El
Santo Sepulcro
San Bernardo
18. Entre todos
los lugares santos y añorados, es el sepulcro el que se lleva la
primacía, por así decirlo. Siéntese en el sitio donde
descansó el cadáver del Señor un no sé qué
de especial devoción, más intensa que en los demás
lugares donde vivió. Porque el recuerdo de la muerte mueve más
a la piedad que el de la vida. Pienso que la vida es más severa y
la muerte más entrañable; pues la quietud serena del sueño
agrada a la debilidad humana más que las fatigas de la vida. La relajación
de la muerte halaga más que la tensión de la vida. La vida
de Cristo es para mí una exigencia y su muerte una liberación
de la muerte. Su vida me enseñó a vivir; su muerte destruyó
la mía. Su vida fue penosa y su muerte no menos valiosa: las dos
fueron necesarias. Porque ni la muerte de Cristo le sirve de nada al que
vive mal, ni su vida al que muere indignamente. ¿Acaso la muerte
de Cristo puede sin más librar de la muerte eterna a los que viven
de mala manera hasta el momento de su muerte? ¿Pudo redimirlos su
santidad personal a los santos Padres que murieron antes de Cristo? Bien
claro está escrito: ¿Quién vivirá sin ver la
muerte, quien sustraerá su vida a la garra del abismo?
Precisamente porque necesitamos tanto las dos cosas, nos enseñó
Cristo a vivir en la santidad y morir en la paz. Para ello serenó
a la muerte muriendo, porque pereció, mas para resucitar. Así
nos dio la esperanza de la resurrección a los que hemos de morir.
Hay que alegar todavía un tercer aspecto positivo, sin el cual de
nada servirían los dos anteriores: perdonó también
los pecados. Cara a la eterna bienaventuranza, ¿qué premio
habría conseguido la vida más perfecta y más larga
de cualquiera, si sigue atado a un solo pecado, aunque sea el original?
Porque hubo por delante un pecado del que se siguió la muerte: si
el hombre no lo hubiera cometido, nunca habría experimentado la muerte.
19. Pero, al pecar, perdió la vida y encontró la muerte, exactamente
como Dios se lo había avisado con antelación. Justo era que,
si pecaba, muriese. ¿Podría aplicársela una ley más
justa que la del talión? Dios es la vida del alma y el alma es la
vida del cuerpo. Al pecar voluntariamente, pierde también voluntariamente
la vida: luego, aunque contra su voluntad, seguirá sin poder recuperar
la vida. Libremente rechazó la vida, porque no quiso vivir; por tanto,
tampoco podrá comunicarla a quien él quiera ni de la manera
que quiera. Si el alma no quiso sujetarse a Dios, tampoco podrá dominar
el cuerpo. Si no obedeció al superior, ¿qué derecho
tiene para mandar al inferior? El creador se encontró con su criatura
en rebelión frente a él; aguante ahora el alma la rebeldía
de su esclavo. El hombre quebrantó la ley divina; por eso encontrará
en sus miembros otra ley que lucha contra los criterios de su espíritu,
y le hace prisionero de la ley del pecado. Tal como está escrito:
Son nuestras culpas las que crean separación entre Dios y nosotros.
Por eso también la muerte crea la separación entre nuestro
cuerpo y nosotros. El alma sólo pudo separarse de Dios pecando, y
el cuerpo sólo puede separarse del alma muriendo. ¿Te parece
acaso tu castigo desproporcionado por su rigidez, cuando sólo te
obliga a soportar en tu cuerpo lo mismo que tú osaste cometer en
tu espíritu contra el Creador? Nada más justo. La muerte fue
causa de la muerte. La muerte espiritual trajo la muerte corporal. La muerte
del pecado acarreó la muerte como castigo. Así que una muerte
voluntaria impuso una muerte inevitable.
20. Ya está condenado el hombre a esta doble muerte en cuanto ser
compuesto, una espiritual y voluntaria, y la otra corporal e irremediable.
El Dios hecho hombre se ofreció generosa y eficazmente con una única
muerte corporal y voluntaria, para vencer con la suya nuestras dos muertes.
Así tenía que ser. Pues una de ellas era debida al castigo
del pecado, y la otra a la deuda contraída por la pena. Asumiendo
el castigo sin contraer la culpa, muere libremente sólo con la muerte
corporal, y merece a nuestro favor la vida y la justificación. Si
no hubiese padecido corporalmente, no habría pagado la deuda; y si
no hubiese muerto voluntariamente, su muerte no habría contraído
mérito alguno. Pero, como ya queda dicho, si el pecado merece la
muerte y la muerte es la deuda del pecado, al borrar Cristo el pecado muriendo
por los pecadores ya no existe la culpa y la deuda queda saldada.
21. -¿Y cómo sabemos que Cristo pudo borrar el pecado? Indudablemente
porque es Dios y puede cuanto quiere. ¿Pero cómo sabemos que
es Dios? Lo prueban sus milagros: él hizo cosas que ningún
otro hombre puede hacerlas. Lo atestiguan los oráculos de los profetas
y el testimonio del Padre, que descendió hasta él desde el
cielo envolviéndolo con su gloria. Si Dios esta a nuestro favor,
¿quién puede estar en contra? Dios es el que perdona, ¿quién
podrá condenar? Si al mismo Dios y a ningún otro es a quien
confesamos cada día: contra ti solo pequé, ¿podríamos
encontrar alguien capaz de perdonar mejor el pecado cometido contra el mismo
Dios? ¿Y cómo no va a poder el que todo lo puede? Incluso
yo mismo, si quiero, puedo perdonar a los que me ofenden. ¿Y Dios
no va a poder perdonar a quienes le ofenden a él? Por tanto, si el
omnipotente tiene poder para perdonar los pecados, y sólo él
puede hacerlo porque sólo contra él pecamos, dichoso el que
está absuelto de su culpa. Sabemos, pues, que Cristo, porque es Dios,
pudo perdonar los pecados.
22. ¿Quién duda de que también quiere perdonarlos?
El que asumió nuestra carne y sufrió la muerte, ¿podría
negarnos su gracia? Voluntariamente se encarnó, voluntariamente padeció,
voluntariamente fue crucificado. ¿Nos privará precisamente
de su misericordia? Ya sabemos que pudo perdonarlos porque es Dios. Al hacerse
hombre nos demostró que también lo quiso.
Nos queda por saber si además pudo vencer la muerte. Tenemos certeza
de que lo consiguió con toda justicia, porque sin merecerla la padeció.
Entonces no hay razón para que se nos exija lo que él pagó
ya por nosotros. El que levantó el castigo del pecado, dándonos
su propia santidad, ese mismo saldó la deuda de la muerte y nos devolvió
la vida. Muerta, pues, la muerte, vuelve la vida; quita el pecado, se recupera
la gracia. Huye la muerte ante la muerte de Cristo y nos apropiamos de la
gracia de Cristo.
¿Es que podía morir el que era Dios? Claro; porque también
era hombre. Pero ¿en virtud de qué podría valerle a
otro su muerte? Porque también era justo. Así que por ser
hombre pudo morir; y por ser justo, no debía morir inútilmente.
Es cierto que un pecador no puede liquidar por otro pecador la deuda de
la muerte, pues cada cual muere por su propio pecado. Pero el que no tiene
que morir por su culpa personal, ¿debe morir inútilmente por
otro? No. Y cuanto más humillante sea la muerte del que no la merecía,
más justo será que viva aquel por quien ha muerto.
23. Quizá te preguntes "qué clase de justicia es esa
que obliga a morir al inocente por un culpable". No es justicia, sino
misericordia. Si fuese justicia ya no moriría gratuitamente, sino
para pagar una deuda. Y si muriese para pagar una deuda personal, él
moriría ciertamente, pero aquel por quien iba a morir no viviría.
Es cierto que no podemos hablar de justicia, pero tampoco de injusticia;
pues, de lo contrario, no sería a la vez justo y misericordioso .
Podrías insistir aún: "Concedido que el justo pueda satisfacer
válidamente por el injusto. Pero ¿cómo puede uno solo
satisfacer por todos? Porque parece propio de la justicia que la muerte
de uno no pueda devolver la vida más que a otro". Ya respondió
a esto el Apóstol: Lo mismo que por el delito de uno solo recayó
sobre todos los hombres la condenación, así por la acción
justa de uno solo recae sobre todos los hombres la justificación
que da la vida; es decir, como la desobediencia de aquel único hombre
constituyó pecadores a la humanidad, así también por
la obediencia de uno la humanidad quedará constituida justa. Y si
puede devolver el perdón a todos, ¿no podrá también
devolverles la vida? Si un hombre trajo la muerte, también un hombre
trajo la resurrección de los muertos: es decir, lo mismo que por
Adán todos mueren, así también por Cristo todos recibirán
la vida.
Resulta que pecó uno solo y a todos los toman por culpables. Y la
inocencia de uno solo, ¿va a contar sólo para el inocente?
El pecado de uno acarreó la muerte para todos; y la fidelidad de
uno, ¿va a devolver la vida solamente a uno? Si fuera así,
la justicia de Dios habría servido más para condenar que para
salvar. Es decir, que habría podido más Adán para el
mal que Cristo para el bien. A mí se me imputaría el pecado
de Adán, pero no me pertenecería la acción justa de
Cristo. Resulta que me perdió la desobediencia del primero y no me
sirve de nada la obediencia del segundo.
24. Podrías contestarme: "Es lógico que hayamos contraído
el pecado de Adán justamente, porque todos pecamos en él;
cuando él pecó, nosotros estábamos en él y hemos
sido engendrados en su carne por la concupiscencia de la carne". Sí;
es verdad. Pero también nacimos de Dios, según el espíritu,
de un modo mucho más íntimo que el nacimiento de Adán
según la carne. E incluso estuvimos en Cristo según el espíritu
mucho antes que en Adán según la carne. También nosotros
confiamos estar incluidos entre aquellos de quienes dice el Apóstol:
Antes de crear el mundo nos eligió con el, es decir, con el Padre
en el Hijo. Porque hemos nacido de Dios, como lo atestigua el evangelista
Juan: No de linaje humano, ni por impulso de la carne, ni por deseo de varón,
sino que nacen de Dios.
Y él mismo nos dice en una carta: Quien ha nacido de Dios no comete
pecado, porque le conserva la generación celestial. Pero puedes seguir
objetando: "La concupiscencia carnal testifica nuestro origen carnal,
y el pecado que sentimos en la carne pone de manifiesto que descendemos
en la carne de lo carnal de un pecador". A pesar de esto, te insisto
en que la generación espiritual no se hace sentir en la carne, sino
en el corazón, pero sólo entre aquellos que puedan decir con
Pablo: Nosotros tenemos el sentido y el espíritu de Cristo. Por eso
experimentan un cambio tan grande que ellos también se atreven a
decir: Ese mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu que
somos hijos de Dios. Y aquello otro: Nosotros no hemos recibido el espíritu
del mundo, sino el espíritu que viene de Dios. Así conocemos
a fondo los bienes que Dios nos ha dado. Por el espíritu que Dios
nos ha dado, el amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones. Pero,
erdad; podía infundirles la fe con sus signos milagrosos y enderezarlos
en sus costumbres con la rectitud de su vida. Después de haber vivido
el hombre Dios en este mundo sobria, recta y piadosamente predicó
la verdad y realizó maravillas hasta llegar a padecer lo más
abyecto. Así ha quedado consumada nuestra salvación.
Añadamos además la gracia del perdón de los pecados,
por el cual quedamos absueltos graciosamente de nuestros crímenes
y se ve ya rematada la obra de nuestra liberación. No debemos temer
que Dios no tenga poder para perdonar los pecados, o que no desee perdonarlos,
cuando fue capaz de padecer tanto y de tantas maneras por los pecadores.
Lo que importa es que ahora nosotros nos esforcemos en vivir dignamente,
como es de justicia; que imitemos sus ejemplos y veneremos sus milagros
para no ser incrédulos a su mensaje e ingratos a sus padecimientos.
27. Todo lo de Cristo nos ha servido, todo fue fecundo, todo fue necesario
para nuestra salvación; tanto su debilidad como su majestad. Si por
la fuerza de su divinidad bastó su palabra para librarnos del yugo
del pecado, por la debilidad de su carne fue suficiente su muerte para abolir
los derechos de la muerte. Por eso dice atinadamente el Apóstol:
La debilidad de Dios es más potente que los hombres. Toda una locura
para salvar al mundo, para confundir su sabiduría, para desconcertar
a los sabios. A pesar de su condición divina, se despojó de
su rango y tomó la condición de esclavo. Era rico y se hizo
pobre por nosotros. Era grande y se hizo pequeño. Era un ser excelente
y se hizo humilde. Era poderoso y se hizo débil. Pasó hambre,
sed, cansancio. Todo lo demás que hubo de sufrir lo asumió
libremente, sin coacción alguna. Semejantes locuras son para nosotros,
en el camino de la prudencia, una norma de justicia, un ejemplo de santidad.
De nuevo nos lo insinúa el Apóstol: La locura de Dios es más
sabia que los hombres.
Su muerte nos libró de la muerte; su vida, del error; y su gracia,
del pecado. La muerte consumó la victoria gracias a su fidelidad,
porque el fiel, pagando lo que no había robado, recobró con
todo derecho lo que no había perdido.
Cumplió maravillosamente en todo su proceder con lo que luego sería
para nosotros espejo y modelo de vida y sumisión. Finalmente, su
gracia, como ya hemos dicho, perdonó los pecados con el mismo poder
con el que hizo todo cuanto quiso. La muerte de Cristo es, pues, muerte
de mi muerte, porque él murió para que yo viva. ¿Es
posible que no viva ya aquel por quien murió el que es la Vida? ¿Quién
puede temer extraviarse por el camino de la virtud o desorientarse en el
conocimiento de la verdad, llevando por guía a la Sabiduría
misma? ¿Cómo puede ser considerado como reo el que fue absuelto
por la justicia misma? Él afirma en el Evangelio que es la vida cuando
dice: Yo soy la Vida. Y el Apóstol le atribuye estos dos títulos:
Fue constituido por Dios Padre justicia y sabiduría para nosotros.
28. Pero, si el régimen del espíritu de la vida nos ha liberado
del régimen del pecado y de la muerte, ¿cómo se explica
que todavía tengamos que morir y no nos revistamos inmediatamente
de la inmortalidad? Para que no falle la veracidad de Dios. Como Dios ama
la misericordia, y la fidelidad a Sí mismo, el hombre ha de morir
necesariamente, pues así lo había predicho Dios. Pero también
debe resucitar, para que no creamos que se ha olvidado de su misericordia.
De esta manera, la muerte, aunque no ejerce su dominio sobre nosotros para
siempre, reina todavía un tiempo sobre nosotros. Igual que el pecado.
Tampoco impera sobre nuestro cuerpo mortal, mas no por eso desaparece del
todo. Por esta razón Pablo se gloriaba de sentirse liberado de la
esclavitud del pecado, pero inmediatamente se lamentará de que en
cierto sentido sigue abrumado bajo otra ley, y protesta amargamente contra
el pecado: Percibo en mi cuerpo otra ley, etc. Y en otro lugar gime deprimido
bajo la ley de la muerte, suspirando por verse liberado de su cuerpo.
29. Sean éstas, u otras parecidas, las consideraciones que el sepulcro
sugiere a la sensibilidad del cristiano, según la inspiración
que a cada uno le domine, pienso que quienes puedan contemplar el lugar
mismo de la sepultura del Señor se sentirán como poseídos
de la más dulce e intensa devoción, y que les hará
un gran bien poder contemplarlo con sus propios ojos. Pues, aunque está
vacío sin su sagrado cuerpo, lo llenan nuestros más entrañables
y profundos misterios. Nuestros -he dicho- y muy nuestros, si somos capaces
de enardecernos por lo que nos dice el Apóstol y que lo creemos con
tanta firmeza: Aquella inmersión que nos vinculaba a su muerte nos
sepultó con Él, para que, así como Cristo fue resucitado
de la muerte por el poder del Padre, también nosotros empezáramos
una vida nueva. Además, si hemos quedado incorporados a el por una
muerte semejante a la suya, ciertamente lo estaremos también por
una resurrección semejante.
¡Qué satisfacción tan agradable experimentan los peregrinos,
después de pasar tantas fatigas durante su largo viaje, lleno de
peligros por tierra y por mar, al descansar por fin en el mismo lugar donde
saben que reposó su Señor! Yo me imagino que con esta alegría
quedan atrás los sinsabores del camino y olvidan la cuantía
de sus gastos. Como si ya hubiesen conseguido como premio de sus penalidades
la meta de su carrera, al decir de la Escritura, se sienten transportados
de gozo al hallar su sepulcro.
No ha sido algo casual, ni repentino, ni un sospechoso fervor popular lo
que ha dado tanta celebridad a este sepulcro, cuando ya tantos siglos atrás
profetizó Isaías claramente: Aquel día la raíz
de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: lo buscarán
las naciones y será glorioso su sepulcro. Realmente podemos comprobar
cómo se ha cumplido cuanto dicen los profetas. Para los que ahora
lo ven, parece una novedad, mas para quienes lo vieron en la Escritura,
ya es muy viejo. Así sentimos el gozo de lo nuevo y no nos quedamos
sin la garantía de lo antiguo. Creo que con esto son ya suficientes
nuestras consideraciones sobre el sepulcro.
Bernardo de Claraval (1090-1153). "El sepulcro" (epígrafe
XI de De laude novae militiae ad Milites Templi, Elogio de la nueva milicia
templaria, en San Bernardo, Obras completas, t. I, Madrid, B. A. C., 1983;
Madrid, Siruela, 1994 [sólo el De laude..., con una amplia introducción
de Régine Pernoud]). En su calidad de secretario del Concilio de
Troyes (1128), el abad de Claraval redactó la regla de la Orden del
Temple y luego, entre 1130 y 1136, compuso a instancias de Hugo de Payns,
primer gran maestre de la Orden y buen amigo suyo, el sermón exhortatorio
del que se extrajo el anterior texto.