EL
HAMBRE EN EL DESIERTO
SEGÚN JACOB
BOEHME
El desierto que queremos evocar es aquel en que fue tentado Jesús. Recordemos el relato de Mateo, IV: "Entonces Jesús fue llevado del Espíritu al desierto, para ser tentado del diablo. Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, después tuvo hambre. Y llegándose a él el tentador, le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se hagan pan. Mas él respondiendo, dijo: Escrito está: No con sólo el pan vivirá el hombre, mas con toda palabra que sale de la boca de Dios".
La tentación de Cristo en el desierto es una verdadera prueba. Boehme
la sitúa en paralelo con la prueba del desierto a la que Dios ha
sometido a su pueblo, y que el capítulo VIII del Deuteronomio recuerda
en estos términos: "Y acordarte has de todo el camino por donde
te ha traído Yahvé tu Dios estos cuarenta años en el
desierto, para afligirte, por probarte, para saber lo que estaba en tu corazón,
si habías de guardar o no sus mandamientos. Y te afligió e
hízote tener hambre, y te sustentó con maná, comida
que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido;
para hacerte saber que el hombre no vivirá de sólo pan, mas
de todo lo que sale de la boca de Yahvé vivirá el hombre".
En ambos casos, el desierto es el lugar en que se aguza el hambre. Pero,
¿de qué naturaleza es este hambre? ¿Qué alimento
lo sacia? ¿Qué pan? No con sólo el pan vivirá
el hombre, mas con toda palabra que sale de la boca de Dios. Ahora bien,
esta palabra es en sí misma un pan. Es el maná caído
del cielo, y el maná es un pan. Cuando lo deseamos, es de este pan
de lo que tenemos hambre.
Según Boehme, Cristo tiene hambre, pero se alimenta durante su ayuno.
Su hambre no es simplemente consecutiva a este ayuno. Según la letra
de la Escritura, Cristo ayunó durante cuarenta días y cuarenta
noches, y después tuvo hambre. Para Boehme, Cristo tuvo hambre durante
todo el tiempo pasado en el desierto. Y durante esos cuarenta días
en los que fue tentado, rehusó el pan que le ofrecía el diablo
mientras se alimentaba del maná celestial, que es el pan descendido
del cielo (1). He aquí cómo Cristo sufrió la prueba
del desierto impuesta a los israelitas. Los cuarenta años de Israel
se convierten en los cuarenta días de Cristo.
Cristo tiene hambre del maná divino. El demonio quiere provocar en
él otro apetito (2). ¿Qué alimento le propone? Un pan
que no es nuestro pan cotidiano, que no es el fruto de la tierra. Es el
pan del diablo, que es el producto de la magia. El deseo de este pan ardería,
no sería ya la expresión de una necesidad natural. Sería
el fuego que, cuando se apodera del hombre, le transforma a imagen del demonio.
En el desierto, Cristo es solicitado por ambos deseos. Debe escoger entre
el pan de Dios y el pan del diablo. Se vuelve resueltamente hacia Dios.
El hambre de Dios prevalece sobre el hambre del diablo. No obstante, antes
de ganar esta victoria, Cristo sostiene un combate heroico. Él es
lo que serán los hombres soldados de Cristo. Es el héroe (3),
el caballero, hermano de aquel de Durero que luchará contra la Muerte
y el diablo. Su victoria del desierto prefigurará la conseguida sobre
la cruz y en la tumba.
Cristo es el primer hombre que sale victorioso de este combate. La prueba
a la que se somete se repetirá en el alma de los hombres que irán
tras él. El acontecimiento que se propone a nuestra meditación
tiene así un valor de ejemplo. La victoria de Cristo sobre el diablo
es la primera afirmación de la fe tras el bautismo. Boehme señala
la relación entre el bautismo de Cristo y la prueba del desierto.
El bautismo de Cristo será también el nuestro. Hablaremos,
pues, del nacimiento del fiel a la verdadera fe. Este fiel sufrirá
en sí mismo la prueba del desierto tras haber sido bautizado. Habremos
de precisar la naturaleza de este bautismo, el nivel en el que se sitúa.
Veremos cómo nos hace aptos para sufrir la prueba de los cuarenta
días. Pero, para comenzar, recordemos brevemente cómo concibe
Boehme la persona de Cristo.
En un estudio dedicado a María, madre de Cristo (4), hemos dicho
lo que era Cristo en el espíritu del teósofo. El Cristo de
Boehme es el hombre perfecto, es decir, el hombre habitado por Dios. Cristo
no es Dios; es el nombre de Jesús lo que es Dios. El nombre de Jesús
significa Dios bajo el aspecto de su amor. Cristo, hijo de María,
recibe este nombre, que hace de él un hombre divino. Esto significa
que, en él, la presencia de Dios se encarna en una substancia que
es la naturaleza perfecta. El cuerpo glorioso de Cristo, absolutamente distinto
del cuerpo grosero del que se ha revestido para venir entre nosotros, es
la objetivación de esa naturaleza perfecta. Ahora bien, este cuerpo
radiante de Cristo será también el de los creyentes que hayan
nacido a la verdadera vida. Cristo es simplemente el primogénito
de estos creyentes. En verdad, él lo es en la perfecta plenitud del
cumplimiento humano. Hombre cumplido según la gracia que se ha encarnado
en su cuerpo de luz, Cristo representa la naturaleza divina de la que los
elegidos se hacen partícipes (5).
Cristo es hombre en los dos niveles de la humanidad que distingue Boehme
(6). Por un lado, Cristo se ha revestido de nuestro cuerpo terreno. Boehme
insiste mucho sobre este punto, es resueltamente hostil al docetismo que
niega la realidad de este cuerpo en la persona del Salvador. Pero, por otro
lado, Cristo es hombre según su cuerpo celestial. Esta doble humanidad
será la de los creyentes que tengan el privilegio del segundo nacimiento.
Antes de su caída, Adán era, también, un hombre de
dos niveles. Tenía un cuerpo celestial, aunque también un
cuerpo como el nuestro. Pero este cuerpo no se hizo visible hasta después
de la caída (7); fue la turbada desnudez sobre la que se fijaron
los ojos de Adán y Eva. Antes existía, pero no era visible,
pues la luz del otro cuerpo impedía que se manifestara. Una vez perdido
el cuerpo de luz, apareció el cuerpo tenebroso.
Cristo es dos veces hombre, como Adán antes de su transgresión.
Cristo es literalmente el segundo Adán. Como él, tiene dos
cuerpos. El problema consiste en saber cuál de los dos prevalecerá,
el cuerpo grosero o el cuerpo glorioso. Para Adán, fue el primero.
Para Cristo, será el segundo. Ahora bien, esto no puede determinarse
más que tras una prueba. Para Boehme, no hay santidad que sea dada
entera y de manera definitiva. La santidad es el fruto de una vocación,
debe ser ganada (8). Cristo no es una excepción. Debe elevarse a
la santidad a la que está llamado. No la realizará más
que al término de una serie de pruebas. La tentación del desierto
es la primera de esas pruebas que Cristo deberá afrontar.
Adán ha sido probado, pero sin embargo no ha triunfado. Sufrió
una única prueba, que era la tentación que emanaba del demonio,
representado por la serpiente. Según la letra de la Escritura, la
tentación de Adán se produjo tras el nacimiento de Eva. Para
Boehme, es anterior. El verdadero pecado de Adán se consuma en el
momento en que se abandona al sueño, y el nacimiento de Eva es su
consecuencia. En cuanto a la tentación, duró todo el tiempo
de su estancia en el paraíso. Este tiempo, dice Boehme, fue de cuarenta
días (9). Vemos la similitud entre la tentación de Adán
por la serpiente, que ha obrado sobre sus pensamientos desde antes del nacimiento
de Eva, y la tentación de Cristo por el demonio en el desierto. Son
dos pruebas de las que el número cuarenta atestigua su analogía.
Boehme pone de hecho a Cristo en la situación del primer hombre.
Esto ha podido indignar, tanto más cuanto que la teología
protestante de la época ponía con gusto el acento sobre la
Divinidad de Cristo (10). Ahora bien, en el espíritu de Boehme, Cristo
es una criatura, como Adán. Si Cristo hubiera sido Dios, ¿cómo
Dios se podría tentar a sí mismo? (11)
Cristo es una criatura, pero con los dos cuerpos del hombre, uno mortal
y otro que es el templo de Dios. El alma humana es el lugar en que coexisten
las dos naturalezas representadas por estos dos cuerpos. Por un lado, se
fija en la materia del cuerpo grosero, y, por otro, se encarna en el cuerpo
de luz. Ser hombre es poseer esta alma. Por ello, cuando Boehme habla de
la humanidad de Cristo, no piensa tan sólo en nuestro cuerpo mortal,
sino principalmente en esa alma humana con la que nace el hijo de María
y que es verdaderamente la nuestra. Es un alma sensible como la nuestra.
De lo contrario, ¿cómo habría podido decir Cristo que
su alma estaba triste hasta la muerte? (12) Sin embargo, esta alma humana
se encarna en un cuerpo de luz, que es el templo de Dios.
Cristo es pues plenamente hombre según todas las virtualidades que
ello implica, pero también con todas las obligaciones que se desprenden.
Como todo hombre, Cristo debe cumplirse asumiendo las pruebas que le son
impuestas. Cristo deberá librar combates y ganar victorias, sin lo
cual el hombre no podría responder a su vocación profunda.
Cristo es el primero de todos los caballeros, y su Sabiduría ceñirá
la frente del vencedor (13). Su carrera será ejemplar para todos
los hombres.
Estos combates se producen en el infierno. Pero, ¿dónde está
el infierno? Está en la raíz del alma humana, de toda alma
humana. Revistiéndose del alma humana, Cristo se preparó para
descender al infierno (14). Desde entonces, estaba volcado al combate heroico
contra las potencias del infierno. Combatir es afrontar pruebas en diferentes
grados. La primera de estas pruebas es la tentación del desierto.
Ella prefigura la Pasión y la muerte de Cristo. Corresponde a la
única prueba sufrida por Adán, pero de manera negativa. Cristo
ha vencido en el mismo momento en que cayó Adán.
Preguntémonos ahora qué se le había prometido a Adán
y no se realizó a causa del pecado, pero que será dado al
Cristo victorioso. Adán debía engendrar un hijo incluso aunque
Eva todavía no hubiera nacido (15). Este hijo debía ser a
semejanza de su padre según su naturaleza celestial. Sólo
por él, Adán debía engendrar a su semejante según
un modo espiritual de generación. Para distinguir este nacimiento
del nacimiento del hijo concebido por la mujer, Boehme lo designa como un
nacimiento sin desgarro. Todo ser engendra a su semejante según su
naturaleza, celestial o terrenal (16). El Adán celestial habría
engendrado a un ángel, según su naturaleza angélica.
Reducido a su naturaleza terrenal, Adán engendrará a Caín.
El ángel que hubiera salido de Adán si éste hubiese
pasado victoriosamente la prueba de los cuarenta días nacerá,
a pesar de todo. Será el fruto del alma humana regenerada. Será
el hombre nuevo engendrado según la maternidad del alma.
Este hombre nuevo será Cristo. Sin embargo, el nacimiento de Cristo
es doble. Por un lado, es un nacimiento físico, según la naturaleza
terrenal del hombre. Boehme no es totalmente doceta, para él Cristo
nació de una verdadera mujer. Por otro, el nacimiento de Cristo es
un nacimiento espiritual. Cristo es engendrado por la Sabiduría,
que ha establecido su trono en la persona de María. Debido a este
nacimiento superior, Cristo es desde su concepción el hombre nuevo.
Pero, cuando llega a la tierra, se halla en la situación de Adán,
pues participa de los dos mundos. ¿Se mantendrá en el mundo
celestial? ¿No se ensombrecerá en el mundo inferior? La pregunta
se plantea en los mismos términos que con respecto a Adán.
Cristo es el segundo Adán. El trayecto que recorrerá se concibe
ante todo por analogía con el de Adán, que le precede. Pero
es también la carrera ejemplar para todos los hombres por venir.
Y, en esta última perspectiva, aparece una diferencia. Adán
y Cristo nacen con un cuerpo celestial y con un cuerpo terrenal. Ambos cuerpos
les son dados simultáneamente. Representan dos nacimientos que se
cumplen en el mismo momento, que cronológicamente no son sino uno.
No ocurre lo mismo con los hombres que deberán imitar a Cristo. Sus
dos nacimientos serán espaciados. Nacerán primero con un cuerpo
terrenal, y después una segunda vez con un cuerpo celestial. El nacimiento
según el Espíritu será para ellos verdaderamente un
segundo nacimiento. Una vez nacido de la Sabiduría en el momento
mismo de su primer nacimiento, Cristo, al parecer, no tiene necesidad de
nacer de nuevo. Sin embargo, la carrera que va a cumplir se presenta según
la perspectiva de un segundo nacimiento. Será así ejemplar
para los hombres. Pero, ¿puede hablarse también de un segundo
nacimiento en cuanto a Adán? Cabe pensar que el nacimiento del hijo
de Adán según el Espíritu, si se hubiera producido
en vida de su padre, habría sido de hecho un segundo nacimiento.
En efecto, en el nivel del Espíritu, engendrar es engendrarse a sí
mismo. Por la generación de este hijo, Adán se habría
cumplido a imagen de la Divinidad, que se engendra en el Hijo. Aunque creado,
como Cristo, con un cuerpo celestial, ¿Adán no debía
nacer de nuevo para que ese cuerpo fuera verdaderamente soberano? Parece
que todo hombre, incluso Cristo, debe engendrarse una vez nacido. Adán
no podía escapar a esta ley: toda vida creada debe recrearse para
devenir una vida imperecedera. De hecho, Adán renace en Cristo. La
generación que debía cumplirse durante su vida es diferida.
Adán muere, y su segundo nacimiento será en Cristo. Pero el
segundo nacimiento de Cristo no se cumplirá sino tras su muerte.
El verdadero segundo nacimiento de Cristo es su resurrección.
Cristo es verdaderamente hombre. Esto significa que se ha revestido del
alma humana, de la nuestra. Esta alma comprende el cielo y el infierno.
El cielo es la substancia en la que el alma es llamada a encarnarse para
convertirse en el cuerpo del Espíritu. El cielo es el alma exaltada.
Pero en la raíz del alma se halla la gehena (17). El movimiento del
alma, cuando es positivo, va del infierno al cielo. Nacemos todos en el
infierno, y no nos incorporamos a ese cielo, que es nuestra carne, hasta
que nacemos de nuevo.
¿Nació Cristo en el infierno? ¿es el seno de María
el infierno? Hay dos madres en María. Por un lado, María se
identifica con la Sabiduría descendida sobre ella. La Sabiduría
está en la matriz de agua viva que el ángel Gabriel ha animado
con su aliento en la persona de María. Esta matriz es el cielo oculto
bajo la carne mortal (18). Ella es esa otra carne de la que se alimentará
el cuerpo celestial de Cristo. Por otro lado, María es una madre
mortal que concibe en una matriz de carne vil. El hijo engendrado por esta
madre mortal es como uno de nosotros.
El niño nacido de María tiene un alma humana. Verdaderamente,
en toda alma está el cielo, esa quintaesencia que, desprendida de
la ganga terrestre, puede producir un cuerpo celestial. Sin embargo, el
cielo no es en principio más que la semilla hundida en la tierra
y que deberá elevarse. Y en la raíz del alma arde el fuego
de la gehena. Mientras el cielo no salga de la tierra, el alma humana no
será sino ese fuego oscuro. No será sino la naturaleza tenebrosa
que se identifica con el infierno. En el primer comienzo de la naturaleza
está el infierno. La naturaleza es el cuerpo. Pero, antes de ser
el cuerpo, la naturaleza es el alma. Comprendemos así por qué
Boehme dice que, habiéndose revestido del alma humana, Cristo descendió
al infierno.
El encuentro con el diablo no se produce solamente en el desierto. Es el
hecho primordial de la carrera terrenal de Cristo. No puede decirse que
en el desierto el diablo venga desde el exterior al encuentro con Cristo.
Está presente en el trasfondo de su alma humana. Es ahí donde
se libra el combate. Lo que está en juego en este combate es un segundo
nacimiento. El alma humana de Cristo debe transformarse para ser el cuerpo
del Espíritu (19). La paradoja consiste en que, por un lado, Cristo
parece nacer con ese cuerpo de luz, y, por otro, debe renacer. Es una contradicción
que la simple lógica no podría solucionar. La prueba del desierto
se presenta pues en la perspectiva de un segundo nacimiento. Es el combate
heroico contra el principio del mal. Cristo triunfará y el segundo
nacimiento será el fruto de su victoria. No obstante, para que Cristo
pueda vencer, es preciso que Dios obre en él. Está en juego
el alma humana de Cristo. Pero la sola fuerza del hombre no podría
triunfar sobre el infierno. Gracias a la virtud infusa en él durante
su bautismo, Cristo será lo bastante fuerte como para enterrar al
dragón. Por esta virtud actuará Dios en él. He aquí
la razón de que la prueba del desierto y el bautismo en el agua del
Jordán sean dos acontecimientos que deben ser considerados conjuntamente.
El bautismo de agua recibido por Cristo no es simplemente un acto de obediencia.
Tiene una eficacia real sobre su persona. Se presenta bajo dos aspectos.
Primero es el bautismo de arrepentimiento, el dado por Juan. Es el baño
de regeneración que lava al alma de sus manchas. Cristo necesita
de este bautismo. El alma con la que llegó a la tierra debe ser purificada.
Revistiéndose del alma humana, Cristo se hace cargo de todo el pecado
con que ella, en su universalidad, está mancillada. Cristo toma sobre
él el pecado del mundo. Para Boehme, esto significa que se hace plenamente
culpable (20). Cristo no hace más que sustituirse a todos los hombres
pecadores para sufrir en su lugar la cólera de Dios, para pagar su
deuda tolerando un sufrimiento que sólo él podía soportar.
Cristo es él mismo la persona que ha cometido el pecado de todos
los hombres. A este título se da a la cólera del Padre. Su
arrepentimiento representa la plena medida de la penitencia que los hombres
deberán asumir después para ser, como él, regenerados.
El bautismo del Jordán es ejemplar. Los hombres lo recibirán
después de Cristo. No obstante, y Boehme lo indica, este verdadero
baño de regeneración no será el bautismo administrado
por los sacerdotes. No será el sacramento material (21). Pero el
bautismo de Cristo no es solamente el bautismo de arrepentimiento o el baño
de regeneración. Dado en lo invisible, se asocia al bautismo recibido
por los discípulos el día de Pentecostés. Es el bautismo
de agua, pero también el bautismo de Espíritu y de fuego.
En el pensamiento de Boehme, los dos se confunden en el mismo plano de lo
invisible. El bautismo recibido por Cristo y el que dará a sus discípulos
son un solo y mismo bautismo. Cristo recibe este bautismo único,
y por él se comunicará. El bautismo de Cristo es pues, a la
vez, el que purifica y el que da el Espíritu de Dios. Gracias a este
don, Cristo podrá asumir las pruebas a las que debe someterse. El
don del Espíritu hace de Cristo un soldado, pues le da la fuerza
y el coraje.
La fuerza no es la violencia. La fuerza está en la dulzura del agua.
Es la virtud nutritiva del agua, que fortifica el corazón. No se
trata aquí del agua visible. El agua del bautismo es el elemento
primordial. Es la substancia perfecta habitada por la Sabiduría.
Este agua es el cielo (22). Esta preciosa substancia será llamada
la carne de Cristo. Sin embargo, es anterior a la llegada del hijo de María
a este mundo, puesto que la recibe en el momento de su bautismo. El agua
del Jordán es el cielo. Es la carne espiritual de la que se alimenta
el hombre de deseo, y la que le engendra. La maternidad del alma según
la Sabiduría en el seno de María se renueva en la maternidad
del agua. En virtud de su bautismo, Cristo es engendrado por segunda vez.
Saliendo del agua del Jordán, Cristo nace de lo alto. Pero este segundo
nacimiento no se cumple en tal momento. Por la gracia del bautismo, el alma
nueva no ha nacido sino a medias (23). Lo que es dado al alma es la fuerza
de convertirse. El segundo nacimiento se constituye en las pruebas.
El bautismo de Cristo no sólo da la fuerza. Despierta también
el deseo (24). Ambas cosas son una. En efecto, la fuerza reside en una substancia
de la que el alma se alimentará para hacer su propia carne. Sin embargo,
el bautismo no dispensa de este alimento de manera habitual. Dios no lo
da aún más que para hacer que se desee. El nacimiento del
deseo es el de la verdadera fe. El bautismo de Cristo es el despertar del
deseo. El bautismo da a Cristo el hambre que le salvará en el desierto.
La gracia del bautismo es este hambre. La fuerza de Cristo está en
su deseo. Sin embargo, este deseo debía serle dado por Dios. Sólo
el deseo dado por Dios es substancial. Ésta es la razón profunda
por la cual Cristo debía ser bautizado.
Para Boehme, el deseo es la fuerza primordial. Su teosofía es esencialmente
una cosmogonía que se desarrolla en lo invisible. Ahora bien, en
el origen del primer mundo, que es el de la naturaleza eterna, hallamos
el deseo. La voluntad divina se convierte en deseo, y entonces se forma
ese mundo de la naturaleza eterna en el que Dios se manifestará.
El comentarista de Boehme podría escribir: En el principio era el
Deseo.
La naturaleza eterna es un viento que se convierte en un cuerpo perfecto.
Este viento es un alma a la que Boehme llama el alma eterna. Esta alma primera
y universal es el modelo de todas las almas futuras, luego también
del alma humana revestida por Cristo. Pero, ¿qué es esta alma?
Es el deseo. El ciclo septiforme por el cual se constituye el alma eterna
es, en su integridad, el ciclo del deseo. En este movimiento en siete grados,
Dios se revela a sí mismo, así como se dará a conocer
a la criatura. Ahora bien, para manifestarse plenamente, Dios se busca.
Dios no se revelará verdaderamente hasta que se haya encontrado (25).
La búsqueda de Dios por sí mismo se manifiesta en su deseo
de la violencia del fuego devorador, y después en la dulzura del
agua. La búsqueda de Dios por parte del hombre, que es también
la del hombre por sí mismo, será a imagen de estos dos deseos.
Primero es un hambre insatisfecha y dolorosa; después es un hambre
dulce y dichosa. El ciclo septiforme implica dos fases, una tenebrosa, otra
luminosa, que se corresponden con los dos deseos. El primer deseo es un
fuego negro y atormentado, el segundo es una llama clara y tranquila. El
paso de uno a otro se hace según lo que puede llamarse la peripecia
del deseo. Hay que saber que bajo estos dos aspectos contrarios se manifiesta
el mismo deseo. El primer deseo es un fuego devorador.
En la Biblia, esta expresión se aplica al Dios indignado, pero Boehme la emplea también para hablar del fuego de la gehena. En su forma primera, el deseo es una voracidad que, alimentándose de sí misma, se exaspera sin cesar por no ser sino un furioso torbellino. Este deseo no engendra más que su propio abismo generador de tinieblas y de terror. No obstante, se produce una conversión en el ciclo primordial, una metanoia semejante a aquella que se producirá en el hombre en el umbral de la vida nueva. Es la conversión del deseo. El fuego oscuro se transforma en luz.
Pero, ¿qué es ese fuego tenebroso? Es un fuego que no alumbra,
es decir, que no proyecta ninguna claridad. En cuanto a la luz que brilla
en la segunda fase del ciclo, es una llama que no se extingue. El fuego
que arde sin alumbrar es el símbolo del deseo jamás saciado.
La llama que ilumina y que jamás se extingue es el deseo eternamente
colmado. La primera fase del ciclo de la naturaleza eterna produce un fuego,
el del infierno. Este fuego devorador es ante todo la expresión de
la cólera divina. Pero también es el de la gehena. El infierno,
que representa el castigo según la justicia, será uno con
la cólera de Dios. Así, en su forma primitiva, el deseo, que
es el fuego de la naturaleza, se relaciona a la vez con esta cólera
divina y con las angustias de las que es la causa en el reino de Satán.
La segunda fase del ciclo es luminosa. La luz es sinónimo del amor.
A la cólera de Dios se opone su amor, simbolizado por el nombre de
Jesús dado al hijo de María. Al deseo engendrado según
la cólera sucede el deseo de amor.
El fuego se torna luz. En el agua nace la luz. La dulzura del agua primordial
debe imaginarse como un aceite, en razón de la violencia del fuego
devorador. El furor se transforma en una fuerza tranquila y expansiva. No
obstante, el agua retiene al fuego, que se mira en ella. La fuerza extrema
es destructora, no crea substancia duradera. Por el contrario, la dulzura
da la substancia, y por ello el agua es nutritiva. El agua da al fuego un
cuerpo, que le fija y en el cual brillará con el resplandor de la
luz. Esta expansión es la del verdadero deseo. Por el agua del bautismo,
el deseo, que era un fuego devorador, cambia de naturaleza. En virtud del
agua, el deseo deviene substancial. Toma cuerpo en lugar de cavar siempre
su propio abismo. Es la fe que se encarna en un cuerpo de luz. El deseo
se implanta en ese cuerpo radiante. Se fija al renovarse eternamente. Subsiste,
pues es eternamente saciado. La substancia está en su permanencia.
El cuerpo radiante que aparece en el último grado del ciclo primordial,
el séptimo, es el cuerpo del deseo. En el hombre, será el
cuerpo de la fe. Este cuerpo posee una carne, que se llama la carne celestial,
y que es el pan de los ángeles. El deseo, que le hace nacer eternamente,
es el hambre de esta carne. Será el verdadero hambre de Cristo en
el desierto. El deseo de amor será la fe de los fieles, que se encarnará
en esta carne celestial. El cuerpo glorioso de los hijos de Dios será
su deseo de amor, que no se hará carne. El fin de toda vida espiritual
será esta encarnación de la fe. El ciclo de la naturaleza
eterna se repite en las almas humanas. O bien se prosigue hasta su término,
y el alma se cumple según todas sus virtualidades, o bien el hombre
desanda su camino. Entonces el infierno que debía abandonar se reafirma
sobre él y lo engulle. El alma que se libera del infierno desaparece
en su deseo de amor. Come el pan de los ángeles. En ella, la alegría
ha vencido al terror. Por el contrario, el alma que cae en su fondo tenebroso
será torturada eternamente por un deseo que jamás se fijará
en una verdadera substancia. Jamás tal alma se establecerá
verdaderamente en un cuerpo. Será eternamente errante. Esta alma
tenebrosa será a imagen de su deseo: se asimilará a los demonios,
que no poseen cuerpo porque son incapaces de encarnarse. Su hambre jamás
será saciada, será el hambre del diablo.
En un momento dado del ciclo septiforme, que se sitúa en el cuarto
grado, todo se juega para el alma. Ella se ubica entre dos deseos, y debe
escoger. Es la elección que se impuso a Cristo en el desierto. Cristo
escogió el pan de Dios, pues tuvo hambre de este pan. Rechazó
el pan del diablo. La gracia del bautismo había dado a Cristo el
gusto por el pan celestial. Se despertó así en él el
deseo de amor. Sin embargo, el hambre que sintió se convertiría
en habitual. Tras la prueba del desierto, Cristo comerá eternamente
de este pan celestial. Se incorporará este alimento, que será
su propia carne. Él mismo será el pan de Dios, que se ofrecerá
a los hombres. A partir de entonces, el pan celestial se llamará
la carne de Cristo. No obstante, esta carne existe desde toda la eternidad.
Hemos hablado del hambre de Cristo. Nos queda por explicar el significado
del desierto. En primer lugar, el desierto es el lugar donde se produce
el enfrentamiento entre los dos deseos según el alma humana de Cristo.
El desierto es a la vez el lugar frecuentado por el demonio y el lugar del
cumplimiento. ¿No es el Espíritu Santo quien conduce a Cristo
al desierto? En la Biblia, el desierto aparece bajo dos aspectos que aquí
volvemos a encontrar. Por un lado, es un lugar de desolación. Por
otro, el desierto es el espacio de la prueba salvadora. Gracias a la prueba
del desierto se bautizan las almas. Pero la soledad del desierto significa
además otra cosa.
Acabamos de evocar lo que hemos llamado la conversión del deseo en
el ciclo primordial de la naturaleza eterna. Esto significa que a un primer
deseo, que es un fuego devorador, sigue otro deseo, que se encarna en un
cuerpo de luz. El fuego se convierte en luz. La misma conversión
del fuego en luz marcará en el alma humana el principio del segundo
nacimiento. Con la luz, brota la verdadera vida. La vida y la luz son uno.
Ahora bien, nacer a la verdadera vida es, ante todo, morir. El nacimiento
de la luz es la muerte del fuego. En verdad, en el pensamiento de Boehme,
la muerte jamás es la cesación de toda vida. ¿Cómo
sería posible, si antes de la muerte la vida no existía propiamente
hablando? De la muerte nacerá la vida. La verdadera vida se engendra
bajo la apariencia de la muerte. Sin embargo, hay una realidad en la muerte,
hay un fuego que muere para que otro nazca. El fuego que muere es el primer
deseo.
Su violencia
cae de golpe cuando llega a su paroxismo. Es la peripecia del deseo. En
lo más fuerte de su furor, el deseo se niega repentinamente. El torbellino
cesa. Justo antes, la chispa ha estallado. Las tinieblas se han rasgado.
Y ahora el fuego negro da lugar a la luz. La naturaleza se hace luminosa,
y con la luz es otro deseo el que asciende en ella. Es el deseo de amor.
En la criatura, el primer deseo es la voluntad propia. Esta voluntad no
se nutre más que de sí misma. Sin embargo, no es capaz de
establecerse en sí misma. Siempre entra en sí misma, pero
siempre se pierde en su propio torbellino. Por otra parte, en un mundo creado
donde reina la multiplicidad, toda voluntad que no se afirma sino por sí
misma es indudablemente discordante con respecto a las demás. No
puede encarnarse en una verdadera substancia, que no podría ser solamente
la suya, pues es universal. Jamás se fijará en una carne que
sea un símbolo de vida imperecedera. Por más que se fije,
que se endurezca, no engendra sino un cuerpo perecedero. Para que la criatura
se cumpla, es necesario que su voluntad propia se niegue y que se abandone
totalmente a otra voluntad, que es aquella de la que procede la vida universal
en el nivel del Espíritu. No es verdadera substancia más que
en esta universalidad, que es la plenitud. La criatura que quiere no existir
más que por sí misma jamás será substancialmente
ella misma. Jamás accederá al ser substancial. Para que la
criatura nazca a la verdadera vida, que es la vida substancial manifestada
en un cuerpo de luz, es preciso que la voluntad propia desaparezca a imagen
del fuego que muere. En el vocabulario de la teología mística
alemana, este abandono se traduce con la palabra Gelassenheit. Boehme escribió
un tratado titulado Del verdadero abandono, Von der wahren Gelassenheit.
Es significativo que el estado de perfecta sumisión a la voluntad
divina sea puesto en relación con la prueba del desierto sufrida
por Cristo (27).
La soledad del desierto es para Cristo un estado de total renuncia. Pero
renunciar no es solamente estar desapegado de los bienes de este mundo.
Es esencialmente negar toda voluntad propia para entrar en la voluntad de
Dios (28). Renunciar es renunciarse para abandonarse plenamente a Dios.
Mediante este abandono, Cristo se alimentó: "Mi comida es hacer
la voluntad de aquel que me ha enviado". He aquí, pues, el alimento
con el que Cristo se sació durante los cuarenta días pasados
en el desierto (29). Evocando de nuevo la tentación de Cristo en
el desierto, Boehme habla del alma que entra en la Nada (30). ¿Qué
es la Nada? No es del todo el abismo tenebroso. La Nada es la virginidad
del ser previa a todo estallido. El deseo de amor es referido a la claridad
primera que todavía no se ha oscurecido en un nacimiento, a la pureza
del ser que todavía no dice yo. Aboliendo su existencia propia, muriendo
a sí misma, el alma se torna totalmente disponible para nacer de
nuevo, como si jamás hubiera nacido. Recobra su virginidad de alma
increada para unirse con la voluntad divina primordial, anterior y trascendente
a toda naturaleza. La soledad del desierto deviene el símbolo de
esta perfecta denudación del alma. El tiempo de la prueba sirve para
confirmarla. Tal es el sentido profundo de los cuarenta días del
desierto.
El desierto, en Boehme, es infinitamente más que un lugar terrestre.
Es un lugar del alma, que designa un estado en un momento determinado del
devenir espiritual. La vida de Cristo se cumple como la de los hombres que
vendrán después. Ella será el modelo. En la carrera
terrenal de Cristo, la prueba del desierto reviste un gran significado.
Si Cristo hubiera seguido las sugestiones del demonio, habría cambiado
las piedras en pan. Este pan habría sido únicamente el producto
de su voluntad propia. No hubiera sido ni el pan de la tierra que Dios nos
da cada día, ni el pan celestial con que Dios sacia el alma. Hubiera
sido un pan maldito.
Según una idea que, en Boehme, recuerda a Paracelso, el hombre lo
puede todo por la virtud de su imaginación. Sin embargo, este poder
se ejerce tanto para lo mejor como para lo peor. Para Boehme, y también
para Paracelso, la imaginación no es simplemente productora de fantasmas,
como se entiende en nuestros días. En el espíritu del teósofo,
la imaginación, el deseo y la fe son inseparables.
La voluntad se manifiesta por el deseo. La fuerza del deseo hace la fe.
Ella actúa en nuestros pensamientos. Ahora bien, para Boehme, nuestros
pensamientos engendran una realidad, buena o mala. Dios mismo crea en sus
pensamientos y por ellos. Dios creando en sus pensamientos es Dios desplegando
su imaginación. Imaginar es producir una imagen. Ahora bien, todo
lo que Dios crea se ofrece a nuestra percepción como una imagen que
no es un simple reflejo, sino la realidad. Todo lo que decimos real está
en una imagen producida por la imaginación divina. Toda realidad
surge de la imaginación de Dios. Pero el hombre también crea
una realidad que imagina. La crea por la fuerza de su deseo, que es su fe.
Para Paracelso, todo hombre puede por su fe, es decir, por la eficacia de
su deseo, desplazar montañas. Sin embargo, la fe que no obedece a
la voluntad de Dios es malvada (31). Igualmente, para Boehme, existen dos
clases de fe y dos clases de deseo: una es de Dios, la otra es perversa.
Toda realidad se engendra por el deseo. Esto significa que la magia está
en el origen de toda creación. El mundo ha nacido de la magia divina.
El hombre también ejerce su magia. Su deseo se llama fe. Si es suficientemente
fuerte, será la fe que mueve montañas. Ahora bien, esta fe
puede estar al servicio de una magia perversa, cuyo fruto será el
pan del diablo. Cuando la fe actúa bajo el imperio de la voluntad
propia, es condenable.
Hay para Boehme dos reinos que son simétricos: el reino de Dios y
el reino de Satán. En cada uno de ellos se ejerce un culto. El diablo
tiene sus adoradores, como Dios tiene los suyos. Hay así una fe que
está consagrada a Dios y otra dedicada a Satán. Usando de
su fe para transformar las piedras en pan, Cristo no habría satisfecho
más que su propia voluntad. Se habría desviado de Dios. Se
habría convertido en un mago, en un nigromante al servicio de Satán.
En el desierto, Cristo escogió entre dos formas de fe, es decir,
entre los dos reinos. En sí misma, la soledad del desierto podía
ser de uno o de otro. Representa el estado de extrema pobreza en el que
el hombre podrá ser tanto un asceta nigromante hijo de Satán
como un niño de Dios. En sí, la soledad del desierto es tanto
el ayuno del hechicero como el verdadero ayuno del alma, que es uno con
el hambre de Dios. Para Cristo, la vacuidad del desierto será el
lugar de la presencia divina. Más tarde, Cristo producirá
panes en el desierto, y los hombres se saciarán. Será el milagro
de la multiplicación de los panes. Pero Cristo no hará milagros
más que tras haberse sometido totalmente a la voluntad divina. La
prueba del desierto confirma esta entera sumisión, ya manifestada
por el deseo de recibir el bautismo. Cristo multiplicará los panes
en virtud de la verdadera fe. Ya no serán las piedras lo que Cristo
transformará en pan. Las piedras son el símbolo de la materia
grosera y perecedera, y el pan así fabricado habría sido mentiroso,
como todo lo que produce el diablo. Es la propia persona de Cristo lo que
será cambiada en pan. La fe nos transforma en el objeto de nuestro
deseo. Cristo se convirtió en el pan de vida. Es su propia carne
lo que ofrecerá a los hombres. Por su deseo de amor, Cristo se hizo
capaz de transmitir el maná con el que se alimentó en el desierto.
No solamente ha sido juzgado digno de recibirlo de manera habitual, aunque
su ingestión se haya interrumpido; más aún, se ha convertido
en su cuerpo. Desde entonces, es en este cuerpo como se dispensa a los hombres.
Decía el diablo: "Si eres el Hijo de Dios, haz que estas piedras
se cambien en pan". Pero es porque Cristo, según su alma humana,
se ha convertido realmente en hijo de Dios, que puede producir el pan. Mas
es para ofrecerlo a los hombres como don de sí. La verdadera fe no
se afirma más que en el don de sí.
Hemos explicado el tema del hambre en el desierto en Jacob Boehme situándolo
en su contexto, que es el de la teología mística. Se inserta
en la idea de segundo nacimiento, que está en el centro de esta teología
cuando es de origen cristiano. Lo usual de Boehme es referir la idea de
segundo nacimiento al propio Cristo, haciendo del hijo de María ya
no el Hijo de Dios en el sentido de las teologías dogmáticas,
sino el modelo de todo hombre que deberá nacer de lo alto. Cristo
es en su persona el sujeto de este segundo nacimiento sobre el que instruye
a Nicodemo en el Evangelio johánico: "En verdad, en verdad te
digo, nadie, si no nace de nuevo, puede ver el reino de Dios" (32).
Ahora bien, el privilegio del nuevo nacimiento no se otorga gratuitamente.
Es el fruto de la fe que se encarna en un cuerpo nuevo. Pero Dios no nos
da esta fe más que probándonos. Cristo se somete a las pruebas
que los hombres sufrirán tras él cuando sean penitentes. La
penitencia de Cristo comienza en su bautismo de arrepentimiento. Prosigue
en el desierto. La penitencia es una conversión. El penitente se
vuelve hacia Dios. Manifiesta su deseo de unirse a Dios. La prueba del desierto
asumida por Cristo lo unió a Dios de manera indefectible. La criatura
será justificada por la penitencia. Ahora bien, para el teósofo,
la justificación no es una simple declaración en virtud de
la cual seríamos redimidos sin ser realmente transformados. Boehme
lo señala precisamente recordando la prueba del desierto (33). Cristo
da el ejemplo de la transformación radical y substancial del ser,
sin la cual no podría haber verdadera vinculación con Dios.
El fruto de la prueba del desierto es el hambre verdadero de Dios, que es
el signo de esta vinculación. Tener hambre de un alimento es desearlo.
Pero, si deseamos
un bien, ¿no es porque estamos privados de él? No, esto no
es verdad del deseo de amor, que es el hambre verdadero y un deseo eternamente
saciado. El verdadero hambre de Dios es el deseo de un bien que ya hemos
recibido. Dios lo ha implantado en nosotros para que lo gustemos. Lo que
importa es que mantengamos su sabor, que no nos hagamos insensibles a él
por infidelidad. Pero, cuando hayamos sufrido victoriosamente la tentación
del desierto, estaremos seguros de no perder ya ese gusto. El bien que Dios
nos dispensa para hacernos desear el deseo de amor es la gracia. Para Boehme,
la gracia no es solamente un favor. Es verdaderamente una substancia que
nos incorporamos, que deviene en nosotros una carne absolutamente distinta
de nuestra carne envilecida. Esta substancia es la naturaleza divina, de
la que nos hacemos partícipes. El elegido cuya gracia se ha convertido
en carne es un hombre divino, es decir, un hombre acostumbrado substancialmente
a Dios. Tal como lo vemos en el desierto, Cristo, hijo de María,
está en trance de devenir ese hombre divino. Deviene plena y definitivamente
participando de la naturaleza divina por el hambre de Dios, que le ha sido
infundida en el bautismo y que debe resistir a los asaltos del demonio.
Antes de su bautismo, Cristo ya era un hombre divino, pues según
su nacimiento superior ha sido engendrado por la Sabiduría en el
seno de María. Sin embargo, ha llegado al mundo con dos cuerpos,
como Adán. Deberá definitivamente triunfar de su cuerpo grosero
y no ensombrecerse proyectando sus pensamientos sobre él, como hizo
Adán. Cristo debe confirmar su divino nacimiento. De hecho, debe
renovarlo. Cristo ha nacido hombre divino al mismo tiempo que hombre según
nuestra carne vil. No obstante, debe convertirse verdaderamente en ese hombre
divino por medio de un nuevo nacimiento. Ésta será su verdadera
encarnación. Cristo se convertirá en hombre en la plenitud
de la humanidad. Es esta encarnación en una carne espiritual lo que
significa la palabra Menschwerdung.
Al mismo tiempo que reviste nuestro cuerpo terrenal en el vientre de una
mortal, Cristo se encarna una primera vez en la matriz de agua viva que
es la morada de la Sabiduría en María. Se hace hombre, es
decir, un hombre celestial separado del hombre terrenal. Pero esta encarnación
se renueva. Una segunda vez, Cristo se hace un hombre de luz. Se encarna
en un cuerpo glorioso. Esta vez, será definitivamente el templo de
Dios habitado por la Sabiduría. Ya no estará expuesto a la
caída como Adán, que, creado él también con
un cuerpo glorioso, no lo mantuvo porque no asumió la prueba de los
cuarenta días. La Sabiduría abandonó a Adán.
Permanecerá eternamente unida a Cristo.
El demonio dice a Cristo: "Si eres Hijo de Dios, ordena que estas piedras
se cambien en pan". Cristo nace Hijo de Dios en la matriz de agua viva.
Pero debe llegar a serlo. Ciertamente, no lo será en el sentido en
que lo entiende el diablo. Para éste, ser Hijo de Dios es ser Dios
y ejercer un poder ilimitado. Lucifer también era Hijo de Dios y
quiso ser Dios. Cayó de la naturaleza divina, de la que era plenamente
partícipe, pero sin ser Dios, pues ninguna criatura podría
ser Dios. En cuanto a Cristo, ocupa el trono abandonado por Lucifer y sobre
el cual fue después instalado Adán, que no pudo mantenerlo.
Cristo se consolidará en este trono convirtiéndose plenamente
en el Hijo de Dios que es por anticipado.
Para Cristo, ser Hijo de Dios es ser niño de Dios y hacer oblación
de su persona. Es ese sacrificio lo que se cumple en el desierto. Será
consagrado en la cruz.
NOTAS:
1. Vom dreyfachen Leben, V, 143. Para las obras de Boehme, nos referiremos
a la edición de Will-Erich Peuckert, facsímil de la edición
de 1730, Stuttgart, Fr. Fromann, 1956.
2. Von der Geburt und Bezeichnung aller Wesen (De signatura rerum), VIII,
52-53.
3. Zweyte Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken, 269.
4. Marie dans l'oeuvre de Jacob Boehme, Cahiers de l'Université Saint
Jean de Jérusalem, nº 6, 1980.
5. Según 2 Pedro, I, 4.
6. Mysterium Magnum, LX, 4.
7. Ibid., XXI, 15.
8. Von den drey Principien, XI, 27.
9. Mysterium Magnum, XVIII, 19.
10. Ver el argumento de Tilke: Erste Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken,
200 ss. Y 402 ss.
11. Zweyte Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken, 276.
12. Ibid., 275.
13. Von den drey Principien, XXI, 59.
14. Zweyte Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken, 254 y 269.
15. Viertzig Fragen von der Seelen, VIII, 2.
16. Mysterium Magnum, XV, 3; cf. Ibid., XIV, 9.
17. Viertzig Fragen von der Seelen, XII, 6.
18. Marie dans l'oeuvre de Jacob Boehme, op. cit., p. 121 ss.
19. Theosophische Send-Briefe, XLVI, 35 ss.
20. Zweyte Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken, 269.
21. Von der Geburt und Bezeichnung aller Wesen (De signatura rerum), VII,
48.
22. Mysterium Magnum, XLI, 20.
23. Von den drey Principien, XXII, 96.
24. Von der Geburt und Bezeichnung aller Wesen (De signatura rerum), VII,
47 ss.
25. Erste Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken, 197 y 491.
26. Mysterium Magnum, LXX, 60-63.
27. Von der wahren Gelassenheit, II, 48 ss.
28. Von der Geburt und Bezeichnung aller Wesen (De signatura rerum), XIII,
26-31.
29. Von den drey Principien, XXIII, 7.
30. Von der Geburt und Bezeichnung aller Wesen (De signatura rerum), VII,
46.
31. Ver nuestro estudio titulado La lumière de la Nature chez Paracelse,
Cahiers de l'Hermétisme, Paracelse, París, Albin Michel, 1980,
pp. 66 ss.
32. Juan, III, 3.
33. Theosophische Send-Briefe, XLVI, 19-20.