LA
TEOLOGÍA NEGATIVA
JOSCELYN GODWIN
La Edad Media
no conoció ninguna escuela iniciática pública como
aquellas que habían florecido en la Antigüedad. Las hermandades
pitagóricas y órficas, la Academia platónica, los cultos
mistéricos Herméticos y el Mitraico -todos habían desaparecido
de Europa junto con el Imperio Romano. Su visión del hombre como
un microcosmos, reflejando en miniatura todo el universo y su origen, y
su propuesta de un camino por medio del cual él podía hacerse
divino, estaban casi perdidas. La nueva religión oficial de la Cristiandad
apenas podía tolerar semejantes ideas, aún entre su propia
élite intelectual. El poder de la Iglesia descansaba en la divinidad
de un solo hombre, Jesucristo, y en un camino hacia la salvación
para el resto: aquél de la obediencia.
A pesar de esto, a veces todavía podemos vislumbrar, como una cadena
de oro medio enterrada, el legado de una tradición teosófica
Cristiana muy diferente de la corriente principal. Su energía parece
haberse derivado de la experiencia mística, considerada e interpretada
a la luz de la filosofía neoplatónica. Lo que caracteriza
esta tradición es que no afirma nada sobre Dios, más bien
niega la posibilidad de la afirmación. Es la antítesis del
tipo de aserción que comienza: "Así dice el Señor".
Resultó muy naturalmente del neoplatonismo, cuando un escritor griego
no identificado, conocido como Dionisio el Areopagita, reinterpretó
los vuelos más altos del misticismo pagano a la luz de la nueva religión.
Dionisio estaba bien consciente de los peligros del monoteísmo exotérico.
Deploraba a aquellos "que describían la Causa Primera trascendental
de todo por las características derivadas del más bajo orden
de los seres." Sus mejores esfuerzos para describirla como corresponde
toman la forma de paradojas, o de enunciados de lo que no es ("la teología
negativa"). Habla de ello como de lo que eclipsa toda brillantez con
la intensidad de su Obscuridad; como aquello que incluye todos los atributos
del universo, pues es la Causa Universal de todo, mas no posee ninguno,
ya que los trasciende a todos.
Las palabras de los teólogos tienden a ser secas, pero aquí
brotan de una experiencia directa que es, paradójicamente, la no
experiencia, porque no hay un sí mismo separado que lo experimente.
Dionisio dice en otra paradoja, expresándose igual que Plotino: "A
través de la inactividad de todos sus poderes de razonamiento, el
místico se une mediante su más alta facultad a Aquello que
es totalmente incognoscible; así, conociendo nada, él conoce
Aquello que está más allá de su conocimiento."
Estas cosas, dice Dionisio, no deben ser reveladas a los no iniciados. De
hecho fueron divulgadas y sirvieron de inspiración a toda la tradición
mística cristiana.
Además de su Teología Mística, de donde están
tomadas estas citas, Dionisio escribió un tratado Sobre las Jerarquías
Celestes que es el fundamento de toda ciencia angélica cristiana.
Su logro fue hacer que los principios de la teología neoplatónica
fueran aceptables para el monoteísmo. Reclasificó las jerarquías
de los dioses y daimones como las Nueve Ordenes Angélicas, y las
hizo concordar con la tradición judía y con la Biblia. Así,
la jerarquía de los poderes secundarios que gobiernan el cosmos se
salvó de extinguirse en el imaginal de la Edad Media.
El doble logro de Dionisio lo hace padre del esoterismo cristiano. Primero,
él enseña que el Absoluto es indescriptible y totalmente trascendente,
mas de alguna manera accesible y presente en el hombre. Esta es la máxima
justificación para todo esfuerzo espiritual. Luego completa el resto
de la jerarquía cósmica, poblando los cielos y las esferas
con seres invisibles. Estos se vuelven la base de la magia ceremonial, la
filosofía astrológica, una reavivada cosmología Hermética,
y por lo tanto de las ciencias ocultas en Europa.
Dionisio era desconocido en el mundo occidental hasta el siglo nueve cuando
el monje irlandés, Juan Escoto Erígena tradujo sus obras al
latín. Erígena desarrolló luego los principios del
teósofo anónimo en una concepción grandiosa del universo
y del destino humano. Platónico por naturaleza, no vio ninguna diferencia
entre la verdadera religión y la verdadera filosofía, ya que
la totalidad concebible del universo -el objeto de especulación filosófica-
es inseparable de Dios. Lo que uno podría llamar "la teología
positiva" de Erígena concierne a la Naturaleza, vista como Dios
en el proceso de revelarse. Gracias a esto, los humanos también son
capaces de convertirse en Dios o Hijos de Dios. Lo que es más, al
final, todos ellos serán redimidos, conjuntamente con todos los animales
y aún los diablos. Esta doctrina bondadosa de Erígena estaba
en total contraste con el eterno Infierno, preferido, o temido, por creyentes
ortodoxos.
El otro aspecto de Dios es el negativo o indescriptible, pero para Erígena
éste es también paradójicamente accesible, por el mero
hecho de que todos somos divinos en nuestra íntima naturaleza. En
su Homilía al prólogo del evangelio de San Juan, él
dice: "Juan, por lo tanto, no era un ser humano sino más que
un ser humano cuando voló por encima de sí mismo y de todas
las cosas que son. Transportado por el poder inefable de la sabiduría
y la más pura bondad, entró en aquello que está más
allá de todas las cosas
Él no hubiera sido capaz de
ascender a Dios si primero no se hubiera convertido en Dios" (capítulo
5).
El tercer gran expositor de la teología negativa es Meister Eckhart,
otro agudo lector de Dionisio. Eckhart no era un ermitaño sino un
capaz administrador monástico en Bohemia y Alemania. Lejos de reservar
sus enseñanzas a pocos esoteristas, las proclamó al mundo.
No predicaba sus sermones en latín culto, sino en los poderosos y
terrestres monosílabos de su nativa Tierra del Rin.
El tema principal de Eckhart era la potencialidad del hombre para conocer,
y de una manera ser Dios. Dijo a sus oyentes que cuando un hombre permanece
en Dios, "no hay diferencia entre él y Dios; son uno."
He aquí una de sus explicaciones de por qué esto es así:
"Cuando Dios creó al hombre, lo guardó contra todo mal;
la cadena dorada del destino, viniendo de la Trinidad hacia el poder más
alto del alma y también continuando a través de sus poderes
más bajos, los somete a los más altos para que ningún
desorden pueda atacar ni el cuerpo ni el alma salvo que transgreda esta
ley." (Meister Eckhart, ed. inglesa 1924, I, 291).
Aquí, Meister Eckhart sugiere un análisis tripartito del ser
humano, constituido por espíritu, alma y cuerpo, con el Espíritu
(Geist en su alemán -como el Espíritu Santo en viejos textos
ingleses) a la cabeza de la jerarquía. Tal disposición estaba
presente en el platonismo, pero no era parte de la doctrina regular cristiana,
que le permite al hombre sólo un alma y un cuerpo. El término
spiritus en latín se utiliza para denominar al Espíritu Santo,
pero de otra manera se aplica a un orden mucho más bajo de seres
y substancias invisibles (nuevamente, comparar los usos de la palabra "espíritu").
Cuando se leen teorías esotéricas sobre la constitución
del hombre, es importante saber cómo es que el autor está
usando la palabra "espíritu": ya sea como algo más
divino que el alma, o meramente como el vínculo sutil entre alma
y cuerpo.
El concepto de Eckhart del hombre compuesto de manera tripartita es también
el fundamento de la alquimia espiritual, en el cual el azufre y el mercurio
simbolizan respectivamente el espíritu, en el sentido más
alto, y el alma. Su conjunción o "boda química",
entonces, representa la unión del alma entera con su más alto
principio espiritual, es decir, con la divinidad en el interior de sí,
que es indistinguible del Dios que sólo puede ser descripto por negaciones.
De estos tres teólogos, Dionisio estaba a salvo de la censura oficial
porque se le creía haber sido compañero de San Pablo, así
como el patrón santo de Francia. Los escritos de Erígena fueron
condenados por varios concilios de la iglesia, principalmente con el motivo
del panteísmo (hacer un dios del universo). Meister Eckhart fue excomulgado
en 1329, poco después de su muerte, cuando no podía ya contestar
a los cargos hechos en su contra: estos incluían la proclamación
de los secretos de la iglesia al público. Y en realidad lo había
hecho, sabiamente o no, compartiendo las certezas internas de uno "a
quien Dios no ocultaba nada."
El cristianismo siempre ha tenido problemas con sus místicos y teósofos,
porque éstos no pueden evitar desviarse de la senda dispuesta para
la gran masa de los fieles. Con muy raras excepciones, de las cuales Sócrates
es la más famosa, este problema no surgió en las culturas
politeístas. Es un síntoma de la contradicción que
yace en el corazón de las religiones monoteístas. Se puede
argumentar que el monoteísmo, a menudo alabado como un gran adelanto
en la historia de las ideas religiosas, fue realmente un paso hacia atrás
en casi todo aspecto. Esto ilustra cómo una verdad, cuando es transpuesta
al nivel equivocado, puede generar un sinnúmero de falsos conceptos
en la mente exotérica.
La inteligencia sutil de los filósofos hindúes, egipcios y
griegos fácilmente captó la verdad del monoteísmo:
que sólo puede haber un origen último de todas las cosas.
Pero el devoto común, en toda religión, no se conforta con
la metafísica sino con la fe, y saca su sustento espiritual de una
relación personal con un dios o diosa. Una cultura politeísta
como la de la antigua Roma o la India moderna reconoce que en tal devoción
hay muchas cosas respetables y permite que cada uno escoja su divinidad.
Sus filósofos guardan su comprensión para sí mismos,
y no interfieren en las costumbres religiosas de las personas diciendo:
"Ustedes deberían derribar los ídolos de Júpiter
(Shiva, Isis, etc.) y adorar el Uno inefable."
No así los monoteístas. Las escrituras del judaísmo,
la cristiandad y el islamismo, insisten en que hay un solo Dios, y en un
sentido tienen razón. Pero tal vez lo que algunos llaman Dios, no
es ya más el Uno de los filósofos. Es una entidad masculina
con atributos de un orden mucho más bajo, como el deseo de amor,
la respuesta a oraciones, las dádivas que ofrece y la intervención
en asuntos humanos. No es mejor que los dioses del Olimpo, sin embargo se
supone debiera ser el origen de todo. Y al igual que actúa con encarnizada
enemistad hacia los devotos de otros dioses, también lo hacen sus
seguidores - ¡como si al Uno le importara!
A medio camino de nuestro estudio hemos llegado a la línea divisoria
de la historia europea. El panorama hasta ahora ha sido pagano y de aquí
en adelante es cristiano. Ahí delante se extiende un milenio y medio
de caza de herejes, cismas, persecuciones, inquisiciones y guerras civiles
libradas en el nombre de Cristo. No puedo culparlo a él, o a la escuela
esotérica que dió origen a la mitología cristiana.
Sólo puedo culpar a la mentalidad "unidireccional", que
resulta en la rigidez, el dogmatismo, y en la convicción de que se
tiene un monopolio de la verdad. Yo culpo a este celo exclusivista, respaldado
por una antología de escritos hebreos y griegos aún considerados
por muchas personas como La Palabra de Dios. Cuando la causa de estos terrores
no tenía una base política o económica, provenía
de alguien que estaba convencido de poseer alguna verdad sobre Dios, la
cual era disputada o negada por sus opositores. Pocas cosas son más
peligrosas en los asuntos humanos, o tienen consecuencias tan dolorosas,
como la convicción de un hombre religioso sobre su propia convicción.
(Las mujeres son mucho menos censurables en este sentido).
La convicción de Dionisio, Erígena, Eckhart y otros como ellos
era de un orden enteramente diferente. Pero una vez hubieron descendido
de las alturas de la contemplación metafísica, ellos tampoco
pudieron evitar el uso de las imágenes, y eventualmente los dogmas,
que la Iglesia y la Biblia les habían inculcado. Dionisio, por ejemplo,
escribió un volumen compañero de su Jerarquía Celestial
en donde defendía la jerarquía eclesiástica de los
obispos, sacerdotes y diáconos en base a que reflejaba el orden de
los ángeles. Erígena, a pesar de su visión unitiva
de Dios y la Naturaleza, se sintió obligado a atacar la herejía
arriana que sostiene que el Hijo no es igual al Padre, así como a
las teologías de los judíos y paganos. Eckhart procuró
extraer significados ocultos de cada frase de la Biblia, con conmovedora
confianza en que sus autores estaban más divinamente inspirados que
él.
La misma relación con los escritos revelados existió en otros
monoteísmos. En el mundo medieval islámico hubo místicos
de no menos distinción que los cristianos, para quienes todo, aparte
del Dios incognoscible, aparecía en las categorías teológicas
del Corán, que expresa horror acerca de que se diga que Dios procrearía
un Hijo. Y los maestros iluminados de la Kábbala, que se sentían
autorizados para hablar de Ain -la plenitud indescriptible de la Nada- no
creían que hubieran llegado a ello a través de la gracia de
Jesucristo.
¿Cómo podemos abordar estas llamativas diferencias en el nivel
más fundamental de la fe, que tocan la mera esencia de la teología
y que dividen estas tres religiones abrahámicas entre sí?
Sólo en una era post-religiosa podemos empezar a contemplar una respuesta,
y la respuesta que propongo no va a ser aceptable para muchos. Yo sugiero
que las experiencias indescriptibles de estos místicos sean tomadas
como la mejor evidencia que tenemos de la verdad central del monoteísmo:
que hay una realidad detrás y más allá de todas las
cosas, a la cual está misteriosamente conectado el ser humano. Pero
los libros sagrados y revelados, las teologías contenciosas, las
leyes, el clero, y las imágenes aptas de Dios me parecen evidencia
positiva de la verdad central del politeísmo: que hay muchos seres
superiores a nosotros en el universo, algunos de los cuales entran en relación
con la humanidad. Dioses o diosas, ángeles y demonios, espíritus,
egrégores, o extraterrestres -clasifíquenlos como ustedes
quieran. El asunto es probablemente muy complejo y más allá
de nuestras categorías de pensamiento. Pero son estos seres, sospecho,
los responsables de haberle dado a la humanidad sus religiones y del mutuo
intercambio de energía que las mantiene vivas