Reseña Biográfica De Louis Claude De Saint-Martin
Saint-Martin
(Louis-Claude de), sabio y profundo espiritualista, llamado el Filósofo
Desconocido, nació en Amboise, de una familia noble, el 18 de enero
de 1743. Debe a una bella madre los primeros elementos de una educación
suave y piadosa, que le hizo, como decía él, amar, durante
toda su vida, a Dios y a los hombres. En el l colegio de Pont-Levoy, dónde
estuvo tempranamente, el libro que más le gustó fue el de
Abadie, titulado El Arte de conocerse uno mismo: es a la lectura de esta
obra que él atribuye su desapego de las cosas de este mundo. Pero
destinado por sus padres a la magistratura, se dedicó, en su curso
de derecho, más bien a las bases naturales de la justicia que a las
normas de la jurisprudencia, cuyo estudio le repugnaba. A las funciones
de magistrado, a las cuales había creído deber dar todo su
tiempo, prefirió la profesión de las armas, que, durante la
paz, le dejaba momentos de ocio para ocuparse de meditaciones y el conocimiento
del hombre. Entró como funcionario, a los veintidós años,
al regimiento de Foix, en la guarnición de Burdeos.
A pesar de su gusto por la filosofía interna, una carrera no menos
activa que la de los ejercicios militares se abrió a él. Iniciado
por las fórmulas, ritos, prácticas, operaciones que se llamaban
teúrgicas, y que dirigía Martines Pasqually (ven la Biografía
universal), jefe de la secta llamada los Martinistas, le pedía a
menudo: ¡"Maestro, como!, ¿es necesario, pues, todo eso
para conocer a Dios? " Esta vía, que era la de las manifestaciones
sensibles, no le seducía a nuestro filósofo. Fue, no obstante,
por allí que entró en la vía del espiritualismo. La
doctrina de esta escuela, cuyos miembros tomaban el título hebreo
de cohen ("sacerdote"), y que Martines presentaba como una enseñanza
pública secreta cuya tradición había recibido, se encuentra
expuesta, de una manera misteriosa, en las primeras obras de Saint-Martin,
y sobre todo en su Cuadro natural de las relaciones entre Dios, el hombre
y el universo. Después de la muerte de Martines, la escuela fue trasladada
a Lyon. Aquí Saint Martin, premunido de las armas de una doctrina
opuesta a aquella de los Enciclopedistas que no amenazaba demasiado con
propagarse, destinado hasta cierto punto a combatir el ateísmo filosófico
y como él un día debía atacar de frente el materialismo
revolucionario, publicó su libro De los Errores y de la verdad. Al
destruir las doctrinas erróneas de una pretendida filosofía
de la naturaleza y de la historia, llama al hombre a la verdad basada en
el principio mismo de la ciencia y en la naturaleza del ser intelectual;
pero no emplea las tradiciones de lãs Escrituras en apoyo de las
pruebas, o enigmas, para no choquear demasiado a los lectores imbuidos de
las teorías salidas desde el taller del barón de Holbach.
Esta misma escuela de Pasqually, cuyas operaciones cesaron en 1778, vino
a fundirse en París en la sociedad de los G. P., [Grandes Profes,
grado de los Caballeros bienhechores de la ciudad santa] o en la de los
Philalèthes, profesando aparentemente la doctrina de Martines y la
de Swedenborg, pero buscando menos la verdad que la gran obra. Saint Martin
fue invitado, en 1784, a esta última reunión; pero se negó
a participar en las operaciones de sus miembros, a quienes juzgaba de hablar
y no actuar, como simples francmasones, y no como verdaderos iniciados (es
decir, unidos a su Principio). Saint-Martin seguía de buen grado
las reuniones en donde se ocupaban, de buena fe, los ejercicios que anunciaban
virtudes activas. Las manifestaciones de un orden intelectual, obtenidas
por la vía sensible, le revelaron, en las sesiones de Martines, una
ciencia de espíritus; las visiones de Swedenborg, de un orden sentimental,
una ciencia de almas. En cuanto a los fenómenos del magnetismo sonambúlico
que él siguió en Lyon, los observaba como de un carácter
sensible inferior; pero creía en ellos. En una conferencia que tuvo
con Bailly, un Comisario informante, para convencerle de la existencia de
un poder magnético sin sospecha de inteligencia por parte de los
enfermos, dice que citó operaciones hechas sobre caballos que se
trataban entonces por este método. Bailly le respondió: ¿"Qué
sabe usted si los caballos no piensan? " Aficionado de todo lo que
podía hacerle reconocer una verdad, sobre todo en las ciencias sujetas
a principios exactos, el estudio de las matemáticas donde Saint-Martin
se ocupó para descubrir el espíritu que podía ocultar
el conocimiento de los números, causó su conexión con
Lalande; pero era demasiado antipático: duró poco. Aunque
no creyera en su ateísmo, veía, sin embargo, lugar para insertarse
cada vez más en este sistema. Nuestro filósofo se consideraba
tener más relación con el J.- J. Rousseau, que había
estudiado. Pensaba, como él, que los hombres eran naturalmente buenos:
pero entendía, por la naturaleza, que estaban originariamente perdidos,
y que podían recuperarse por su intención; ya que los juzgaba,
en el mundo, más bien entrenados por el hábito vicioso que
por la maldad. A este respecto, se asemejaba poco a Rousseau, al que observaba
como misántropo por exceso de sensibilidad y viendo a los hombres
no tal como eran, sino como quería que fueran. Por su parte, al contrario,
amó siempre a los hombres, como básicamente mejores de lo
que parecían ser; y los encantos de la buena sociedad le hacían
imaginar lo que podía valer una reunión más perfecta
en sus relaciones íntimas con su Principio. Por eso sus ocupaciones,
como sus placeres, se ajustaron siempre a esta disposición. La música
instrumental, paseos campestres, conversaciones amistosas, eran el solaz
de su espíritu; y los actos de beneficencia, los de su alma. Nada
tenía, en tanto le quedara algo por dar; y recibía siempre
más satisfacción de la que daba. En sus conversaciones, encontraba
siempre algo que ganar. De igual forma en sus conexiones con los personajes
más distinguidos debido a su alto rango (como el marqués de
Lusignan, el mariscal de Richelieu, el duque de Orleáns, la duquesa
de Borbón, el caballero de Bouflers, etc.), que con razón
hallaban su espiritualismo demasiado elevado para el espíritu del
siglo, que dice haberse debido a la confirmación y el desarrollo
de sus ideas sobre los grandes objetos cuyo Principio buscaba, entrevistándose
consigo mismo y con las personas menos prevenidas. Viajó, en esta
visión, como Pitágoras, para estudiar al hombre y a la naturaleza,
y para enfrentar el testimonio de los otros con el suyo. Era él quien
podía realmente aplicar más la divisa de Jean-Jacques: Vitam
impendere vero. Todo entero a la búsqueda de la verdad, la meta constante
de sus estudios y sus obras, Saint-Martin dejó por fin el servicio
militar para dedicarse totalmente a su objetivo, y al ministerio, espiritual
por decirlo así, al cual se sentía llamado.Fue en Estrasburgo
que, por voz de una amiga (Mme. Boecklin), tuvo conocimiento de las obras
del filósofo teutónico Jacob Boehme, observado en Francia
como un visionario; y estudió a una edad avanzada la lengua alemana,
a fin de entender y traducir para su uso, en francés, las obras de
este famoso iluminado, y aquí descubrió lo que, en los documentos
de su primer maestro, no había hecho más que entrever. Siempre
posteriormente lo consideró como la mayor luz humana que había
aparecido. Saint-Martin visitó Inglaterra, donde se vinculó,
en 1787, con el embajador Barthélemy, y conoció a William
Law, editor de una versión inglesa y de un resumen de los libros
de Jacob Boehme. En 1788, hizo un viaje a Roma con el príncipe Alexis
Gallitzin, quien dijo al Sr. Fortià d'Urban estas notables palabras:
"Sólo soy verdaderamente un hombre desde que conocí al
Sr. Saint-Martin." De vuelta de sus excursiones en Italia, Alemania
e Inglaterra, no pudo negarse a aceptar la cruz de San Luis, de la cual
no se creía digno, la que se debía más a la nobleza
de sus sentimientos que a sus servicios. La Revolución, en sus distintas
fases, encontró a Saint-Martin siempre igual, yendo derecho a su
objetivo: Justum et tenacem propositi virum. Elevado por sus principios
por sobre las consideraciones del nacimiento o la opinión, no emigró;
y, hallando horror en los desórdenes y excesos, en la anarquía,
en el despotismo, vive los terribles designios de la Providencia en la Revolución
francesa, y creyó ver un gran instrumento temporal en el hombre que
vino a más tarde a comprimirla. Fue en la época de 1793, cuando
el espíritu de la familia parecía estar, como la sociedad,
en disolución, que Saint-Martin proporcionó sus cuidados constantes
y otorgó sus últimos deberes a un padre impedido y paralítico.
Al mismo tiempo, a pesar del estado magro de su moderada fortuna, en esta
circunstancia, él fue probado, contribuyendo, en calidad de ciudadano,
a las necesidades públicas de su municipio. De vuelta en la capital,
pero comprendido en el decreto de expulsión del 27 germinal2 año
II contra los nobles, se resigna y dejó París. Mientras que
la mayoría de los hombres se ocupaban de los intereses políticos
que agitaban las naciones, él intercambiaba correspondencia sobre
objetivos elevados y abstractos, pero importantes por su influencia sobre
el destino y la naturaleza del hombre, con un baron suizo, miembro del consejo
soberano de Berna (véase "Kirchberger" en la Biografia
universal). Viviendo solitario, separado de sus conocimientos, en medio
de un mar de pasiones tempestuosas, se observaba, en su aislamiento, como
el Robinson Crusoe de la espiritualidad. Sin embargo, una supuesta conspiración
de una asociación religiosa, bajo el nombre de la Madre de Dios,
le expuso entonces ante la justicia revolucionaria y no le otorgó
2 N. del T.: Séptimo mes del calendario republicano francés.
21 de marzo a 19 de abril el refugio ante una orden de detención.
Afortunadamente, el 9 Termidor3 ocurrió. Su correspondencia con el
barón suizo, naturalista y filósofo religioso, que, llevado
hacia las manifestaciones exteriores y sensibles, le cuestionaba sobre estas
materias, habría podido hacerlo sospechar: el filósofo espiritualista,
a la verdad, traía siempre a su amigo al sentido moral e interior,
y lo devolvía a su queridísimo Boehme. Se vincularon íntimamente,
sin nunca verse; y se intercambiaron recíprocamente sus retratos.
Durante el descrédito total de las acusaciones, el Francés
aceptó de Suiza, pero solamente en depósito, la oferta de
una suma en efectivo, cuya filosofía, o más bien la fe evangélica,
le había enseñado en poder prescindir. Tras considerar la
firmeza de Jean-Jacques, encontraba poco decoroso en la boca de un hombre
que predicaba tanto la beneficencia, de decidir el libre curso rechazando
las subvenciones. Saint-Martin, por su parte, ofrecía generosamente
a Suiza, donde la casa de Morat fue saqueada por la invasión francesa,
varias partes de platería que tenía.Fiel a sus deberes públicos
como a los de la amistad, pagaba entonces personalmente su servicio en la
guardia nacional. Nos enseña que subía los suyos, en 1794,
al Templo, donde estaban detenidos los hijos de Luis XVI. Se le había
incluido, tres años antes, en la lista de los candidatos para la
elección de un gobernador del Delfín. En mayo de 1794, encargado
de elaborar el estado de la parte otorgada a su municipio de los libros
procedentes de los depósitos nacionales, lo que le interesó
sobremanera, es que haya riquezas espirituales en uma Vida de la hermana
Margarita del Santo-Sacramento. Hacia el final del mismo año, aunque
su calidad de noble le prohibiera la estancia en París hasta que
llegara la paz, fue designado por el distrito de Amboise como uno de los
alumnos en las Escuelas normales destinadas a formar los profesores para
propagar la instrucción. Después, como Sócrates, de
haber consultado a su intuición, Saint-Martin aceptó esta
misión, en la esperanza, decía, que podría, con ayuda
de Dios, en presencia de dos mil de auditores animados de lo que llamaba
el spiritus mundi, desplegar provechosamente su carácter de espiritualidad
religiosa y combatir con éxito la filosofía material y anti-social.
Requerido para volver a entrar en la capital, hubo de hacerlo, en efecto,
a propósito de defender y desarrollar la causa del sentido moral,
yéndose contra el profesor de la doctrina del sentido físico
o el análisis del entendimiento humano. La piedra que lanzó,
son sus términos, al frente del filósofo analítico,
no se perdió; y resuena todavía en los debates que llegan
hasta nosotros hoy en día. (Correspondencia inédita de Santo-Martin
con Kirchberger, 19 de marzo de 1795).
Retornando pacíficamente y con honor a su departamento, formó
parte en 1795 de las primeras asambleas electorales, pero no fue miembro
de ningún cuerpo legislativo. La paz entre Francia y Suiza le volvió
más activo en su relación con Berna, que le sirvió
de intermediario para otra correspondencia de predilección a Estrasburgo,
suspendida por las circunstancias. Era también, más que nunca,
entre los dos amigos, un intercambio de explicaciones para uno sobre el
texto de Jacob Boehme, y para el otro de explicaciones sobre la doctrina
de Saint-Martin. Los escritos de nuestro filósofo tenían necesidad,
incluso en esos en dónde parece más claro, y dónde
las características de luz que hace brotar dejan a veces desear que
se ponga más al descubierto.
3 N. del T.: Undécimo mes del calendario republicano francés.
Del 20 de julio al 18 de agosto.
En el medio de una revolución con respecto a la cual decía,
en su lengua espiritualista, que Francia había sido visitada la primera
y muy severamente porque había sido la más culpable, él
se atrevió a emitir principios bien diferentes de los que entonces
se profesaban, aunque diera el ejemplo de la sumisión al orden establecido.
En su Relámpago, entre otras, sobre la asociación humana,
muestra la base luminosa del orden social en el régimen teocrático
como la única verdad legitima. Pero no tenía de ninguna manera
propósito de fundar una secta. Sus escritos anónimos eran
todavía los des Filósofo Desconocido: los distribuía
a algunos amigos, y les recomendaba el secreto. Sus motivos, en remontarse
a Dios como principio de la autoridad, eran simplemente atraer a los hombres,
desde el cayado hasta el cetro, a esta unidad de principio cuyo pastor y
príncipe debían encontrar la ley en ellos mismos, sin tener
que recurrir a ningún libro, ni incluso al suyo. La vía interior
y de recogimiento por la cual el hombre pretende operar en él el
conocimiento del principio de las realidades, vía muy superior a
la intuición puramente racional de Kant, es la idea que termina por
dominar en los escritos del autor, incluso en él de la forma menos
grave, bajo la cual ocultó su filosofía, puesto que el tema
podía prestarse a la sátira. Un tono de alegría, que
se le escapa y que se reprocha, estaba más bien en su humor que en
su faceta de espíritu meditativo, y en su carácter llevado
a la bondad. Había leído también las Meditaciones de
Descartes y las obras de Rabelais. Gustaba tanto más de visitar los
lugares dónde habían nacido, que su región era también
la suya. Se explica así cómo su gravedad se podía derivar
a la composición de El Ministerio de Hombre-Espíritu, obra
de lo más seria como de lo más elevada, y El Cocodrilo, poema
grotesco de lo más raro, incluso después de Rabelais: es una
ficción alegórica, que pone al bien y el mal, y que cubre,
bajo una envoltura de magia, instrucciones y una crítica en donde
la verdad demasiado desnuda habría podido herir cuerpos científicos
y literarios. Al medio de esta novela enigmática e indeterminada,
se encuentran ochenta páginas de una metafísica luminosa y
profunda relativa a la cuestión de la influencia de las señales
sobre la formación de las ideas, propuesta por el Instituto. El debate
de esta cuestión trae resultados singulares, por los conceptos extraídos
en parte del orden espiritual a los cuales afecta, como el deseo, previo
o superior a la idea, etc.; conceptos que apoyan a más potentes motivos.
En esta época, las visiones y sentimientos elevados que le hacían
admirar a su buen filósofo alemán, se extendían hasta
en las cuestiones del orden natural que trataba. Según sus reseñas
que se han convertido en las más fecundas, llevadas a descubrir,
bajo la naturaleza temporal y visible, un mundo interior e invisible que
se debía manifestar, según ellas, por la cultura en el hombre
intelectual y moral, que no podía seguir siendo extraño a
ninguna ciencia. Él seguía el progreso de los descubrimientos
en cada género de conocimientos, y comparaba los datos con aquéllos
que había adquirido con Jacob Boehme y en sus propias reflexiones.
Excavando así en un mundo desconocido es que compuso y produjo El
Espíritu de las cosas, dónde se esfuerza en levantar una esquina
del velo, y de lanzar algunos atisbos sobre una naturaleza que le parecía
sólo haberse revelado, por una clase de inspiración, a las
miradas de Boehme. Se concibe, en esta hipótesis, que las ciencias,
cuyo círculo había recorrido, entonces menos avanzadas que
hoy, si le había excluido del conocimiento del hombre interior que
se le había revelado por medio de la meditación, debió
permanecer atrás en varias de sus explicaciones que no concuerdan
siempre con los nuevos descubrimientos, independientemente de que éstos
se alejan necesariamente de las opiniones recibidas.
A pesar del alcance de sus conocimientos y la originalidad de sus ideas
que hacía retrotraer todo a su espiritualismo, se admiraba en Saint-Martin
un sentido recto y una modestia simple y agradable. Su carácter flexible
y su espíritu comunicativo le hubieran seguramente le hubieron hecho
ganar muchos partidarios; pero no pretendía hacer prosélitos:
sólo quería amigos que fueran discípulos, no simplemente
de sus libros, sino de ellos mismos. Tenía un Diario de sus conexiones;
y, así como las traducciones de su querido filósofo eran provistas
por sus viejas jornadas, observaba a sus nuevos amigos como adquisiciones,
y se juzgaba muy rico en ingresos de almas. Al ver su aire humilde y su
exterior simple, no se sospechaba ni de la ciencia profunda, ni las luces
extraordinarias, ni las altas virtudes que en él se ocultaban. Pero
el candor, la paz de sus conversaciones, y, me atrevo a decir, la atmósfera
de beneficencia que parecía extenderse en torno él, manifestaban
al hombre sabio y al nuevo hombre quien había formado la filosofía
y la religión. Los amigos de la moral gustan en acordarse de una
conversación que tuvo el Sr. de Gérando con nuestro filósofo
sobre los espectáculos (Archivos literarios, n° III, 1804). Saint-Martin
les había amado mucho. A menudo, durante los quince últimos
años de su vida, se había puesto en marcha para gozar de la
emoción que le prometía la vista de una acción virtuosa
puesta en escena por Corneille o Racine. Pero en camino, le venía
el pensamiento que no era en la sombra de la virtud donde lograría
comprar el goce; y que con el mismo dinero podía realizar la imagen.
Nunca había podido, decía, resistir a esta idea: ingresaba
en un infeliz, y dejaba el valor de su ser íntimo, y volvía
a entrar en él mismo, satisfecho y dándose por bien pagado
de este sacrificio.
Se puede juzgar que las esperanzas de un hombre que tenía un hambre
tan viva de las realidades, no podían sino crecer con la edad. Por
eso decía que entrado en su sesentena, en 1803, avanzaba, gracias
a Dios, hacia los grandes disfrutes que se le anunciaban desde hace tiempo.
Se felicitaba haber conocido, aunque tarde, al autor de Genio del cristianismo;
lo que confortaba a su religión de la reciente pérdida de
La Harpe. Había tenido advertencias de un enemigo físico,
el mismo que había retirado a su padre, pero distaba mucho de afligirse;
y la Providencia, decía, se había ocupado siempre muy bien
para que tuviera otra cosa que gracias por devolverle. La vista de Aunay,
cerca de Sceaux donde tenía un amigo, siempre le había ofrecido
bellezas naturales que elevaban su espíritu hacia su modelo, y le
hacían suspirar, como los ancianos de Israel, que, al ver el nuevo
Templo, lamentaban los encantos del antiguo. Una idea similar le había
seguido en todo el curso de sus años; y su deseo fue conservarlo
hasta el final.
Parecía presentir su fin. Una entretención que había
deseado tener como profundo matemático sobre la ciencia de los números,
cuyo sentido oculto lo ocupaba siempre, tuvo lugar en efecto con el Sr.
de Rossell, por la mediación del autor de esta reseña. Dice,
terminando: "Siento que me voy: la Providencia puede llamarme; estoy
listo. Las semillas que intenté sembrar fructificarán; parto
mañana para la campiña de uno de mis amigos: doy gracias al
Cielo de concederme el último favor que pedía. " Dice
entonces adiós al Sr. de Rossell, y se apretaron la mano.
Al día siguiente, en efecto, se volvió a la casa de campo
del Sr. el conde Lenoir-Laroche, en el mismo Aunay que tanto había
amado. Tras una ligera comida, retirándose en su habitación,
tuvo un ataque de apoplejía. Aunque su lengua se desconcertaba, pudo
sin embargo hacerse oír por sus amigos, acudieron y se reunieron
ante él. Sintiendo que toda ayuda humana se volvía inútil,
exhortó todos los que le rodeaban a poner su confianza en la Providencia,
y a vivir entre ellos en hermandad, en los sentimientos evangélicos.
A continuación rogó a Dios en silencio; y expiró sin
agonía y sin dolor, el 14 de octubre de 1803.
Aunque Saint-Martin estaba aún entonces bastante difundido, este
filósofo era generalmente poco conocido en el mundo, tanto que los
periódicos publicados anunciaron su deceso confundiéndole
con Martines Pasqually, su maestro, muerto en Santo Domingo en 1779. Si
bien el discípulo sobrepasó al jefe de una doctrina religiosa,
sus sentimientos, como él lo dijo, estaban bien lejos de ser dictados
por vistas particulares o exclusivas. Todos sus discursos y sus escritos
tenían por objeto al contrario de poner de manifiesto que la vía
de la verdad podía abrirse a todos los hombres verdaderamente cristianos,
por la meditación; no que Saint-Martin, como lo adelantó el
autor de Tardes en San Petersburgo, no creyera en la legitimidad del sacerdocio
cristiano, sino que pensaba que por todas partes la institución del
Cristo podía operarse por la fe sincera por los poderes y los méritos
del Redentor. ¿Cómo un escritor que profesaba un cristianismo
así indulgente había podido incurrir, por otro lado, en la
animadversión por parte de los pretendidos apóstoles de la
tolerancia y la filantropía? Es que su religión no era ni
política ni fingida; es que la claridad que emanaban de su convicción,
a pesar de las nubes de las cuales parece haberse envuelto, ofuscaron las
luces del filosofismo. Saint-Martin escribió mucho; y sus libros
siempre se desarrollan gradualmente, con más fuerza y claridad, el
carácter religioso cuya impresión llevan. Se les comentó
mucho, y traducidos en parte, pero principalmente en las lenguas del Norte
de Europa.
Se va a ver, por un vistazo general sobre la doctrina del autor, donde cada
uno de sus escritos ofrecerá un punto de vista particular, que no
es asombroso que espíritus extraviados por la pasión, o entregados
a los errores de los sentidos, no hayan podido entenderlo ni saborearlo.
Pero está permitido creer que a medida que las ideas morales y los
sentimientos religiosos renacidos se simplifiquen purificándose por
la influencia de una más amplia cultura del espíritu, se sentirá
la necesidad de oponer un espiritualismo encendido y razonable a esta tendencia
de las ciencias naturales hacia un materialismo que asigna a los órganos
físicos facultades y funciones, y que hace, de agentes pasivos y
ciegos, el principio de la actividad y la inteligencia.
Las obras de Saint-Martin tienen por objeto, no solamente explicar la naturaleza
a través del hombre, sino también volver a traer todos nuestros
conocimientos al Principio em donde el espíritu humano puede convertirse
en el centro. La naturaleza actual, decaída y dividida consigo misma
y con el hombre, conserva sin embargo en sus leyes, así como el hombre
en varias de sus facultades, una disposición a reingresar en la unidad
original. Por esta doble relación, la naturaleza se pone en armonía
con el hombre, así como el hombre se coordina con su Principio. De
allí sigue que el nosce te ipsum debe abarcarse en la idea del mí,
el concepto del mí racional y del mí espiritual. Este conocimiento
no es pues la simple teoría de un tipo o sujeto de nuestras ideas,
que Platón concluye del concepto de arquetipo, extraída ella
misma de las ideas de unidad y del objeto. Descartes y Leibniz descienden
también, por una idea común, del abstracto al sensible, pero
después de haberse elevado del sujeto al objeto, el primero vía
concepción, el segundo por vía de la percepción. Kant,
no superando el límite de lo sensible, separa el objeto abstracto
del sujeto, y lo deja en el rango de los conceptos generales cuya su razón
intuitiva no puede dar cuenta. Según Saint-Martin, el hombre, tomado
por sujeto, simplemente no concibe ni percibe el objeto abstracto de su
pensamiento: él recibe, pero de una otra fuente que la de las impresiones
sensibles (véase a continuación, Bibliografía, n°
II). Además, el hombre que se recoge, y se hace abnegado, por su
voluntad, de todas las cosas exteriores, opera y obtiene el conocimiento
íntimo del Principio incluso del pensamiento o la palabra, es decir,
de su Prototipo, o del Verbo, del cual es originariamente la imagen y el
tipo. El Ser divino se revela así al espíritu del hombre;
y, al mismo tiempo, se manifiestan los conocimientos que están en
relación con nosotros mismos y con la naturaleza de las cosas. Es
a esta naturaleza original, donde el hombre se encontraba en armonía
con su Principio, que debe tender, por su obra y su deseo, reuniendo su
voluntad a la del Reparador. Entonces, la imagen divina se reforma, el alma
humana se regenera, las bellezas del orden se descubren, y se restablece
la comunicación entre Dios y el hombre. Se ve, según esta
reseña de la doctrina de Saint-Martin, que el espiritualismo, cuya
vía en primer lugar le había sido abierta por Pasqually, y
a continuación se había nivelado por Jacob Boehme, no era
ya la ciencia simplemente de los espíritus, sino la de Dios. Las
místicas de la Edad Media y aquella de la escuela de Fénelon,
al unirse por la contemplación a su Principio seguían la doctrina
de su maestro Rusbrock, estando absorbidas en Dios por el afecto. He aquí
una puerta más elevada: no es solamente la facultad afectiva, es
la facultad intelectual, que conoce en ella su Principio divino, y por ella,
el modelo de esta naturaleza que Malebranche veía no activamente
en sí mismo, pero especulativamente en Dios, y donde Saint-Martin
descubre el tipo en su ser interior por una operación activa y espiritual,
que es la semilla del conocimiento. Es hacia este objetivo que las obras
del autor, en el orden de su composición, parecen dirigirse, señalando
progresivamente, por la ruta que siguió, que se puede seguir en la
misma carrera. Considerado en primer lugar como autor, y en seguida como
traductor, uno no es más que la prolongación o el complemento
del otro, toda vez que es el mismo espíritu.
De los Errores y de la verdad o los Hombres recordados al principio universal
de la ciencia, por un PH... Inc..., Edimburgo (Lyon), 1775, en 8°. El
autor, que seguía raramente su propia voluntad al escribir, sino
más bien el consejo de sus amigos, indignado de leer, en Boulanger,
que las religiones habían nacido del susto causado por las catástrofes
de la naturaleza, hizo este libro para mostrar, como lo dijo, en la naturaleza
misma del hombre, el conocimiento sensible de una causa activa e inteligente,
verdadera fuente de las alegorías, de los misterios, de las instituciones
y leyes. Mientras que la escuela de Holbach, por la voz de Voltaire, trataba
este mismo libro, a veces enigmático, de insensato y de absurdo,
y que sin embargo picaba dando la consecuencia, el filósofo de Berna,
afectado de las verdades que le parecía contener bajo el velo, causaba
una correspondencia con su autor, cuya obra observaba como el del escritor
más profundo de este siglo. La pretendida Consecuencia de los Errores
y de la verdad..., Salomonopolis (París), 5784, in-8°, fue indicado,
por Saint-Martin, como fraudulenta, y lo tachó con el defecto de
los falsos sistemas que combatía. En efecto, el Filósofo Desconocido
había dicho que la voluntad constituía la facultad esencial
y fundamental del hombre; y es en el desmentido que se atreve a interpretarlo,
cuando se dice (página 7) que la voluntad no es más que una
modificación del cerebro por la cual el hombre está dispuesto
a poner en juego sus órganos. ¿No parece ya oír la
doctrina material de Cabanis y la escuela de Gall?
Cuadro natural de los relaciones que existen entre Dios, el hombre y el
universo, conel epígrafe (extraída de la obra anterior, según
la usanza del autor): "Explicar las cosas por el hombre, y no el hombre
por las cosas", 2 partes, Edimburgo (Lyon), 1782, in-8°. En esta
obra, compuesta en París según el consejo de algunos amigos,
el autor infiere, de la superioridad de las facultades del hombre y sus
actos sobre los órganos sensoriales y sobre sus producciones, que
la existencia del carácter, o general o particular, es el producto
también de potencias creativas superiores a este resultado. Sin embargo,
el hombre está en la dependencia de las cosas físicas, cuya
idea sólo adquiere por la impresión que hacen sobre sus órganos.
Pero tiene, al mismo tiempo, conceptos de otra clase, de las ideas de ley
y potencia, de orden y unidad, de sabiduría y justicia. Es así
dependiente de sus ideas intelectuales y morales, así como ideas
extraídas de los sentidos. Ahora bien, aquéllas no vienen:
parten pues de otra fuente; de facultades exteriores, que producen en él
los pensamientos. Pero, ¿de ahí nació esta G ence-
R eseña biográfica de Saint Martin - p ágina 1 3 dependencia?
El desorden producido por una causa inferior, que se opuso a la causa superior,
y que dejó de ser su ley. El hombre cayó: por lo tanto, lo
que existía como principio inmaterial fue sensibilizado bajo formas
materiales. El orden y el desorden se manifestaron. Sin embargo, todo tiende
a reingresar en la unidad de dónde todo salió. Si, como consecuencia
de esta caída, las virtudes o facultades morales e intelectuales
fueron compartidas por el hombre, debe trabajar, revivificando su voluntad
por el deseo, para recuperar lo que de él se separó. Pero
su regeneración no puede operarse sino en virtud del acto del Reparador,
cuyo sacrificio sustituyó a las expiaciones que tenían lugar
antes de la ley del espíritu. Tal es el plan de esta obra capital,
cuya marcha lógica es apretada, y más metódica o más
continua que la primera. Varios lugares, distinguidos por comillas, parecen
extraños o menos vinculados al discurso; lo que tiende a la parte
enigmática de la doctrina de Martines, dónde se dice por ejemplo,
en la lengua misteriosa de los números, que el hombre se perdió
yendo de 4 a 9, es decir, del espíritu a la materia. Pero, no es
por estas figuras puramente alegóricas que se debe juzgar el fondo
de la doctrina. Al resto, las dos obras anteriores han sido publicadas en
alemán, con comentarios por un anónimo, 2 volúmenes
in-8°, 1784.
El Hombre de deseo, Lyon, 1790, in-8°; revisado y varias veces reimpreso;
nueva edición: Metz, año X (1802), in-12°.
Son impulsos a la manera del salmista, en los cuales el alma humana se vuelve
nuevamente hacia su primer estado, que la vía del Espíritu
puede hacerle recuperar por la Bondad divina. El autor compuso El Hombre
de deseo a la instigación del filósofo religioso Thieman,
durante sus viajes en Estrasburgo y Londres. Lavater, el Ministro en Zurich,
en su Diario alemán de diciembre de 1790, hizo un elogio distinguido
de esta obra, como uno de los libros que le había gustado más,
aunque reconoce ingenuamente, en cuanto al fondo de la doctrina, haberla
comprendido poco. Pero Kirchberger, familiarizado aún más
con los principios de este libro, lo observa, al contrario, como el más
rico en pensamientos luminosos; y el autor mismo conviene en que en efecto
encuentra gérmenes dispersos por aquí y por allá, cuyas
propiedades ignoraba al sembrarlos, y que se desarrollaban cada día
para él, desde que había conocido a Jacob Boehme.
Ecce homo, imprenta del Círculo social, año IV (1792), in-12°.
Fue en París que escribió este opúsculo, según
un concepto vivo (dice él), que había tenido en Estrasburgo.
Su objetivo es el de mostrar a qué grado de descenso el hombre impedido
decayó, y de curarlo de la inclinación a las maravillas de
un carácter inferior, como el sonambulismo, las profecías
del día, etc. Tenía más concretamente en vista la duquesa
de Borbón, su amiga de corazón, modelo de virtud y piedad,
pero entregada a esta misma impulsión para lo maravilloso.
El Hombre Nuevo, París, ibid., año IV (1792), 1 volumen in-8°.
Es más una exhortación que una enseñanza. Lo escribió
en Estrasburgo, en 1790, por el consejo del caballero Silverhielm, antiguo
capellán del rey de Suecia, y sobrino de Swedenborg. La idea fundamental
de esta obra es que el hombre lleva en él una especie de texto, cuya
vida entera debería ser el desarrollo, porque el alma del hombre,
dice, es una primitivamente un pensamiento de Dios: de allí resulta
que el medio de renovarnos al volver a entrar en nuestra verdadera naturaleza,
es pensar por nuestro propio Principio, y emplear nuestros pensamientos
como tantos órganos para operar esta renovación. A pesar de
la elevada fuente donde el autor se remonta, reconocería más
tarde que no habría escrito este libro, o que lo habría escrito
en forma diferente, sí entonces hubiera tenido el conocimiento de
las obras de Jacob Boehme.
El espíritu de las cosas o el Golpe- de ojo filosófico sobre
la naturaleza de los seres ysobre el objeto de su existencia, con el epígrafe:
Mens hominis rerum universalitatis especulumo est, París, año
VIII (1800), 2 vol. in-8°.
Nuestro filósofo pensaba que hay una razón a todo lo que existía,
y que el ojo interno del observador era el juez. Considera así al
hombre como que tiene en él un espejo vivo, que refleja todos los
objetos, y que le lleva a verlo todo y a conocerlo todo: pero este espejo
vivo siendo él mismo un reflejo del Divinidad, es por esta luz que
el hombre adquiere ideas sanas, y descubre la eterna naturaleza (vea n°
X), de la que habla Jacob Boehme. Esta obra está sin duda de revelaciones
naturales, el que autor anunciaba el proyecto, en 1797, a Kirchberger, y
el tema del cual éste aconsejaba a Saint-Martin suprimir todo lo
que podía hacer sentir el misterio. Pero, ¿lo que Jacob Boehme
había podido, según sus nociones a priori, resumir en grande,
Saint-Martin, con toda la medida de sus conocimientos propios o adquiridos,
podría desarrollarlo con todo detalle de una manera siempre clara
e inteligible? Si la antropología, la cual sabemos que se ocupa uno
de sus discípulos, ha apoyado todo lo que los conocimientos modernos
pudieron descubrir, abarcaba los principios aplicables a las distintas ramas
de la ciencia del hombre físico, moral e intelectual, es entonces
que se tendría en efecto un verdadero espíritu de las cosas.
Carta a un amigo o Consideraciones políticas, filosóficas
y religiosas, sobre la Revolución francesa, París, año
III (1795).
Fue después de siete años que Saint-Martin, sobre las instancias
de uno de sus amigos, publicó su gran pensamiento sobre la escena
que pasaba en el mundo. Observaba la Revolución francesa como la
del género humano, y como una imagen en miniatura del Juicio Final,
pero dónde las cosas debían pasar sucesivamente, para comenzar
por Francia.
Kirchberger encontraba que el autor de este libro, al considerar este grave
acontecimiento en su origen y en su resultado, aunque juzgando quizá
con demasiada severidad de infelices instrumentos que fueron víctimas,
había sabido solucionar con sabiduría y moderación
las grandes dificultades de teoría del edificio social, cuyas construcciones,
dicho, están todavía a reiniciar, si no están basadas
en una base elevada y fija, y se coordinan a un objetivo grande y moral.
Relámpago sobre la asociación humana, París, año
V (1797), in-8°. Este Relámpago es como una visión del
espíritu, que descubre, en el principio del orden social, el hogar
de donde emanan la sabiduría, la justicia y la potencia, sin las
cuales no existe la asociación duradera, bien que él lo establezca
con Helvétius sobre las necesidades y la previsión naturales
del hombre, o que lo apoya con Rousseau en una voluntad pretendida general,
pero siempre particular, en el hombre más o menos vicioso.
Reflexiones de un observador sobre la cuestión propuesta por el Instituto:
¿Cuáles son las instituciones más susceptibles de fundar
la moral de un pueblo?, año VI (1798).
Después de haber examinado los distintos medios que pueden más
o menos tender a este objetivo vinculando la moral con la política,
el observador muestra la insuficiencia de estos medios, si el legislador
asienta él mismo, sobre las bases íntimas de nuestra naturaleza,
esta moral cuyo Gobierno sólo debe ser el resultado puesto en acción.
El autor habría tratado, quince años antes, un tema similar,
propuesto por la academia de Berlín, sobre la mejor manera de recordar
la razón a los pueblos entregados al error o a las supersticiones,
cuestión que demostró insoluble por los únicos medios
humanos (memoria insertada en sus obras póstumas).
Discurso en respuesta al ciudadano Garat, profesor de entendimiento humano
en las Escuelas normales, sobre la existencia de un sentido moral, y sobre
la distinción entre las sensaciones y el conocimiento.
Este discurso, pronunciado tras una conferencia pública del 9 ventoso4
año III (27 de febrero de 1795), se encuentra impreso en la colección
de las Escuelas normales (tomo III de los Debates), publicada en 1801. El
debate que tuvo lugar entre el profesor y el alumno, dice al Sr. Tourlet
en su Prospecto histórico sobre Saint-Martin, "puso en evidencia
toda la potencia de su adversario; y resultó en que la cuestión
más abstracta se trató con profundidad", y añadimos,
enteramente a la ventaja del sentido moral.
Prueba relativa a la cuestión propuesta por el Instituto: Determinar
la influencia de las signos sobre la formación de las ideas, con
el epígrafe: Nascentur ideæ, fiunt signa, año VII (1799),
in-8°. Un pasaje donde el profesor apoyaba la anterioridad de las signos
sobre las ideas, parece haber dado nacimiento a la cuestión del Instituto,
que supone esta anterioridad, y a la cual el autor responde no más
victoriosamente, tratando la cuestión según formas mitad teosóficas,
mitad académicos. En la alegoría graciosa de la que hablamos,
este Ensayo que se 4 N. del T.: Sexto mes del calendario republicano francés.
Del 19 de febrero al 20 de marzo. G ence- R eseña biográfica
de Saint Martin - p ágina 1 6 encuentra intercalado, aunque de un
tono bien diferente, es la supuesta la obra de un pequeño primo de
Mme. Jof (la Fe), trazado por un psicógrafo en el gabinete de Sédir
(el Deseo). Son los dos personajes alegóricos principales del libro
que tiene por título: El Cocodrilo o la Guerra del bien y el mal,
llegada bajo el reino de Luis XV, poema mágico épico en 102
cantos, en prosa mezclada con verso, obra póstuma de un aficionado
a las cosas ocultas, París, año VII (1799), in-8° de 460
páginas.
El Ministerio de Hombre-Espíritu, París, Migneret, año
XI (1802), in-8°, 3 partes:
"Del hombre"; "De la naturaleza"; "De la Palabra".
El objetivo de este libro es mostrar cómo el Hombre-Espíritu
(o ejerciendo un ministerio espiritual) puede mejorarse, y regenerarse él
mismo y los otros, volviendo la Palabra o el Logos (el Verbo) al hombre
y a la naturaleza. Es en esta Palabra que Saint-Martin, plena de de la doctrina
y los sentimientos de Jacob Boehme, dibuja la vida donde él anima
aquí sus razonamientos y su estilo. Sin embargo, esta obra, aunque
más clara en general que las precedentes, es aún, en varios
partes, demasiado distante de las ideas humanas, para ser plenamente concebida
y sentida. La gran mejora que el teósofo propone, consiste en el
desarrollo radical de nuestra esencia íntima. Todos sus escritos
se basan más o menos en esta base: pero, en resumen, el Cuadro natural,
estableciendo, para la obra de la regeneración, la necesidad de un
Reparador, hizo ver la grandeza del sacrificio en el cual la propia víctima
se inmolaba, en vez de los holocaustos sangrientos que tenían lugar
antes. El Hombre de deseo puso de manifiesto que la sangre de esta víctima
era espíritu y vida, la misericordia se encontraba así reunida
con la justicia. El Ministerio de Hombre-Espíritu aprende por fin
a operar en sí mismo la acción del reparador, inmolándose,
a su ejemplo, para separarse del reino material, órgano del mal;
el renacimiento del hombre por esta vía donde Jacob Boehme si entró
profundamente según Saint-Martin, siendo bien preferible a las vías
que abren las visiones contemplativas de los místicos, o las manifestaciones
sensibles producidas o por la exaltación del alma en Swedenborg,
o por la somnolencia de los sentidos corporales en el magnetismo sonambúlico.
Traducciones de obras de Jacob Boehme, a saber:
La Aurora naciente o la Raíz de filosofía..., conteniendo
una descripción de la naturaleza en su origen...; trad. sobre la
edición alemana de Gichtel, 1682, por el Filósofo Desconocido,
con un prospecto sobre Jacob Boehme, París, año IX (1800),
in-8°. Esta naturaleza original, que Boehme llama la eterna naturaleza,
y donde la nuestra sería una alteración, no es sino una naturaleza
sin engendramiento, puesto que es la emanación de un principio único
e indivisible, que Boehme, para hacerse oír, da como trinario en
su esencia, y septenario en sus formas o métodos. Es pues sin ningún
motivo que se confundió, así como su causa, con la Sustancia-Principio
de Spinoza.
Un resumen del origen y las consecuencias de la alteración de esta
naturaleza, según Jacob Boehme, otorgado en El Ministerio de Hombre-Espíritu
(p. 28-31), muestran cómo, queriendo dominar por el fuego, en el
primer Principio, en vez de reinar por el amor en el segundo, el espíritu
prevaricador implicó en su caída al hombre, se le había
sido opuesto; cómo, el hombre fue absorbido en su forma grosera,
el amor divino quiso presentarle su modelo, para hacerle recuperar su semejanza,
por su unión con su tipo. Estos puntos, en general, seguramente no
tienen nada de bíblicos: pero, en la declaración de las formas
de los tres Principios, las expresiones de las distintas propiedades del
Ser, que tienden a comprimir, atraer, mover (formas esenciales del primer
Principio); las mismas que son la manifestación, y que consisten
en recalentar, encender, producir y operar (formas que pertenecen al segundo
y al tercer principio), pueden parecer, en parte, extraídas de las
cualidades del orden sensible: sin embargo, a pesar de los términos
de la física o química, demasiado a menudo mezclados a la
expresión de los conceptos más elevados, es todavía
en un sentido inmaterial y espiritual que Boehme quiere que se le entienda;
y es también en sus propias reseñas, sin pedir prestado nada
a Paracelso, que dibujó estos conceptos, que es la base de su filosofía.
Saint-Martin reconoce al resto, con Poiret, que el autor es a la vez sublime
e indeterminado, y que en particular su aurora es un caos, pero que contiene
todos los gérmenes desarrollados en sus Tres Principios, y en las
producciones subsiguientes, sobre las cuales haremos pocas observaciones.
Los Tres Principios de la Esencia divina, París, año X (1802),
2 vol. in-8 °.
Esta obra, compuesta siete años más después que la
aurora naciente, informa menos; y se puede observar un cuadro completo de
la doctrina del autor, excepto las explicaciones y las nuevas explicaciones
que presentan las obras siguientes, aunque sólo forman aún
una porción de sus obras: pero es suficiente para dar la idea; y
la obra entera no satisfaría los de los lectores que no habrían
podido comprender las mismas cosas repetidas y explicadas a menudo hasta
la saciedad por el autor mismo.
De la triple vida del hombre, edición revisada por Sr. Gilbert, París,
Migneret, 1809, in-8°.
Es sobre la manifestación del origen, de la esencia y del final de
las cosas según los três Principios, que se establece en esta
triple vida, incluyendo la vida exterior y corporal, la vida propia e interna,
y la vida divina, donde el alma entra por un nuevo nacimiento, y penetra
en el espíritu del Cristo.
Cuarenta cuestiones sobre el alma..., seguidas de Seis puntos y de Nueve
textos, edición revisada por el mismo, París, 1807, in-8°.
Estas cuestiones, que circulan sobre la naturaleza y las propiedades del
alma, habían sido propuestas al autor por un aficionado de teosofía,
su maestro en química, el doctor Balthazar Walter. Las respuestas
son anunciadas no según la razón exterior, sino según
el espíritu del G ence- R eseña biográfica de Saint
Martin - p ágina 1 8 conocimiento, según los principios cuyo
autor dio las bases, y en donde ellas son una recapitulación.
Estas distintas traducciones forman alrededor de un tercio de las obras
de Boehme, cuyas obras sólo había dos traducidas hasta entonces
en lengua viva: la primera, el Signatura rerum, impresa en Frankfurt, en
1664, bajo el nombre el Espejo temporal de la Eternidad; y la segunda, en
Berlín, 1722, in-12°, titulada El Camino para ir a Cristo.
Obras póstumas de Saint-Martin, Tours, 1807, 2 vol. in-8°. Se
distingue en esta recopilación: una elección de sabios pensamientos
de Saint-Martin, por el Sr. Tournier; un Diario, desde 1782, de sus relaciones,
de sus conversaciones..., bajo el título de "Retrato de Saint-Martin
hecho por sí mismo"; varias cuestiones y fragmentos de literatura,
moral y filosófica, entre otras cosas, distintos pedazos sobre "La
poesía profética", sobre "La admiración",
sobre "Las vías de la sabiduría", y "Las leyes
de la Justicia divina";poesías donde, como se le piensa bien,
el autor se dedica más al fondo que a la forma: sin embargo, se encuentra,
en "El cementerio de Amboise", y sobre todo en las "Estrofas
sobre el origen y el destino del hombre", los pensamientos profundos,
expresados con sentimiento y con energía; por fin, de las meditaciones
y los rezos, donde se pinta verdaderamente el hombre de deseo, que hace
votos para que su similares busquen los verdaderos conocimientos, los disfrutes
puros del espíritu, dibujándolos en su propio centro, y elevándose
de allí hacia la fuente de la luz y la vida, después de la
cual no había cesado de suspirar.