"En la
tradición cristiana, la beneficencia como tal es enteramente dependiente
de la tercera y más alta de las virtudes teologales: la caridad.
Y hay que entender por virtudes teologales, como bien dice Santo Tomás
de Aquino en su "Suma Teológica", aquellas por las que
nos orientamos hacia Dios, primer principio y fin último de todas
las cosas.
Nuestro mundo actual confunde la solidaridad con la beneficencia que tiene
un sentido mucho más profundo. La práctica activa de la beneficencia,
como virtud cristiana y masónica, esta ligada a la caridad, virtud
teologal, y no a al concepto social de solidaridad, como se cree a menudo
hoy en día, en estos tiempos en los que "lo humanitario"
deviene mucho más rentable en el plano de la propaganda y la captación
de fondos públicos y privados.
Por mucho dinero que pueda reunir cualquier Obediencia Masónica nunca
superará lo recaudado en uno de estos telemaratones, que las distintas
cadenas de televisión organizan normalmente en el mes de diciembre
con el fin de recaudar fondos a favor de los afectados por la esclerosis
múltiple, el sida, la fibrosis quística, etc, a los que acuden
todos los políticos y famosos para dejarse ver y "salir en la
foto" junto a estas encomiables causas. En consecuencia, si entendemos
solamente la beneficencia como un acto de dar dinero la Masonería
quedaría equiparada, o incluso por debajo, a cualquier otro tipo
de organización con fines sumamente respetables, pero no justificaría
la existencia de nuestra Institución que tiene el ejercicio de la
beneficencia como una de sus principales razones de ser.
Para la Masonería Rectificada la noción de Beneficencia abarca
mucho más, tiene un concepto mucho más amplio. No en vano,
la condición más alta a que podemos aspirar la denominamos
"Caballero Bienhechor (Benefactor) de la Ciudad Santa".
La solidaridad
forzosamente debe surgir de la virtud de la justicia. Es un deber de justicia,
como es un deber de justicia rendir culto al Dios único, nuestro
Creador ("Vere dignum et justum est", dicen todos los prefacios
eucarísticos).
A este título, la solidaridad es, no ya respetable, sino necesaria,
ya que es un deber de justicia el permitir a aquellos que no tienen nada,
tener el mínimo conveniente a la dignidad humana.
Sin embargo, y a la vista de todo lo que acabamos de decir, sería
culpable querer reducir la caridad, una de cuyas pruebas traducida en actos,
es la beneficencia, a la caridad. La solidaridad como hecho social, infinitamente
respetable ciertamente, surge de la sola voluntad del hombre, la caridad,
por el contrario, restaura al hombre en su vocación de ser hijo de
Dios por y en Cristo.
Esto es lo que viene a decir muy exactamente el conde Henri de Virieu en
su Memoria sobre la Beneficencia, presentada el 29 de julio de 1782 en el
Convento de Wilhelmsbad:
"La virtud que nombramos beneficencia es esta disposición del
alma que hace operar sin descanso el bien a favor de los otros, sea de la
naturaleza que sea. Esta virtud abarca pues necesariamente un campo inmenso,
ya que siendo su esencia operar el bien en general, todo lo que el espíritu
pueda concebir de bueno en el universo es de su incumbencia y debe ser sometido
a su acción. Es de esta manera que el hombre debe contemplar y practicar
la virtud por la que se convierte en lo más parecido a su principio
infinito del que es imagen, a este principio de bondad que, queriendo siempre
la felicidad de todas sus producciones sin excepción alguna, actúa
continuamente para procurársela, siendo así eterna e infinitamente
bienhechor."
Y Virieu añade estas palabras de capital importancia que ilustran
maravillosamente lo que se acaba de decir y que nos dan la medida de lo
que debe ser el corazón de la espiritualidad propia del Régimen
Rectificado:
"Tal es la idea que debemos formarnos de la beneficencia, que debe
extenderse sin excepción a todo aquello que pueda ser verdaderamente
bueno y útil a los demás, que no debe descuidar ninguno de
los medios posibles para alcanzarlo. Aquel que se limita a dar los socorros
pecuniarios a la indigencia hace realmente un acto de beneficencia, pero
no puede obtener el título de bienhechor; no menos que aquel que
cree haberlo satisfecho todo protegiendo la inocencia, o aquel otro que
se circunscribe a aliviar a sus Hermanos sufrientes, o incluso aquel que
en un orden muy superior de cosas hiciera consistir toda su beneficencia
en iluminar e instruir a sus semejantes.
Todos estos bienes, tomados por separado, no son más que ramas de
un mismo árbol, que no se pueden desgajar sin quitarles la vida.
Pero sólo merece verdaderamente el título de bienhechor aquel
que, convencido de lo sublime de su esencia, considerando la grandeza de
su naturaleza formada a imagen y semejanza del principio eterno de toda
perfección, la vista puesta sobre esta fuente infinita de toda luz,
de todo bien, para imitarla y cumplir así los deberes sagrados que
por naturaleza le son impuestos, siente que, al igual que la bondad eterna
abraza a todos los seres, a todos los tiempos, a todos los lugares, igualmente
la beneficencia, que no es mas que la manifestación de la bondad,
debe ser sin límites; que creado a imagen y semejanza divinas, viola
su propia ley cuando olvida el deber de imitar sin descanso su modelo y
no manifiesta su existencia a todos los seres si no es por sus buenas obras;
que nacido para ser el órgano de esta infinita bondad, no debe jamás
cerrar la mano destinada a repartirla, a propagar sus efectos, que de acuerdo
a las circunstancias y sus medios dá, aconseja, protege, alivia,
instruye; que piensa y actúa sin cesar por el bien de sus semejantes,
no dejando de actuar si no para volver a empezar, haciendo que ésta
tarea perdure por toda su existencia, y que en fin, si los límites
de sus facultades no le permiten recorrer a la vez esta inmensa carrera,
abraza al menos en su corazón, su voluntad, sus deseos, todos los
medios imaginables de operar el bien y todos los seres susceptibles de sentir
sus efectos.
Sería pues abusar profundamente querer conceder el titulo general
de beneficencia sólo a los actos particulares de esta virtud cuya
esencia es abrazar sin excepción todos aquellos actos que puedan
tender a hacer el bien de la humanidad."
Después de la lectura de este admirable texto, puede uno mesurar
perfectamente bien la catástrofe actual que representa la reducción
de la caridad a la sola solidaridad. La caridad es don y olvido de uno mismo,
mientras que la solidaridad "mediática y ostentatoria"
no es mas que una faceta del orgullo humano (sin contar que su eficacia
para aliviar los males es a menudo dudosa)."
Caridad y sólo caridad. He aquí una de las claves que nos
acercan a nuestro propio espíritu y por ende a Dios.
Bien entendida, es un total desapego hacia uno mismo y entrega sin reservas
a los demás. Silenciosamente. Sin ostentación de lo que hemos
regalado con amor.
Toda vanidad de lo logrado hace desaparecer lo conseguido, con lo cual desembocamos
en la inutilidad y en la nada, y se debe volver a empezar.
Cuantas veces sea preciso. Al principio y de nuevo al silencio. Simplemente.