EL
CULTO SOLAR
Por Carmelo Ríos
Un misterio común a esas antiquísimas civilizaciones que nos
precedieron en muchos miles o tal vez millones de años, era el secular
culto y la adoración al Sol, tradición sin duda heredada de
la religión de los hiperbóreos tiempos de la gran civilización
Lémur y Atlante. Nos dice Paul Le Cour en su obra La Era de Acuario:
"El primer foco de la religión solar fue verosímilmente
la Atlántida o una comarca situada a 50º de latitud norte 4
(¿Hiperboreo?) Allí fue creada la primera esfera celeste,
soportada, por lo demás, por Atlas, y creado el zodiaco, que constituye
en cierto modo el reloj de la religión solar, cuyas fiestas anuales
señala, así como las transformaciones a través de los
siglos. En efecto, de la Atlántida, la religión solar pasó
a Mexico, al Perú, a Egipto, a Caldea. Reunidos por una misma tradición,
la de los Atlantes, que han sido denominados "el pueblo del Sol",
egipcios, mexicanos y babilonios edificaron templos en cuyo frontispicio
se veía el disco solar acompañado de dos alas. La religión
hiperbórea era solar, como lo fue la de los druidas, el culto a Dionisos
era solar, y lo fue igualmente el de Mitra" (1)
Los fenicios adoraban a Baal, señor de la Luz. En la religión
de los sumerios se invocaba al dios Ud o Utu, una palabra que significa
luz, como el gran dispensador de toda vida. Los galos invocaban a Lug, y
los druidas celtas a Belenos, todos ellos dioses o encarnaciones de la Luz,
como lo hacían los discípulos de Orfeo, de Mitra y Zaratustra,
la Luz, Aura-Mazda, opuesta a las tinieblas y al caos de Arhiman. Los pitagóricos
de la Escuela de Crotona y los neo-platónicos eran seguidores del
culto al Logos Solar, y como otros grandes sabios, invocaban cada mañana
al Sol dador de vida, y precisamente la gnosis iniciática de la escuela
pitagórica conducía al candidato a la asunción de un
cuerpo de luz, el astroeides. Los discípulos de la Escuela Pitagórica
se levantaban al clarear el alba y tras purificarse en las aguas del mar,
saludaban al Sol, padre de toda luz y de toda vida, cantando y danzando
al son de la lira heptacorde los sagrados Versos Aureos y los Himnos Órficos,
con la magia, la belleza y el poder espiritual que le son inherentes, en
una ceremonia de catarsis colectiva, poseídos por el éxtasis
y la intuición de la sacralizad de toda la vida.
Las danzas y los rezos eran escogidos según sabios cálculos astrológicos para entrar en comunicación sutil con las benefactoras influencias de los planetas. La poesía sacra y las divinas palabras se extendían sobre ellos como una bendición. A veces, danzaban y giraban presos de un arrebato místico, desde el centro del propio corazón, como los mewlevis, los derviches giróvagos sufíes, al ritmo de los místicos acordes del arpa eólica, cuya música sobrenatural manaba de los invisibles dedos de Eolo, dios del viento; sonidos que llenaban la atmósfera matutina de acordes indescriptibles y sobrehumanos que hacían estremecer el alma de los danzantes.
Se dice que en propio Pitágoras hizo emplazar por toda Grecia esas
misteriosas arpas de viento, hechas con arte, en la cima de las colinas,
en los bosques o en los lugares sagrados, como el Monte de las Musas, a
favor de vientos propicios, y que su nostálgico sonido, proveniente
del más allá, invitaba a la oración y al recogimiento,
estremecía el corazón y hacía resurgir del alma de
los iniciados recuerdos aún no del todo olvidados, presagios, intuiciones,
revelaciones, despertares y anhelos del paraíso perdido, o aterrorizaba
y hacía huir a los profanos, indignos de penetrar en el sancta santorum
de los sagrados Misterios. Así, cada mañana, al alborear el
día, el Universo era recreado de nuevo, con la música, el
canto y la danza, como la India védica dice que Brahmán creó
y crea constantemente el firmamento, por medio de la Música de las
Esferas y la divina armonía de los sonidos, en la embriaguez mística
de la sempiterna Danza de Shiva.