Ante todo, el simbolismo se nos aparece como especialísimamente adaptado
a las exigencias de la naturaleza humana, que no es una naturaleza puramente
intelectual, sino que ha menester de una base sensible para elevarse hacia
las esferas superiores.
Es preciso tomar el compuesto humano tal cual es, uno y múltiple a la vez en su complejidad real; esto es lo que hay tendencia a olvidar a menudo, desde que Descartes ha pretendido establecer entre el alma y el cuerpo una separación radical y absoluta. Para una pura inteligencia, sin duda, ninguna forma exterior, ninguna expresión se necesita para comprender la verdad, ni siquiera para comunicar a otras inteligencias puras lo que ha comprendido, en la medida en que ello sea comunicable; pero no ocurre así en el hombre.
En el fondo, toda expresión, toda formulación, cualquiera fuere, es un símbolo del pensamiento, al cual traduce exteriormente; en este sentido, el propio lenguaje no es otra cosa que un simbolismo. No debe, pues, haber oposición entre el empleo de las palabras y el de los símbolos figurativos; estos dos modos de expresión serían más bien mutuamente complementarios (y de hecho, por lo demás, pueden combinarse, ya que la escritura es primitivamente ideográfica y a veces, inclusive, como en la China, ha conservado siempre ese carácter).
De modo general, la forma del lenguaje es analítica, "'discursiva", como la razón humana de la cual constituye el instrumento propio y cuyo decurso el lenguaje sigue o reproduce lo más exactamente posible; al contrario, el simbolismo propiamente dicho es esencialmente sintético, y por eso mismo "intuitivo en cierta manera, lo que lo hace más apto que el lenguaje para servir de punto de apoyo a la "intuición intelectual", que está por encima de la razón, y que ha de cuidarse no confundir con esa intuición infe¡ior a la cual apelan diversos filósofos contemporáneos.
Por consiguiente, de no contentarse con la comprobación de la diferencia, y de querer hablarse de superioridad, ésta estará, por mucho que algunos pretendan lo contrario, del lado del simbolismo sintético, que abre posibilidades de concepción verdaderamente ilimitadas, mientras que el lenguaje, de significaciones más definidas y fijadas, pone siempre al entendimiento límites más o menos estrechos.
No se diga, pues, que la forma simbólica es buena para el vulgo; la verdad sería más bien lo contrario; o, mejor aún, dicha forma es igualmente buena para todos, porque ayuda a cada cual, según la medida de sus propias posibilidades intelectuales, a comprender más o menos completamente, más o menos profundamente la verdad representada por ella.
Así, las verdades más altas, que no serían en modo alguno comunicables o transmisibles por ningún otro medio, se hacen tales hasta cierto punto cuando están, si puede decirse, incorporadas en símbolos que sin duda las disimularán para muchos, pero que las manifestarán en todo su resplandor a los ojos de los que saben ver.
¿Vale decir que el empleo del simbolismo sea una necesidad? Aquí es preciso establecer una distinción: en sí y de manera absoluta, ninguna forma exterior es necesaria; todas son igualmente contingentes y accidentales con respecto a lo que expresan o representan.
Así, según la enseñanza de los hindúes, una figura cualquiera, por ejemplo una estatua que simbolice tal o cual aspecto de la Divinidad, no debe considerarse sino como un "soporte", un punto de apoyo para la meditación; es, pues, un simple "auxiliar" y nada más.
Un texto védico da a este respecto una comparación que aclara perfectamente este papel de los símbolos y de las formas exteriores en general: tales formas son como el caballo que permite a un hombre realizar un viaje con más rapidez y mucho menos esfuerzo que si debiera hacerlo por sus propios medios.
Sin duda, si ese hombre no tuviese caballo a su disposición, podría pese a todo alcanzar su meta, pero ¡con cuánta mayor dificultad! Si puede servirse de un caballo, haría muy mal en negarse a ello so pretexto de que es más digno de él no recurrir a ayuda alguna: ¿no es precisamente así como actúan los detractores del simbolismo? Y aun, si el viaje es largo y penoso, aunque nunca haya una imposibilidad absoluta de realizarlo a pie, puede existir una verdadera imposibilidad práctica de llevarlo a cabo.
Así ocurre con los ritos y símbolos: no son necesarios con necesidad absoluta, pero lo son en cierto modo por una necesidad de conveniencia, en vista de las condiciones de la naturaleza humana.(2)
Pero no basta considerar el simbolismo del lado humano, como acabamos de hacerlo hasta ahora; conviene, para penetrar todo su alcance, encararlo igualmente por el lado divino, si es dado expresarse así.
Ya si se comprueba que el simbolismo tiene su fundamento en la naturaleza misma de los seres y las cosas, que está en perfecta conformidad con las leyes de esa naturaleza, y si se reflexiona en que las leyes naturales no son en suma sino una expresión y una como expresión de la Voluntad divina, ¿no autoriza esto a afirmar que tal simbolismo es de origen "no humano", como dicen los hindúes, o, en otros términos, que su principio se remonta más lejos y más alto que la humanidad?
No sin razón el R. P. Anizán, al principio de cuyo artículo nos referimos en todo momento, recordaba las primeras palabras del Evangelio de San Juan: "En el principio era el Verbo". El Verbo, el Logos, es a la vez Pensamiento y Palabra: en sí, es el Intelecto divino, que es el "lugar de los posibles"; con relación a nosotros, se manifiesta y se expresa por la Creación, en la cual se realizan en existencia actual algunos de esos mismos posibles que, en cuanto esencias, están contenidos en Él de toda eternidad.
La Creación es obra del Verbo; es también, por eso mismo, su manifestación, su afirmación exterior; y por eso el mundo es como un lenguaje divino para aquellos que saben comprenderlo: Caeli enarrant gloriam Dei (Ps. XIX, 2).
El filósofo Berkeley no se equivocaba, pues, cuando decía que el mundo es "el lenguaje que el Espíritu infinito habla a los espíritus finitos"; pero erraba al creer que ese lenguaje no es sino un conjunto de signos arbitrarios, cuando en realidad nada hay de arbitrario ni aun en el lenguaje humano, pues toda significación debe tener en el origen su fundamento en alguna conveniencia o armonía natural entre el signo y la cosa significada.
Porque Adán había recibido de Dios el conocimiento de la naturaleza de todos los seres vivientes, pudo darles sus nombres (Génesis, II, 19-20); y todas las tradiciones antiguas concuerdan en enseñar que el verdadero nombre de un 'ser es uno con su naturaleza o esencia misma.
Si el Verbo es Pensamiento en lo interior y Palabra en lo exterior, y si el mundo es el efecto de la Palabra divina proferida en el origen de los tiempos, la naturaleza entera puede tomarse como un símbolo de la realidad sobrenatural.
Todo lo que es, cualquiera sea su modo de ser, al tener su principio en el Intelecto divino, traduce o representa ese principio a su manera y según su orden de existencia; y así, de un orden en otro, todas las cosas se encadenan y corresponden para concurrir a la armonía universal y total, que es como un reflejo de la Unidad divina misma.
Esta correspondencia es el verdadero fundamento del simbolismo, y por eso las leyes de un dominio inferior pueden siempre tomarse para simbolizar la realidad de orden superior, donde tienen su razón profunda, que es a la vez su principio y su fin. Señalemos, con ocasión de esto, el error de las modernas interpretaciones "naturalistas" de las antiguas doctrinas tradicionales, interpretaciones que invierten pura y simplemente la jerarquía de relaciones entre los diferentes órdenes de realidades: por ejemplo los símbolos o los mitos nunca han tenido por función representar el movimiento de los astros, sino que la verdad es que se encuentran a menudo en ellos figuras inspiradas en ese movimiento y destinadas a expresar analógicamente muy otra cosa, porque las leyes de aquél traducen físicamente los principios metafísicos de que dependen.
Lo inferior puede simbolizar lo superior, pero la inversa es imposible; por otra parte, si el símbolo no estuviese más próximo al orden sensible que lo representado por él, ¿cómo podría cumplir la función a la que está destinado(3)? En la naturaleza, lo sensible puede simbolizar lo suprasensible; el orden natural íntegro puede, a su vez, ser un símbolo del orden divino; y, por lo demás, si se considera más particularmente al hombre, ¿no es legítimo decir que él también es un símbolo, por el hecho mismo de que ha sido "creado a imagen de Dios" (Génesis, 1, 26-27)? Agreguemos aún que la naturaleza solamente adquiere su plena significación si se la considera en cuanto proveedora de un medio para elevarnos al conocimiento de las verdades divinas, lo que es, precisamente, también el papel esencial que hemos reconocido al simbolismo.
Estas consideraciones podrían desarrollarse casi indefinidamente; pero preferimos dejar a cada cual el cuidado de realizar ese desarrollo por un esfuerzo de reflexión personal, pues nada podría ser más provechoso; como los símbolos que son su tema, estas notas no deben ser sino un punto de partida para la meditación. Las palabras, por lo demás, no pueden traducir sino muy imperfectamente aquello de que se trata; empero, hay todavía un aspecto de la cuestión, y no de los menos importantes, que procuraremos hacer comprender, o por lo menos presentir, por una breve indicación.
El Verbo divino se expresa en la Creación, decíamos, y ello es comparable, analógicamente y salvadas todas las proporciones, al pensamiento que se expresa en formas (no cabe ya aquí distinguir entre el lenguaje y los símbolos propiamente dichos) que lo velan y lo manifiestan a la vez. La Revelación primordial, obra del Verbo como la Creación, se incorpora también, por así decirlo, en símbolos que se han transmitido de edad en edad desde los orígenes de 'la humanidad; y este proceso es además análogo, en su orden al de la Creación misma.
Por otra parte, ¿no puede verse, en esta incorporación simbólica de la tradición "no humana", una suerte de imagen anticipada, de "prefiguración", de la Encarnación del Verbo? ¿Y ello no permite también percibir, en cierta medida, la misteriosa relación existente entre la Creación y la Encarnación que la corona?
Concluiremos
con una última observación, porque no olvidamos que esta revista
es especialmente la Revista del Sagrado Corazón. Si el simbolismo
es, en su esencia, estrictamente conforme al "plan divino", y
si el Sagrado Corazón es el "centro del plan divino", como
el corazón es el centro del ser, de modo real y simbólico
al unísono, este símbolo del Corazón, por sí
mismo o por sus equivalentes, debe ocupar en todas las doctrinas emanadas
más o menos directamente de la tradición primordial un lugar
propiamente central, aquel que le da, en medio de los círculos planetario
y zodiacal, el Cartujo que esculpió el mármol de Saint-Denis
d´Orques (ver "Regnabit", febrero de 1924) (4); es lo que
precisamente intentaremos mostrar en otros estudios. (5)
NOTAS:
(1). [Cf. Introduction générale a l'étude des doctrines
hindoues, aparecido en 1921, parte II, cap. VII, y L'Esotérisme de
Dante, aparecido en 1925; después del presente artículo, Guénon
volvió a menudo en otros artículos y libros sobre la doctrina
que da fundamento al simbolismo, especialmente en Le Symbolisme de la Croix
y en Aperçus sur l'Initiation, cap. XVI-XVIII.)
(2). Puede citarse un texto paralelo de Santo Tomás de Aquino: "Para un fin cualquiera, se dice que algo es necesario de dos modos: de uno, como aquello sin lo cual no puede ser, tal el alimento necesario para la conservación de la vida humana; de otro, como aquello por lo cual de modo mejor y más conveniente se alcanza ese fin, tal el caballo es necesario para el camino" (Summa Theol., III, q. 1, a. 2, respondeo). Esto hacía escribir al P. Anizan: "'Sicut equus necessarius est ad iter', dicen los Veda y la Suma Teológica" (Regnabit, enero de 1927, pág. 136.]
(3). Quizá no sea inútil hacer notar que este punto de vista, según el cual la naturaleza se considera como un símbolo de lo sobrenatural, no es nuevo en modo alguno, sino que, al contrario, ha sido encarado corrientemente en la Edad Media; ha sido, especialmente, el de la escuela franciscana, y en particular de San Buenaventura. Notemos también que la analogía, en el sentido tomista de la palabra, que permite remontarse del conocimiento de las criaturas al de Dios, no es otra cosa que un modo de expresión simbólica basado en la correspondencia del orden natural con el sobrenatural.
(4).[El autor agrega aquí una referencia al lugar efectivamente central que ocupa el corazón, en medio de los círculos planetario y zodiacal, en un mármol astronómico de Saint-Denis-d'Orques (Sarthe), esculpido por un cartujo hacia fines del siglo XV. La figura había sido reproducida primeramente por L. Charbonneau-Lassay en "Regnabit", febrero de 1924; cf., del mismo, Le Bestiaire du Christ, pág. 102. Se tratará de nuevo este punto en el cap. LXIX de Symboles de la Science Sacrée).
(5). (R. Guénon ya había tratado sobre el corazón como centro del ser, y más especialmente como "morada de Brahma" o "residencia de Atmâ" en L'Homme et son devenir selon le Vêdânta (1925); en el marco de "Regnabit", donde nunca hacía referencia a sus obras sobre el Hinduísmo, debía retomar de modo nuevo ese tema.)