LA LEY INMUTABLE
RENÉ GUÉNON


Ya hemos visto que las enseñanzas de todas las doctrinas tradicionales son unánimes en el hecho de afirmar la supremacía de lo espiritual sobre lo temporal y en no considerar como normal y legítima más que una organización social en la que esta supremacía se reconoce y se traduce en las relaciones de los dos poderes correspondientes a estos dos dominios. Por otra parte, la historia muestra claramente que el desconocimiento de este orden jerárquico trae consigo por todas partes y siempre las mismas consecuencias, a saber, desequilibrio social, confusión de las funciones, dominación de elementos cada vez más inferiores, y también degeneración intelectual, olvido de los principios transcendentes primero, y después, de caída en caída, se llega hasta la negación de todo verdadero conocimiento. Por lo demás, es menester destacar bien que la doctrina, que permite prever que tales cosas deben pasar así inevitablemente, no tiene necesidad, en sí misma, de una tal confirmación a posteriori; pero, si a pesar de esto creemos deber insistir en ello, es porque, siendo nuestros contemporáneos particularmente sensibles a los hechos en razón de sus tendencias y de sus hábitos mentales, aquí hay con qué incitarles a reflexionar seriamente, y quizás incluso puedan verse llevados a reconocer la verdad de la doctrina.

Si esta verdad fuera reconocida, aunque fuera sólo por un pequeño número, sería un resultado de una importancia considerable, ya que no es sino de esta manera como puede comenzar un cambio de orientación que conduzca a una restauración del orden normal; y esta restauración, sean cuales fueren sus medios y sus modalidades, se producirá necesariamente más pronto o más tarde; es sobre este último punto sobre el que nos es menester dar todavía algunas explicaciones.

El poder temporal, hemos dicho, concierne al mundo de la acción y del cambio; ahora bien, puesto que el cambio no tiene en sí mismo su razón suficiente , debe recibir su ley de un principio superior, ley que es la única por la cual se integra en el orden universal; por el contrario, si se pretende independiente de todo principio superior, el cambio no es ya, por eso mismo, más que desorden puro y simple.

En el fondo, el desorden es, la misma cosa que el desequilibrio, y, en el dominio humano, se manifiesta por lo que se llama la injusticia, ya que hay identidad entre las nociones de justicia, de orden, de equilibrio y de armonía, o, más precisamente, éstos no son sino aspectos diversos de una sola y misma cosa, considerada de maneras diferentes y múltiples según los dominios en los cuales se aplica . Ahora bien, según la doctrina extremo-oriental, la justicia está hecha de la suma de todas las injusticias, y, en el orden total, todo desorden se compensa por otro desorden; por eso es por lo que la revolución que invirtió a la realeza es a la vez la consecuencia lógica y el castigo, es decir, la compensación, de la rebelión anterior de esta misma realeza contra la autoridad espiritual.

La ley se niega desde que se niega el principio mismo del cual emana; pero sus negadores no han podido suprimirla realmente, y ella se vuelve contra ellos; es así como el desorden debe entrar finalmente en el orden, al cual nada podría oponerse, sino sólo en apariencia y de una manera completamente ilusoria.

Sin duda se objetará que la revolución, al sustituir el poder de los kshatriyas por el de las castas inferiores, no es más que una agravación del desorden, y, ciertamente, eso es verdad si no se consideran más que los resultados inmediatos de ello; pero es precisamente esta agravación misma la que impide al desorden perpetuarse indefinidamente. Si el poder temporal no perdiera su estabilidad por el hecho mismo de desconocer su subordinación respecto de la autoridad espiritual, no habría ninguna razón para que el desorden cesara, una vez que se hubiera introducido así en la organización social; pero hablar de estabilidad del desorden es una contradicción en los términos, puesto que el desorden no es otra cosa que el cambio reducido a sí mismo, si puede decirse: sería en suma querer encontrar la inmovilidad en el movimiento.

Cada vez que el desorden se acentúa, el movimiento se acelera, ya que se da un paso más en el sentido del cambio puro y de la «instantaneidad»; por eso es por lo que, como lo decíamos más atrás, cuanto de orden más inferior son los elementos que le traen, tanto menos duradera es su dominación.

Como todo lo que no tiene más que una existencia negativa, el desorden se destruye a sí mismo; es en su exceso mismo donde se puede encontrar el remedio a los casos más desesperados, porque la rapidez creciente del cambio tendrá necesariamente un término; y, ¿no comienzan muchos hoy a sentir más o menos confusamente que las cosas no podrán continuar así indefinidamente? Incluso si en el punto del desorden donde está el mundo, ya no es posible un enderezamiento sin una catástrofe, ¿es ello una razón suficiente para no considerarle a pesar de todo, y, si alguien se negara a ello, no sería eso una forma del olvido de los principios inmutables, que están más allá de todas las vicisitudes de lo «temporal», y que, por consiguiente, ninguna catástrofe podría afectar?

Decíamos precedentemente que la humanidad jamás ha estado tan alejada del «Paraíso terrestre» como lo está actualmente; sin embargo, es menester no olvidar que el fin de un ciclo coincide con el comienzo de otro ciclo; remitámonos por lo demás al Apocalipsis, y se verá que es en el extremo límite del desorden, que llega hasta la aparente aniquilación del «mundo entero», cuando debe producirse la venida de la «Jerusalén celeste», que será, para un nuevo periodo de la historia de la humanidad, el análogo de lo que fue el «Paraíso terrestre» para el que se terminará en ese momento mismo .

La identidad de los caracteres de la época moderna con los que las doctrinas tradicionales indican para la fase final del Kali-Yuga permiten pensar, sin demasiada inverosimilitud, que esta eventualidad podría no estar ya muy lejana; y después del oscurecimiento presente, eso sería, ciertamente, el triunfo completo de lo espiritual .

Si tales previsiones parecen demasiado aventuradas, como pueden parecerlo en efecto a quien no tiene datos tradicionales suficientes para apoyarlas, al menos pueden recordarse los ejemplos del pasado, que muestran claramente que todo lo que no se apoya más que sobre lo contingente y lo transitorio pasa fatalmente, que siempre el desorden se desvanece y que el orden se restaura finalmente, de suerte que, incluso si el desorden parece triunfar a veces, ese triunfo no podría ser sino pasajero, y tanto más efímero cuanto mayor haya sido el desorden.

Más pronto o más tarde, y quizás más pronto de lo que nadie estaría tentado a suponer, será así sin duda en el mundo occidental, donde el desorden, en todos los dominios se lleva actualmente más lejos de lo que jamás se haya llevado nunca en ninguna parte; ahí también, conviene esperar el fin; e, incluso si, como hay algunos motivos para temerlo, este desorden debiera extenderse por un tiempo a la tierra entera, eso tampoco sería como para modificar nuestras conclusiones, ya que no sería más que la confirmación de las precisiones que indicábamos hace un momento en cuanto al fin de un ciclo histórico, y la restauración del orden sólo tendría que operarse, en este caso, en una escala mucho más vasta que en todos los ejemplos conocidos, aunque también sería incomparablemente más profunda y más integral, puesto que llegaría hasta ese retorno al «estado primordial» del cual hablan todas las tradiciones .

Por lo demás, cuando uno se coloca, como nosotros lo hemos hecho, bajo el punto de vista de las realidades espirituales, se puede esperar sin turbación y tanto como sea menester, puesto que, como lo hemos dicho, se trata del dominio de lo inmutable y de lo eterno; la prisa febril que es tan característica de nuestra época prueba que, en el fondo, nuestros contemporáneos se quedan siempre en el punto de vista temporal, incluso cuando creen haberle rebasado, y que, a despecho de las pretensiones de algunos a este respecto, apenas saben lo que es la espiritualidad pura. Por otra parte, entre aquellos mismos que se esfuerzan en reaccionar contra el «materialismo» moderno,
¿cuántos hay que sean capaces de concebir esta espiritualidad fuera de toda forma especial, y más particularmente de una forma religiosa, y de liberar los principios de toda aplicación a circunstancias contingentes?

Entre los que se erigen en defensores de la autoridad espiritual, ¿cuántos hay que sospechen lo que puede ser esta autoridad en estado puro, como decíamos más atrás, que se den cuenta verdaderamente de lo que son sus funciones esenciales, y que no se detengan en apariencias exteriores, reduciéndolo todo a simples cuestiones de ritos, cuyas razones profundas permanecen por lo demás totalmente incomprendidas, e incluso de «jurisprudencia», que es una cosa del todo temporal?

Entre aquellos que querrían intentar una restauración de la intelectualidad, ¿cuántos hay que no la rebajen al nivel de una simple «filosofía», entendida esta vez en el sentido habitual y «profano» de esta palabra, y que comprendan que, en su esencia y en su realidad profunda, intelectualidad y espiritualidad no son absolutamente más que una única y misma cosa bajo dos nombres diferentes? Entre aquellos que han guardado a pesar de todo algo del espíritu tradicional, y no hablamos más que de esos porque son los únicos cuyo pensamiento puede tener para nos algún valor, ¿cuántos hay que consideren la verdad por sí misma, de una manera enteramente desinteresada, independiente de toda preocupación sentimental, de toda pasión de partido o de escuela, de toda preocupación de dominación o de proselitismo?

Entre aquellos que, para escapar al caos social en el cual se debate el mundo occidental, comprenden que es menester, ante todo, denunciar la vanidad de las ilusiones «democráticas» e «igualitarias», ¿cuántos hay que tengan la noción de una verdadera jerarquía, basada esencialmente sobre las diferencias inherentes a la naturaleza propia de los seres humanos y sobre los grados de conocimiento a los cuales éstos han llegado efectivamente?

Entre aquellos que se declaran adversarios del «individualismo», ¿cuántos hay que tengan en ellos la consciencia de una realidad transcendente en relación a los individuos? Si formulamos aquí todas estas preguntas, es porque permitirán, a aquellos que quieran reflexionar bien en ellas, encontrar la explicación de la inutilidad de algunos esfuerzos, a pesar de las excelentes intenciones de las cuales están sin duda animados aquellos que los emprenden, y también la de todas las confusiones y de todos los malentendidos que surgen hoy día en las discusiones a las cuales hacíamos alusión en las primeras páginas de este libro.

Sin embargo, mientras subsista una autoridad espiritual regularmente constituida, aunque sea desconocida de casi todo el mundo e incluso de sus propios representantes, aunque esté reducida a no ser más que la sombra de sí misma, esta autoridad tendrá siempre la mejor parte, y esta parte no podría serle arrebatada , porque hay en ella algo más elevado que las posibilidades puramente humanas, porque, incluso debilitada o adormecida, ella encarna todavía «la única cosa necesaria», la única que no pasa. «Patiens quia aeterna», se dice a veces de la autoridad espiritual, y muy justamente, no, ciertamente, porque alguna de las formas exteriores que puede revestir sea eterna, ya que toda forma es contingente y transitoria, sino porque, en sí misma, en su verdadera esencia, participa de la eternidad y de la inmutabilidad de los principios; y es por eso por lo que, en todos los conflictos que ponen al poder temporal enfrentado con la autoridad espiritual, se puede estar seguro de que, cualesquiera que puedan ser las apariencias, es siempre ésta quien tendrá la última palabra.
sentido.

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