fin el Reparador, que es el mismo Reino, predicaba simplemente la penitencia y prometía paz a las almas solamente después que estas hubiesen tomado su propio yugo. Al contrario los profetas modernos que son simplemente hombres, anuncian la conquista del Reino como una cosa tan fácil y segura que parece casi poderse conquistar por derecho, por solicitud o simplemente por apropiarse de iluminaciones independientemente de nuestro completo sacrificio y del esfuerzo de todo nuestro ser.
De cualquier manera no es necesario temer los oráculos modernos, con sus semejanzas generales, como una amenaza del Príncipe de las tinieblas. Éste en efecto, sabiendo que un día llegará el reino de la gloria, tiene la perspicacia de recordarnos esta verdad para adquirir credibilidad de nuestra parte, pero al mismo tiempo poco evidencia las luchas arduas que es necesario en primer lugar sustentar, haciendo todo esto para impedirnos alcanzar aquel reino glorioso del cual él mismo nos habla.
¿No se comportaba así en el tiempo de Jeremías? Lamentaciones 2:14: "Tus profetas vieron para ti vanidad y locura, y no descubrieron tu pecado para impedir tu cautiverio, sino que te predicaron vanas profecías y seducciones". ¿No gobernaba así a los judíos en el tiempo de Isaías? Como atestiguan las reprensiones que Dios les dirige a través de este profeta en 30:10, de ser como niños que "…dicen a los videntes: "No tengáis visiones" y a los profetas: "No nos profeticéis la verdad, sino decidnos cosas halagüeñas, profetizad mentiras...."
No me sorprendería si todas estas profecías, en una sucesiva regeneración, fuesen solamente instrumentos de la astucia adoptados por nuestro enemigo para retardar el proceso de ascensión del hombre.
Es verdad que Dios está cerca de nosotros, pero casi todos nosotros estamos lejos de Dios; y tratar de reaproximarnos a Él de este modo es tan fatigante que casi ninguno puede tomar este camino. ¿Cómo podría nuestra fe no ser fácilmente seducida por nuestra pereza cuando algunas profecías nos muestran la regeneración bajo aspectos menos aterradores? Ciertamente el enemigo, que tiene solamente el objetivo de retardar nuestro camino, no dejaría de ofrecer esta atrayente idea a todos aquellos que recorren caminos extraordinarios. Él sabe que suscitando en ellos una dulce esperanza, la falsa alegría recibida anticipadamente parece decir a los hombres que obtendrán la verdadera alegría sin esfuerzo y sin el pesado rigor de la privación universal, esto es sin aquel terrible aunque saludable sentimiento de nuestro deplorable estado de Ecce Homo. Naturalmente el error es fácil de enraizar en nuestra frágil y necesitada humanidad. Para apoyar cuanto sustento, noto que es necesario constatar como para algunas personas estas promesas ilusorias animan el coraje y la actividad, pero sobre otros tienen el efecto contrario. Efectivamente, si la mayor parte de aquellos que se abandonan a esta opinión, quisiesen analizarse a si mismos verían que su entusiasmo se apoya en parte sobre su pereza interior y sobre la secreta esperanza que los tiempos felices llegarán rápido y fácilmente y sus culpas personales serán disminuidas o aliviadas por los esfuerzos de todos los elegidos admitidos en la regeneración. Pienso que aquellos seres acreditarán tener la sensación de ser arrastrados por el torrente general en este gran mar y creo que la esperanza tan seductora de tal viva felicidad, adormezca un poco en éstos la contemplación de las duras pruebas y de las terribles luchas, precio con el cual cada individuo debe conquistar la victoria. Cuanto más la esperanza les muestra el fin consolador, al cual todos nosotros podemos aspirar, más ocultos son los difíciles caminos que los conducen, de forma tal, que estos consideran ya haber llegado en lugar de recorrer los más horribles desiertos y de destruir los hoyos más peligrosos.
Por tanto, no es para maravillarse que estos se alegren tanto contemplando semejante perspectiva de placeres pues su espíritu atrae la alegría anticipadamente, y el alma se siente de cualquier forma como si estos ya poseyesen tal alegría.
Pero si es verdad que nosotros podemos obtener una corona semejante solamente al precio de nuestro sudor y de nuestra sangre, es claro que el espíritu que nos nutre de tales promesas es un espíritu que abusa de nosotros y busca atormentarnos y distraernos de los verdaderos sacrificios que debemos cumplir. De este modo, aliviando nuestros sacrificios y trabajos rumbo a lo alto, nos coloca en condición de ver disminuida nuestra recompensa cuando llegue el momento de recibirla. El espíritu de la seducción adoptará todos los medios para conseguir este efecto sobre los seres humanos, y cuanto más hayamos sufrido y merecido obtener nuestro premio más él estará encerrado y atormentado en los abismos de la privación.
El reino de los mil años al cual se refiere el Apocalipsis en el capítulo 20, es la base sobre la cual se apoyan todos aquellos que confían en determinadas promesas. Esas tendrían una apariencia razonable, según el texto, sin que se pudiesen detener en el momento cierto donde son puestos limites en el mismo texto: "Vi un ángel que descendía del cielo con la llave del abismo y una gran cadena en la mano. Prendió al dragón, la antigua serpiente - que es el diablo y Satanás - y lo ató por mil años. Lo arrojó al abismo, lo encerró y puso un sello sobre él para que no engañara más a las naciones hasta que fueron cumplidos mil años. Después de esto, debe ser desatado por un poco tiempo. Vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron la facultad de juzgar. Y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia, ni a su imagen, ni recibieron la marca en sus frentes ni en sus manos: y vivieron y reinaron con Cristo mil años" (20:1-4).
Está claro en base a estas palabras que existen dos razones distintas por las que se cumplirán estas diversas promesas. Una es la tierra visible y podrá encontrar un poco de alivio en medio de sus pruebas y sus tentaciones, durante el período en el cual la serpiente será encadenada. La segunda es la razón espiritual e invisible al hombre terrestre, donde serán reunidos los justos bajo su jefe divino para juzgar los muertos, los que aún no retornarán a la vida y no tomarán parte en la primera resurrección.
Por causa de aquel estado de alivio pasajero que, en base a la profecía, la tierra visible probará no es necesario que los cielos sean replegados nuevamente como un manto común porque a la tierra no le será devuelta la pureza original. Sin embargo, a pesar del aprisionamiento de su enemigo, los hombres aún conservarán en si mismos muchos aspectos negativos como para que el Reino de Dios pueda establecerse por medio de ellos.
Su alivio será todavía alimentado por aquella asamblea santa e invisible que habrá por mil años en las regiones superiores a las del hombre, que por un lado mantendrá al enemigo en el abismo, y por otro lado comunicará más directamente a los seres terrestres los rayos divinos bajo los cuales cada cosa será visible. Pero los hombres en vez de aprovechar todas estas ventajas, permitirán todos que aspiraciones perversas fermenten en su interior, y así se volverán tan culpables e incitarán la cólera divina, tornándose incapaces y desperdiciando los últimos auxilios enviados por la misericordia suprema. Cuando sea henchida la medida, el enemigo será libertado de las cadenas por algún tiempo y hará tantas obras de devastación cuanto más los hombres hubiesen establecido relaciones con él.
Será entonces alcanzado tal exceso de desorden que, derramando las injusticias sobre la tierra, atraerá sobre ésta el fuego del cielo enviado por Dios para operar la destrucción (20:11). "Vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él. De delante del cual huyeron la tierra y el cielo y ningún lugar se halló ya para ellos. Y vi los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios. Los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida. Y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras" (20: 11-12). "La muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda. El que no se halló inscrito en el libro de la vida, fue lanzado al lago de fuego." (20: 13-15). Al final: "vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo…" (21: 1-3).
Todas las tribulaciones que anteceden a estos horribles desórdenes del fin de los tiempos, son solamente el "principio de dolores" (Mateo 24) y por tanto no producirán la destrucción del mundo visible. Representarán por el contrario una tentativa del amor divino dirigida a los hombres, para persuadirlos a la penitencia a través de los flagelos a ellos enviados. Estos flagelos serán después suspendidos por un tiempo que se define como mil años, no solamente para que el hombre pueda trabajar sobre esta tierra y volver al camino de la justicia sino también en analogía con aquello que aconteció en la historia universal y espiritual del hombre y con aquello que acontece en el orden de su vida física.
Antes del diluvio, las naciones vivían en paz, "los hombres tomaban a las mujeres y las mujeres tomaban a sus maridos". Sin embargo las abominaciones de la raza de Enoc habían devorado la tierra y establecieron el reino del demonio, y la cólera de Dios la destruyó. Al final de la guerra de Antíoco y Pompeyo, los Judíos estuvieron en paz durante algún tiempo bajo Augusto, en el nacimiento del Salvador y durante su misión; si bien los Sacerdotes y los Doctores fueron solamente instrumentos de injusticia, según los Profetas, pese a ello, este mismo pueblo estuvo a punto de ser exterminado por los Romanos.
Según el orden físico, frecuentemente se nota que los dolores y los sufrimientos paran algunos momentos antes de la muerte. Esto acontece sea por un debilitamiento de la acción del mal, sea para dar al alma la posibilidad de reconocer y asegurar su propia suerte con la penitencia, aceptando un sacrificio libre y voluntario. Es probable también que en el momento en que los dolores del doliente se alivian, se establezca visiblemente sobre él un pequeño "reino de los mil años". Esto equivale a decir, una especie de juicio o de confrontación entre su libro de la vida y su libro de la muerte. Tal juicio puede mantener anticipadamente, como la primera muerte particular, la imagen de aquella primera muerte general que será poderosamente pronunciada en el momento del verdadero "reino de los mil años". Si el hombre particular escapa a esta primera muerte preparatoria, es probable que la segunda muerte parcial - o sea la primera muerte del Apocalipsis - no tenga efecto sobre él.
Los verdaderos sufrimientos tendrán lugar cuando el enemigo sea liberado, y vendrá para devastar la tierra hasta la destrucción, Así como vemos que en el hombre físico las angustias de la muerte lo apañan y lo destruyen después del intervalo de la suspensión momentánea. Estos sufrimientos, en vez de llevar a los hombres culpables a la renovación de si mismos y al reino de la paz, los conducirán bajo la espada del juicio final, que tendrá lugar solamente después de la definitiva abolición de las cosas visibles y materiales. Sin embargo, solamente después de este decretado final del dominio de la materialidad, los justos obtendrán la completa liberación de las regiones de las apariencias, a semejanza del pueblo judío, que salió de Egipto al atardecer (Deuteronomio 16:6).


Capítulo VIII
Resaltando como hice, las precauciones a tomar en lo que dije respecto a las misiones extraordinarias de los tiempos modernos, no pretendo culpar a los agentes que son utilizados. En la mayoría son personas que se deben estimar y respetar por sus virtudes. Sus ejemplos son ciertamente más útiles que nocivos para aquellos que buscan alimentar la intensidad de su fe en lugar de avanzar en la luz. Pero dado que pueden también ser peligrosos para aquellos que no se limitan a esta sabia medida, creí que era mi deber prevenir contra las seductoras maravillas que los operadores de las misiones extraordinarias anuncian, y mostrar que no es bueno confiar ciegamente en sus inspiradores.
Independientemente de lo que dijimos sobre tales inspiraciones, no es necesario olvidar que el pensamiento, la palabra y las obras del hombre llenan y llenarán el Universo, de una infinidad de obras y de resultados destinados a conservar su carácter original y a componer múltiples y diversas regiones donde se encuentran los idiomas, las iluminaciones, los descubrimientos y los verdaderos conocimientos que los hombres pudieran traer a la luz. En estos, sin embargo, se encuentran también en gran medida las ilusiones, los errores, y las hipocresías emanadas cotidianamente de todos los aspectos humanos: estas irradiaciones negativas aumentan de tal forma las tinieblas en torno del individuo, que con el paso del tiempo éstos terminan con el "no ver más claro" de los Egipcios en la hora de la liberación del pueblo de Israel.
Ahora, a menos que la llave divina no abra por si misma el alma de los hombres, en el momento en que esta será abierta por otra llave, se encontrará en el centro de alguna de aquellas regiones y podrá involuntariamente transmitirle el lenguaje. Este lenguaje, por más que nos parezca extraordinario, puede ser falso y engañador; y más, puede ser un lenguaje verdadero pero no pronunciado con espíritu de verdad y consecuentemente los frutos no serán verdaderamente ventajosos.
Por tanto, creo ofrecer un consejo saludable a mis hermanos, diciéndoles: Hombres, mis amigos, desconfíen de aquellas alegrías y de aquellos entusiasmos que os provocan las misiones de seres escogidos, en las que encontráis amparo benevolente. Porque no estáis aún seguros que aquellos anuncios les darán tanto bien como placer, ya que no estáis seguros de tener ante la vosotros el remedio para ser aplicado a las verdaderas heridas de vuestro ser; en fin, no estáis seguros que las alegrías que os prometen y que os hacen saborear anticipadamente, no retardan las alegrías duraderas que pudiereis obtener de vuestro interior más profundo.
Además, si los anunciadores de las misiones hubiesen logrado el reposo sereno del cual nos hablan, vosotros todavía no estaríais prestos para este. Tal vez por el contrario, sería funesto para ellos y para vosotros si la hora conclusiva llegase así anticipadamente, si vosotros y ellos no hubieseis tenido la preocupación de purificaros antes para no temer ninguna de las terribles catástrofes que precederán al reino glorioso que os prometen.
Oso repetirlo: permaneced en un estado de prudencia entre los prodigios y las predicciones que os circundan; acordaos de lo que dice el Señor a través de Jeremías 23:31-32: He aquí que estoy contra los profetas, dice el Señor, que usan su lengua para decir: "Ciertamente, dice el Señor, yo estoy contra los que profetizan sueños mentirosos, y los cuentan y hacen errar a mi pueblo con sus mentiras y sus lisonjas. Yo no los envié ni los mandé, y ningún provecho han traído a este pueblo, dice el Señor".
Para mostraros como los errores de este tipo son destructivos, y como las falsas misiones y las promesas ilusorias de un reino terrestre glorioso os engañan, aprended a que precio el hombre, aquí sobre la tierra, puede obtener cualquier iluminación y dar cualquier paso en dirección a la regeneración.
Después del pecado, los rayos de vuestra esencia divina se encuentran encadenados a una de las potencias de vuestra materia. Los elementos no cesaron desde aquel instante, de circular en torno de vosotros y de envolveros con un gran número de lazos que se acumulan y se cierran a medida que gira la rueda de vuestros días. Vuestras negligencias y flaquezas luego del primer crimen hundieron aun más los rayos divinos en las tinieblas, y aumentaron el horror de vuestra prisión. Es necesario que por cada paso a cumplir para aproximarnos a la razón de la luz, una parte de los obstáculos materiales se desenrollen penosamente sobre nosotros, como las ataduras de una herida se desenrollan dolorosamente, cuando es necesario verla y medicarla. Es necesario que sobre esta parte de los obstáculos se encuentren impresos los trazos del tipo de corrupción que os corroe y de la cual estáis infectados. Entonces es necesario que se pronuncie en alta voz, a los ojos de todo aquello que os contempla, un juicio severo y riguroso, y que vosotros humildemente reconozcáis la justicia.
Es necesario que estos obstáculos que os aprisionan se alejen gradualmente y se manifiesten en calidad de otros tantos juicios contra vosotros.
Es necesario que la larga serie de los obstáculos y juicios se extienda desde vuestro ser hasta aquel tiempo de paz del cual el pecado os apartó, pues tal encadenamiento es el que determina la distancia.
Aparte de esto es necesario que esta larga cadena esté presente ante vuestros ojos, con el fin de que tengáis continuamente delante de vosotros el temible cuadro de lo que cuestan al hombre los progresos en la búsqueda de la verdad, a fin de que afrontéis el camino con prudencia y confeséis que cada paso cuesta un dolor y una separación. De hecho, vuestro ser hoy está compuesto por la ciencia del bien y del mal, y es necesario que vosotros adoptéis la facultad de esclarecer y de discernir los diversos campos; es este el verdadero sentido del Deuteronomio 16:3: "...para que todos los días de tu vida te acuerdes del día en que saliste de la tierra de Egipto".
En fin, es necesario que los obstáculos materiales de todos los hombres se desenvuelvan así, y que todos los juicios que estos hayan merecido sean revelados y expuestos en la universalidad de la vida, con el fin de que las naciones conociendo el veneno que infecta al individuo, puedan decir con horror y desprecio ante su vista: Ecce Homo. Sólo entonces el reino glorioso podrá descender hasta el corazón del hombre, sólo entonces, sin temor de engaño el hombre podrá aspirar a la regeneración. Solamente cuando este título de Ecce Homo y el juicio que de él deriva, estén esculpidos en todas las regiones del universo, la justicia estará completamente satisfecha.
Por una espiritual analogía, lo que acontecerá entonces al hombre universal debe ocurrir ya a cada uno de vosotros en particular, ¿quién podrá proceder en esta ascensión?
No podéis dudar, es aquel que no puso su confianza en las vías artificiosas seguidas por la generalidad; sino que sintiendo en él la dignidad de la propia esencia, se dirigirá solamente en dirección a la fuente de la cual desciende, siendo solamente ésta la única que puede engendrarlo nuevamente. Desconfiando de todas las esperanzas que lisonjean su pereza y su orgullo, no se dejará seducir de hecho por las imágenes y por las obras con que la ignorancia y las tinieblas se esfuerzan en sustituir a Aquel que es el único camino, la única verdad, y la única vida y que no puede ser sustituido por nadie.
Infeliz de aquel que se dejará atraer por estas imágenes y por estas obras materiales de visiones inestables. Estará tan angustiado en esta separación, al punto de sentirse como inmerso en un estado de miseria, y el hombre teme esta miseria más que a un veneno. Estad pues atentos, en el momento en que sintiereis esta privación, para no dirigiros a los falsos Dioses, y para no decir como el pueblo judío dijo a Jeremías (44:17-18): "…sino que ciertamente pondremos por obra toda palabra que ha salido de nuestra boca, para ofrecer incienso a la reina del cielo y derramarle libaciones, como hemos hecho nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros jefes, en las ciudades de Judá y en las plazas de Jerusalén. Entonces tuvimos abundancia de pan, fuimos felices y no vimos mal alguno. Pero desde que dejamos de ofrecer incienso a la reina del cielo y de derramarle libaciones, nos falta de todo, y por espada y hambre somos exterminados".
Si os sometéis a la pereza de vuestro corazón, vuestras alegrías serán pasajeras y terminarán con sufrimientos piadosos debido a vuestras desilusiones y a vuestra ceguera. El mismo Príncipe que os indujo a estos sufrimientos, os conducirá triunfalmente a países distantes para manteneros en esclavitud "en una tierra que vosotros y vuestros padres no conocisteis; serviréis allí a otros Dioses, de día y de noche, pues no tendré más misericordia de vosotros". Luego, siempre según Jeremías 15:19: "Por tanto, así dice el Señor: "Si te conviertes, yo te restauraré y estarás delante de mí; y si separas lo precioso de lo vil, serás como mi boca".
En cuanto a vosotros, ministros de la santa religión que fuisteis llamados a velar sobre el verdadero camino de la Alianza, que es el pensamiento del hombre, si no tomasteis el lugar que os fue confiado, "si dejasteis a Dios bajo tiendas y no construisteis ninguna casa después que Él sacó de Egipto a los hijos de Israel, basado en las lamentaciones que el profeta Natán dirigió a David"; sobre vosotros caerán directamente las amenazas de las cuales los profetas procuraron alertar a los servidores fieles, y a los prevaricadores. Si las misiones de la ilusión y de las tinieblas deben tener consecuencias tan terribles sobre los órganos instrumentalizados y sobre las almas que estos arrastran, ¿qué será de las verdaderas misiones convertidas en misiones de la codicia, de la mala fe y del sacrilegio voluntario? Sin duda no podéis elevar mucho la dignidad de vuestra persona, pues según Ezequiel y Malaquías, deberíais ser los ángeles del Señor sobre la tierra, los centinelas de su pueblo.
Mas en base al vasto cuadro que os fue ofrecido, ¿podéis asegurar que jamás habéis desviado la inteligencia de las personas de las propias fuentes más instructivas y reconfortantes? ¿De no haber deseado jamás subyugarla a una doctrina humanizada y con intereses? ¿De no haber jamás dejado a los pueblos solamente la fe necesaria para someterse a vuestro imperio? ¿De no haber jamás retirado de frente a sus ojos, el cetro vivificante que la Sabiduría eterna concibió en la tierra, como sol de todos los pueblos? ¿De no haber jamás vosotros mismos construido una espada temible con el bastón de paz que os había sido confiado para gobernarnos más en el amor que en la justicia? ¿De no haber jamás abandonado el título de pastor cuando era necesario instruir a vuestro rebaño y conducirlo al pasto; y de no estar investidos solamente cuando se presentaba la ocasión de abandonar aquel rebaño a la suerte fatal o de devorarlo vosotros mismos?
¿Estáis persuadidos que el espíritu del hombre deba contentarse con las respuestas que vosotros dais, cuando buscan saber por qué no nos ofrecéis más los dones y las iluminaciones de las que se alegraron aquellos a los que vosotros sucedéis en el tiempo? Ahora, vosotros nos decís que todas aquellas cosas eran necesarias para establecer la Iglesia y que no son más necesarias después que ésta fue constituida. Pero los derechos de nuestro ser nos permiten preguntaros de cual Iglesia pretendéis hablar. Pues, seguramente no se trata de la Iglesia en la cual se vio sustituir el espíritu conciliador del Evangelio, por el furor, por la sangre y por la masacre; ciertamente no es aquella en la cual se vio sustituir las enseñanzas de sus fundadores, a quienes el "espíritu todo enseñaba", por doctrinas oscuras y contradictorias. Ni se trata de la Iglesia en la cual, en el lugar del espíritu del Señor que debería preservar las almas, se abrió la entrada a los falsos profetas que las hacen perderse, y a los espíritus de Pitón que las infectan.
Los derechos de nuestro ser nos colocan también en condición de observar que vuestros "fundadores eran admitidos a conocer los misterios del Reino de Dios, que curaban a los dolientes, que preparaban la cena del Señor, y que perdonaban los pecados a quien debían perdonar".
¿Ahora, por qué de esos cuatro misterios habéis conservado solamente los dos que son invisibles, y por los que pedís aún una fe ciega, mientras apartáis siempre más de los ojos de nuestro cuerpo y de nuestra inteligencia los otros dos dones que eran visibles, y que lejos de ser superfluos para nuestra fe, pudieran haber guiado la fe del pueblo?
¿Estáis seguros de ser irreprensibles a los ojos de las naciones diciéndoles con certeza que crecen en vuestros pastos, mientras que vosotros habéis disminuído tanto su sustento? ¿Y también en las naciones con santas instituciones que habéis conservado, no habéis jamás dado los medios por el fin, las formas por los medios, y la tradición en lugar de la ley como reprendía el Reparador a los doctores Judíos (Mateo 15)? ¿No teméis haber hecho que las personas se adormecieran en un reposo apático, y de tal vez haber trabajado vosotros mismos para demoler aquella Iglesia que nos anunciáis como bien consolidada?
Así se encuentra esta Iglesia constituida, a pesar de los daños sufridos por ella, sin los cuales no habría mediación entre el amor supremo y los pecados de la tierra. Así se encuentra esta Iglesia constituida y ni la fuerza del hombre ni aquella del infierno prevalecerán sobre ella. Así se encuentra esta Iglesia constituida solamente para un día afirmar contra aquellos ministros suyos que no le fueron fieles, para servir a ellos como a vosotros de juicio y de condenación, cuando se lamentará delante del tribunal soberano, de la injurias que le causaron, transformando sus hábitos de gloria en hábitos de luto y de indigencia. Dado que ella habrá patrocinado aquí sobre la tierra la causa del amor, el propio amor defenderá a su vez la causa de esta Iglesia ante el juicio eterno del que sus ministros habrán suscitado los temibles actos de justicia. Pensad cuan terribles serán estos actos de justicia, pues serán los del amor ultrajado y herido hasta en su misericordia.
Si estos juicios futuros os asustan, si por desgracia deberíais dirigir a vosotros mismos cualquiera de las reprensiones de las que hablamos, retornad lo más rápido posible a los caminos de vuestro sublime ministerio y prevenid aquellos terribles actos de justicia de los que están amenazados los apóstoles de la mentira que frecuentemente se encuentran sentados sobre la cátedra de la verdad. A ellos se dirigía David, Salmo 94(93):20: "¿Se juntará contigo el trono de la maldad que hace el agravio en forma de ley?" A estos se dirigía Sofonías hablando de los crímenes de Jerusalén (3:3): "Sus príncipes son, en medio de ella, leones rugientes; sus jueces son lobos nocturnos que no dejan ni un hueso para la mañana".
¿Qué hicieron aquellos ministros engañadores para alcanzar tal injusticia? Comenzaron por cerrar los ojos sobre la santidad de nuestra naturaleza, que nos llamaba a ser las señales y los testimonios del Dios de la paz del universo, y aún más cerraron los ojos sobre la terrible sentencia que envuelve a toda la raza humana en el humillante significado de Ecce Homo. Por tanto, no percibieron más aquel río de amor sobre el cual les habían establecido su ministerio para saciar a las Naciones.
Sus inteligencias ofuscadas no reconocieron más las confirmaciones de la verdad reportadas en todas las líneas de la Sagrada Escritura. Consecuentemente, no pudiendo explicar las Escrituras con la única y verdadera llave justa, se esforzaron en explicar primero con la llave falsa de su ignorancia, después con la de la ambición y finalmente con aquella de las pasiones. Los ministros se volvieron así los exterminadores de nuestras inteligencias, y según Isaías 5:20: "Al mal llaman bien y al bien llaman mal, transforman las tinieblas en luz y la luz en tinieblas, mudan lo amargo en dulce y lo dulce en amargo". Éstos siempre, según el mismo profeta 5:18: "se apegan a la iniquidad, arrastrándola con las cuerdas de la mentira y el pecado con los tirantes de un carro. Estos son "los opresores que saquean al pueblo....... tus conductores te desencaminan, tuercen las veredas en que debes andar" (3:12).
En vano, dice Jeremías: "querían justificar su conducta para retornar a la gracia del Señor, porque estos mismos enseñaron a los otros el mal que hicieron, pues fue encontrada en sus manos la sangre de aquellos que asesinaron". Estos atacaron la verdad hasta en su santuario, que es el pensamiento del hombre y el verdadero depositario al cual deben responder.


Capítulo IX
Vosotros hombres de paz, hombres de deseo, no os descorazonéis. Existen entre los ministros de nuestro Dios, hombres que aún siguen los caminos de los verdaderos Profetas, la santa caridad de nuestro Maestro y las iluminaciones de sus Discípulos.
Unid vuestro destino a estos hombres elegidos cuya beatitud consiste en haber fielmente respondido a su elección. Éstos os conducirán por los humildes caminos de Ecce Homo, a la regeneración que es el objetivo de vuestro destino de origen.
Lejos de conduciros por los caminos del despotismo y de la tiranía, os dirán que todos nosotros tenemos un cordero por Maestro y que solamente cuando nos volvemos corderos como Él, nos reconocerá como sus discípulos y como sus hermanos.
Lejos de cavar delante de vosotros precipicios de tinieblas y de ignorancia, os dirán que el alma del hombre está hecha para abrazar en su pensamiento todas las obras que el origen de las cosas generó desde su seno. Pues si es verdad que el hombre debe ser el testimonio universal de Dios, ¿cómo podrá identificarse en tal papel, sin tener el conocimiento y la visión de todos los hechos a favor de los cuales está encargado de atestiguar?
Lejos de dejaros adormecer en una funesta letargia, y de presentaros como una empresa fácil cumplir vuestro alto destino, os dirán que podeis ser testimonios de vuestro Dios, solamente cuando fuereis verdaderos y confirmados en la justicia. Os citarán como ejemplo los tribunales humanos donde se hace jurar, a los testigos, para decir la verdad, pero donde no se reciben, como testigos, a personas difamadas; instrucción simple pero profunda que puede ampliar vuestra visión ya sea sobre vuestra naturaleza primitiva como sobre la identidad de vuestros deberes.
Lejos de delinearos la regeneración del hombre como fácil de conseguir, os dirán que la obtendréis solamente alimentando vuestro espíritu diariamente con el pan de la aflicción, como los Israelitas comían el pan ácimo para prepararse para sus solemnidades, y como enseña la siguiente recomendación dirigida a los primeros cristianos en la carta a los Corintios, I Corintios 11:26: "Todas las veces que comáis este pan y bebáis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que Él venga".
Os dirán que en nuestro interior más profundo, existe un hombre exterior más bien peligroso para nosotros y mucho más difícil de derrotar que el hombre material. Os dirán que procederéis en el camino rumbo a la regeneración, solamente cuando sintiereis desprecio contra aquel hombre exterior en lugar de murmurar contra vuestros semejantes.
Es necesario exponer aquí una nueva verdad útil y fundamental. Si los hombres analizasen su propia conducta y las murmuraciones de unos en relación con los otros no habría una sola reprensión dirigida a sus semejantes, de las cuales éstos no fuesen culpados. De hecho, ¿quién es aquel que no comete la imprudencia de censurar a las personas que lo circundan? ¿Quién puede decir que esta imprudencia no sea la verdadera fuente de las faltas de aquellos de los cuales se lamenta y de las injusticias que de ellos recibe? Además, ¿quién de nosotros, colocado frente a si mismo, se considera irreprensible bajo todos los aspectos, quién llenó la medida de los dones que les fueron concedidos y de los deberes que les fueron impuestos, para poder superar todos los obstáculos, para manifestar las virtudes divinas, y de estar tan ligado al Señor para operar en calidad de su justo y potente instrumento? Si no alcanzamos este punto, no debemos censurar a los demás hombres por las cualidades de las cuales están privados, pues era nuestro deber colmar sus deficiencias con el desenvolvimiento de todas las facultades de nuestro ser.
Asimismo, si la negligencia y la codicia fueran el fundamento de los diversos actos de nuestra conducta debemos imputarnos a nosotros mismos las consecuencias. Ahora dado que estos males son casi universales, en vez de declamar contra las injusticias, incoherencias y acciones desagradables de nuestros semejantes, debemos golpear diariamente en el pecho, pedir recíprocamente perdón y confesar públicamente unos a los otros que la causa de todos los errores de los que nos lamentamos, debe ser atribuida a nosotros mismos. Por tanto para retornar al orden de la justicia y de la verdad cada palabra de cualquier componente del género humano debería ser una continua confesión general. "Confesaos vuestras ofensas unos a los otros" dijo Santiago (5:16).
Lejos de querer someteros a su opinión, los verdaderos ministros de Dios (los que aún existen) procederán siempre, colocándose a si mismos aparte, para permitir que brille la única llama que nos debe guiar. Tomarán por ejemplo, al príncipe de los apóstoles que a pesar de haber escuchado lo que fue dicho al Reparador en la montaña santa: "Este es mi hijo bien amado en quien tengo complacencia, escuchadlo", no quería que nos basásemos solamente sobre las instrucciones que él comunicaba, y no temía al añadir: "Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día amanezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones… pues nunca la profecía fue traída por voluntad humana…"
Vuestros instructores os colocarán en guardia contra todas aquellas manifestaciones en las cuales agentes particulares se presentan como necesarios para la salvación de las almas y para la renovación de la tierra. Así encubriendo el culto del único agente que debemos seguir, habiendo en si mismo consumado todas las cosas, pues todas las profecías sobre la regeneración fueron expresadas en Jesucristo, y por tanto, no resta otra cosa por cumplir que las profecías en torno al juicio, esto es aquellas sobre la recompensa y la condenación.
Lejos de prometeros una paz segura, después de vuestra liberación carnal, seréis llamados a este juicio, los hombres electos os dirán que si no habéis testificado en favor de nuestro origen o de nuestra primera revelación - la que iluminó a los seres perdidos más divinamente que las revelaciones de la naturaleza y del espíritu - deberíais ser obligados a dar otros testimonios en favor de todos los demás vínculos que el amor y la misericordia no cesaron, incluso después del antiguo pecado, de querer llegar a vosotros, para ofreceros la traducción fiel de aquel texto original que vosotros no podíais leer más.
Os dirán que seréis juzgados en base a aquellas primeras relaciones con la Divinidad, pues las sucesivas alianzas poseen también sus testimonios, y el objeto de estos testimonios es el castigo de todos aquellos que son legítimamente culpados.
He aquí por qué la aparición de Moisés y Elías reviste gran importancia y aumenta el peso de la condenación de los judíos. Estos dos profetas atestiguaron sobre dos hechos de los cuales fueron testigos oculares: Moisés de la publicación de la ley y la promesa del pueblo de adecuarse a ésta. Elías de la prevaricación del pueblo infiel, y de los favores distribuidos por parte del cielo en favor de este mismo pueblo en el momento de la desesperación.
En el final de los tiempos estos dos profetas retornarán y estarán al lado del gran Juez. Allá traerán cada uno un doble testimonio: la promulgación de la primera y de la segunda Ley, o de las dos alianzas, y del abuso que de ellas hicieron los hombres. Entonces, ¿cómo podrán los judíos y todos los demás hombres resistir la doble declaración de estos dos testigos?
Al mismo tiempo, los hombres tendrán en su contra los testimonios de todas las manifestaciones de la naturaleza aunque éstos hayan usado de ellas, y que habrán mostrado sensiblemente a los hombres las maravillas emanadas continuamente de la magnífica manifestación de la vida. Tendrán en contra suya las abundantes espigas que las Sagradas Escrituras hicieron brotar en el ánimo de los justos que las escucharon, analizaron y siguieron. Las Escrituras de hecho son una Santa simiente que Dios colocó en la tierra de los hombres, o sea en su alma, y de la cual la Sabiduría espera cada día una cosecha para nutrirse. Dado que el hambre de esta Sabiduría aumenta inconscientemente en proporción a la privación en la cual la negligencia de los hombres la constriñe, ésta rechazará en el momento del juicio final a aquel que no supo sustentarla, y le opondrá el testimonio de la cosecha que el alma de los justos le haya provisto.
También los hombres tendrán en su contra los testimonios de las propias injusticias de sus cosechas hechas de ilusiones y mentiras. Así todo aquello que debería sustentarlo servirá para condenarlo, ya sea lo que de éste procede, ya sea lo que vendrá de la naturaleza, así como lo que vendrá de las dos Alianzas y finalmente del fruto de la cosecha de los justos.
Por otra parte, no existe ningún hombre en particular a quien no se puedan dirigir estas terribles verdades, pues no existe ningún hombre en el cual estas verdades no puedan realizarse.
Despertad pues hombres imprudentes y displicentes, temblad y orad para no ser sorprendidos por la declaración de tantos testigos, y de los justos reclamos de la Sabiduría en el momento de la cosecha. Porque resonará entonces sobre vosotros aquel terrible Ecce Homo, y no será más para abriros la puerta de la penitencia. Aquella puerta ya fue abierta por Aquel que vino para conferiros este nombre. Este nombre será pronunciado para aplastaros bajo un severo juicio en la profundidad del abismo.
Si no existe ningún hombre en el cual no puedan realizarse todas estas importantes verdades, convenceos por tanto - hombres de paz, hombres de deseo, que cada individuo nació para ser testigo de todas las demás obras realizadas por la Sabiduría eterna en favor de aquel ser estimado que es su imagen. Convenceos que cada uno de nosotros debería ofrecer un testimonio activo de los dones y de los favores que esta Sabiduría derrama continuamente sobre la tierra, y nosotros debemos testimoniar, activa y concretamente, en favor de todas las alianzas que Dios contrajo con nosotros desde el origen de las cosas. No debemos demorar en cumplir una obligación tan importante. Debemos al contrario, temer salir de este mundo antes de haber sido realmente testigos de los pactos supremos que esperan nuestra declaración y nuestro testimonio efectivo y demostrativo. Debemos temer por no haber satisfecho las condiciones que podíamos, antes de comparecer ante este tribunal superior, donde se efectúa una relación fiel de todos los testimonios que fueron prestados a la eterna y serena generosidad de nuestro Dios. No dejemos de considerar que cuando descendimos de nuestro lugar sublime, arrastramos todo con nosotros en nuestra funesta e ilusoria apariencia, y consecuentemente estamos siempre en condición de reencontrar todo cuando entramos en los caminos que siguieron a nuestra caída y que no cesan de colocarse delante de nosotros. No bastaría que el Reparador hubiese llevado por nosotros ante los ojos de todos, el título humillante de Ecce Homo. No serían suficientes todos aquellos tesoros de iluminaciones y de valores que abrió para los hombres con sus enseñanzas y con su ejemplo. Él hubiera realizado solamente la mitad de su objetivo, el gran objeto de nuestra regeneración, si hubiese actuado solamente sobre la superficie terrestre en la cual habitamos, y en los lazos de su forma material.
Pero luego de haber permitido inmolar aquella forma, que es la verdadera señal de nuestra prevaricación, y la envoltura del Adán prevaricador, subió a las regiones superiores circundado por una forma pura; cuando del seno de aquella forma tan santificada, fue confirmada la elección de los apóstoles, a los que había sido dado el encargo de apacentar sus ovejas y de difundir la Buena Nueva; cuando en fin fue enviado de lo alto de su trono celeste el Espíritu Santo que debía enseñarles todas las cosas y cuando se verificó esta predicación por intermedio del don de las lenguas, no faltaba más nada al cuadro de la historia universal de la humanidad que el divino Reparador vino a exponer ante nuestros ojos.
Hombres, mis hermanos que podeis leer en este Reparador la historia universal del hombre, ¿qué agente puede enseñaros otra cosa? ¿Dónde podeis alcanzar las enseñanzas que esta fuente no haya presentado? Si después de habernos mostrado en su persona la ejecución de aquella detención rigurosa que nos condenaba a portar ignominiosamente, pero humildemente, el título de Ecce Homo, Él llevó completamente a término su obra. Nos mostró como, siguiendo sus pisadas y los caminos que nos abrió, podemos estar seguros de ascender nuevamente un día en dirección a las regiones de la luz, y se dirá de nosotros gloriosamente a nuestra llegada en los planos superiores, aquello que se dijo a nuestro origen: Ecce Homo. ¡He aquí al hombre, he aquí la imagen y semejanza de nuestro Dios, he aquí la señal y el testimonio del principio eterno de los seres, he aquí la manifestación viviente del axioma universal!

 

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