No teníamos la intención de volver sobre las cuestiones concernientes
al carácter propio del Cristianismo, pues pensábamos que lo
que habíamos dicho en diversas ocasiones, aunque fuese más
o menos incidentalmente, era al menos suficiente para que no pudiese haber
ningún equívoco a este respecto (1). Desgraciadamente, hemos
debido comprobar en estos últimos tiempos que no ha sido así,
y que se han producido por contra sobre este tema, en el espíritu
de un número bastante grande de nuestros lectores, confusiones más
bien lamentables, lo que nos ha mostrado la necesidad de dar de nuevo algunas
precisiones sobre ciertos puntos. No nos hemos decidido más que a
regañadientes, pues debemos advertir que no hemos sentido nunca ninguna
inclinación a tratar especialmente este tema, por diversas razones,
la primera de las cuales es la oscuridad casi impenetrable que envuelve
todo lo que se relaciona con los orígenes y los primeros tiempos
del Cristianismo, oscuridad tal que, si se reflexiona bien, parece no poder
ser simplemente accidental y haber sido expresamente deseada; esta puntualización
conviene recordarla al menos, en conexión con lo que diremos seguidamente.
A pesar de todas las dificultades que resultan de tal estado de cosas, hay
sin embargo al menos un punto que no parece dudoso y que además no
ha sido contestado por ninguno de los que nos han hecho partícipes
de sus observaciones, pero sobre el cual, por contra, algunos se apoyan
para formular varias de sus objeciones: es que, lejos de ser la religión
o la tradición exotérica que se conoce actualmente bajo este
nombre, el Cristianismo en sus orígenes tuvo, tanto por sus ritos
como por su doctrina, un carácter esencialmente esotérico
y por consecuencia iniciático. Se puede encontrar una confirmación
de ello en el hecho de que la tradición islámica considera
al Cristianismo primitivo como habiendo sido propiamente una tariqah, es
decir en suma una vía iniciática, y no una shari'ah o legislación
de orden social y dirigida a todos; y esto es de tal forma cierto que, seguidamente,
esta falta se tuvo que suplir con la constitución de un derecho «canónico»(2)
que no fue en realidad más que una adaptación del antiguo
derecho romano, así pues algo que vino completamente del exterior
y no de un desarrollo de lo que estaba contenido desde el principio en el
Cristianismo.
Es por lo demás evidente que no se encuentra ninguna prescripción
en el Evangelio que pueda ser considerada de carácter verdaderamente
legal en el sentido propio del término; la frase bien conocida: «Dad
al César lo que es del César» nos parece particularmente
significativa a este respecto, pues implica formalmente, para todo lo que
es de orden exterior, la aceptación de una legislación completamente
extraña a la tradición cristiana, y que es simplemente la
que existía de hecho en el medio donde ésta tuvo su nacimiento,
dado que entonces estaba incorporada al Imperio romano. Esto sería,
sin duda, una laguna de las más graves si el Cristianismo hubiese
sido entonces lo que ha llegado a ser más tarde; la existencia misma
de tal laguna sería no solamente inexplicable sino verdaderamente
inconcebible para una tradición ortodoxa y regular, si esta tradición
debía realmente comportar un exoterismo, y si debía, podríamos
decir, aplicarse ante todo al dominio exotérico; por contra, si el
Cristianismo tenía el carácter que acabamos de decir, la cosa
se explica sin problemas, pues no se trata en absoluto de una laguna sino
de una abstención intencionada de intervenir en un dominio que, por
definición, no podía concernirle en esas condiciones.
Para que esto haya sido posible, es necesario que la Iglesia cristiana,
en los primeros tiempos, haya constituido una organización cerrada
o reservada, en la cual no todos eran admitidos indistintamente, sino solamente
los que poseyeran las cualificaciones necesarias para recibir válidamente
la iniciación bajo la forma que se puede llamar «crística»;
y se podrían sin duda encontrar aún muchos indicios que muestran
que fue efectivamente así, aunque sean generalmente incomprendidos
en nuestra época y que, debido a la tendencia moderna a negar el
esoterismo, se busca a menudo, de una manera más o menos consciente,
desviarlos de su verdadero significado (3).
Esta Iglesia fue en suma comparable, bajo este punto de vista, al Sangha
búdico, donde la admisión tenía también caracteres
de una verdadera iniciación (4), y que se tiene la costumbre de asimilar
a una «orden monástica», lo que es justo al menos en
el sentido de que sus estatutos particulares no estaban, como los de una
orden monástica en el sentido cristiano del término, hechos
para ser extendidos a todo el conjunto de la sociedad en el seno de la cual
esta organización había sido establecida (5). El caso del
Cristianismo, desde este punto de vista, no es único entre las diferentes
formas tradicionales conocidas, y esta comprobación nos parece que
es de una naturaleza capaz de disminuir la sorpresa que algunos podrían
manifestar; es quizá más difícil de explicar que haya
sido cambiada de carácter tan completamente como lo muestra todo
lo que vemos en torno nuestro, pero no es aún el momento de examinar
esta cuestión.
He aquí ahora la objeción que nos ha sido dirigida y a la
cual hacíamos alusión anteriormente: puesto que los ritos
cristianos, y en particular los sacramentos han tenido un carácter
iniciático, ¿cómo han podido perderlo para llegar a
ser simplemente ritos exotéricos? Esto es imposible y contradictorio,
nos dicen, porque el carácter iniciático es permanente e inmutable
y no podría ser borrado nunca, de manera que sería necesario
admitir solamente que, del hecho de las circunstancias y de la admisión
de una gran mayoría de individuos no cualificados, lo que fue primitivamente
una iniciación efectiva se redujo a tener el valor de una iniciación
virtual. Ahí hay un error que nos parece del todo evidente: la iniciación
como lo hemos explicado muchas veces, confiere en efecto a los que la reciben
un carácter que es adquirido de una vez por todas y que es verdaderamente
imborrable, pero esta noción de la permanencia del carácter
iniciático se aplica a los seres humanos que la poseen y no a los
ritos o a la acción de la influencia espiritual a la cual estos están
destinados a servir de vehículo; es absolutamente injustificado querer
transportarla de uno de estos casos al otro, lo que en realidad viene a
atribuirle un significado totalmente diferente, y estamos seguros de no
haber dicho nunca nada que pudiese dar lugar a una confusión parecida.
Como apoyo de esta objeción, se hace valer que la acción que
se ejerce por los sacramentos cristianos es referida al Espíritu
Santo, lo que es perfectamente exacto, pero completamente al margen de la
cuestión; que además la influencia espiritual sea designada
así conforme al lenguaje cristiano, o de otra forma según
la terminología propia de tal o cual tradición, ello no afecta
a que sea igualmente cierto que su naturaleza es esencialmente trascendente
y supra-individual, pues si no fuese así, no sería una influencia
espiritual lo que tendría lugar, sino una simple influencia psíquica;
admitido esto, ¿qué es lo que podría impedir que la
misma influencia o una influencia de la misma naturaleza actuase según
las diferentes modalidades y en dominios igualmente diferentes? y, por lo
demás, dado que esta influencia es en sí misma de orden trascendente,
¿sería necesario que sus efectos lo sean necesariamente también
en todos los casos? (6). No vemos del todo por qué motivo tendría
que ser así, y tenemos la certeza de lo contrario; en efecto, hemos
tenido siempre el mayor cuidado en indicar que una influencia espiritual
interviene tanto en los ritos exotéricos como en los iniciáticos,
pero es evidente que los efectos que producen no podrían ser de ninguna
forma del mismo orden en ambos casos, sin lo cual la distinción de
ambos dominios no subsistiría ya (7). Tampoco comprendemos qué
tendría de inadmisible que la influencia que opera por medio de los
sacramentos cristianos, después de haber actuado primero en el orden
iniciático, después, en otras condiciones y por razones dependientes
de esas mismas condiciones, haya hecho descender su acción al dominio
simplemente religioso y exotérico, de tal manera que sus efectos
hayan estado desde entonces limitados a ciertas posibilidades de orden exclusivamente
individual, teniendo como fin la «salvación», y esto
conservando no obstante, en cuanto a las apariencias exteriores, los mismos
soportes rituales siendo éstos de institución crística
y sin los que no hubiese habido tradición propiamente cristiana.
Que haya sido realmente así de hecho y que, por consiguiente, en
el estado presente de cosas y desde una época muy alejada, ya no
se pueda considerar de ninguna forma los ritos cristianos como teniendo
un carácter iniciático, es sobre lo que nos va a ser preciso
insistir con más precisión; pero debemos además hacer
hincapié en que hay cierta impropiedad de lenguaje al decir que han
«perdido» ese carácter; como si ese hecho hubiese sido
puramente accidental, pues pensamos por el contrario, que ha debido tratarse
de una adaptación que, a pesar de las consecuencias lamentables que
ha tenido forzosamente en ciertos aspectos, fue plenamente justificada y
necesaria por las circunstancias de tiempo y lugar.
Si se considera en qué estado, en la época de que se trata,
estaba el mundo occidental, es decir el conjunto de los países que
entonces estaban comprendidos en el Imperio romano, podemos darnos cuenta
fácilmente que si el Cristianismo no hubiese «descendido»
al dominio exotérico, ese mundo en su conjunto habría estado
desprovisto de toda tradición, ya que las que existían hasta
entonces, y particularmente la tradición greco-romana que habitualmente
se había convertido en la predominante, había llegado a una
extrema degeneración que indicaba que su ciclo de existencia estaba
a punto de terminarse (8). Este «descenso», insistimos, no fue
pues de ninguna manera un accidente o una desviación, y se debe,
por contra, considerarlo como habiendo tenido un carácter verdaderamente
«providencial», puesto que evitó a Occidente caer desde
esa época en un estado que hubiese sido en suma comparable al que
se encuentra actualmente. El momento en que debía producirse una
pérdida general de la tradición como la que caracteriza propiamente
a los tiempos modernos no había llegado aún; era preciso,
que hubiese un «enderezamiento», y únicamente el Cristianismo
podía operarlo, pero a condición de renunciar al carácter
esotérico y «reservado» que tenía al principio
(9); y así el «enderezamiento» no fue sólo genérico
para la humanidad occidental, lo que es muy evidente para que haya lugar
a insistir, sino que estuvo al mismo tiempo, como lo está además
necesariamente toda acción «providencial» que interviene
en el curso de la historia, en perfecto acuerdo con las leyes cíclicas.
Sería probablemente imposible asignar una fecha precisa a ese cambio
que hizo del Cristianismo una religión en el sentido propio de la
palabra y una forma tradicional dirigida a todos indistintamente, pero lo
que es cierto en todo caso es que fue ya un hecho consumado en la época
de Constantino y del Concilio de Nicea, de forma que éste no fue
más que el «sancionador», si así puede decirse,
inaugurando la era de las formulaciones «dogmáticas»
destinadas a constituir una presentación puramente exotérica
de la doctrina (10). Esto no podía funcionar sin algunos inconvenientes
inevitables, pues el hecho de encerrar así la doctrina en unas fórmulas
claramente definidas y limitadas dejaba mucho más difícil,
incluso a los que eran realmente capaces, la penetración en el sentido
profundo; además, estando las verdades de orden más propiamente
esotérico por su misma naturaleza, lejos del alcance de la mayoría,
no podían ser presentadas sino como «misterios» en el
sentido que esta palabra ha tomado vulgarmente, es decir, que a los ojos
del común, no debían tardar en aparecer como algo que era
imposible de comprender e incluso vedado el buscar su profundización.
Estos inconvenientes no obstante, no fueron tales que pudiesen oponerse
a la constitución del Cristianismo en la forma tradicional exotérica
o en impedir su legitimidad, dada la inmensa ventaja que debía resultar,
como ya lo hemos dicho, para el mundo occidental; por lo demás, si
el Cristianismo como tal cesó por ello de ser iniciático,
permaneció aún la posibilidad de que subsistiese en su interior
una iniciación específicamente cristiana para la élite
que no podía atenerse sólo al punto de vista del exoterismo
y encerrarse en las limitaciones que son inherentes a éste; pero
esa es otra cuestión que tendremos que examinar un poco más
tarde.
Por otra parte, es de resaltar que ese cambio en el carácter esencial
y podríamos decir, en la naturaleza misma del Cristianismo, explica
perfectamente que, como decíamos al principio, todo lo que lo había
precedido haya sido voluntariamente cubierto de oscuridad, y no habría
podido ser de otra manera. Es evidente en efecto, que la naturaleza del
Cristianismo original, en tanto que era esencialmente esotérica e
iniciática, debía permanecer completamente ignorada para aquellos
que eran ahora admitidos en el Cristianismo convertido en exoterismo; por
consiguiente, todo lo que pudiese dar a conocer o solamente suponer lo que
había sido realmente el Cristianismo en sus principios debía
ser recubierto para aquéllos con un velo impenetrable. Hay que aclarar
que nosotros no hemos investigado por qué medios ha podido obtenerse
tal resultado, eso sería más bien asunto de los historiadores,
si tal vez tuviesen la intención de proponerse esa pregunta, que
por lo demás les parecería sin duda como prácticamente
insoluble, a falta de poder aplicarle sus métodos habituales y de
apoyarse sobre «documentos» que manifiestamente no podrían
existir en tal caso; pero lo que nos interesa aquí es solamente verificar
el hecho y comprender su verdadera razón. Añadiremos que en
estas condiciones y contrariamente a lo que podrían pensar los amantes
de explicaciones racionales, que son siempre explicaciones superficiales
y «simplistas», no se puede atribuir de ninguna manera este
«oscurecimiento» de los orígenes a una ignorancia evidentemente
imposible en aquellos que debieron ser tanto más conscientes de la
transformación del Cristianismo, cuanto que habían tomado
parte más o menos directamente en ella, ni pretender según
un prejuicio bastante respaldado entre los modernos que prestan gustosamente
a los demás su propia mentalidad, que hubiese habido por su parte
una maniobra «política» e interesada, de la que no vemos
muy bien qué provecho les habría podido reportar efectivamente;
la verdad es, por el contrario, que esto fue rigurosamente exigido por la
naturaleza misma de las cosas a fin de mantener, de conformidad con la ortodoxia
tradicional, la distinción profunda de ambos dominios exotérico
y esotérico (11).
Algunos podrían quizá preguntarse lo que les ocurrió,
con semejante cambio, a las enseñanzas de Cristo, que constituyen
el fundamento del Cristianismo por definición, y de las que no podría
deshacerse sin dejar de merecer su nombre, sin contar que no se ve lo que
podría sustituirlas sin comprometer el carácter «no
humano» fuera del cual no hay ninguna tradición auténtica.
En realidad, estas enseñanzas no han sido tocadas por ello, ni modificadas
de ninguna forma en su «literalidad», y la permanencia del texto
de los Evangelios y de los demás escritos del Nuevo Testamento que
se remontan evidentemente al primer periodo del Cristianismo, constituye
una prueba suficiente (12); lo que ha cambiado es solamente su comprensión,
o si se prefiere, la perspectiva según la cual son considerados y
el significado que les es dado en consecuencia, sin que se pueda decir además
que haya algo falso o ilegítimo en este significado, pues es evidente
que las mismas verdades son susceptibles de recibir una aplicación
en dominios diferentes, en virtud de las correspondencias que existen entre
todos los órdenes de realidad. Sólo que hay conceptos que,
concerniendo especialmente a aquellos que siguen una vía iniciática
y aplicables por consiguiente en un medio restringido y en cierto modo cualitativamente
homogéneo, llegan a ser impracticables de hecho si se los quiere
extender a todo el conjunto de la sociedad humana; es esto lo que se reconoce
bastante explícitamente al considerarlos solamente como «consejos
de perfección», a los cuales no se da ningún carácter
de obligación (13); esto quiere decir que cada uno debe seguir la
vía evangélica en la medida no sólo de su propia capacidad,
lo cual es evidente, sino incluso de lo que le permitan las circunstancias
contingentes en las que se encuentra localizado, y esto es en efecto todo
lo que se puede exigir razonablemente a aquellos que no aspiran a superar
la simple práctica exotérica (14). Por otra parte, en lo que
respecta a la doctrina propiamente dicha, si hay verdades que pueden ser
comprendidas a la vez exotérica y esotéricamente, según
que los sentidos se refieran a los diferentes grados de realidad, hay otras
que, perteneciendo exclusivamente al esoterismo y no teniendo ninguna correspondencia
fuera de éste, llegan a ser, como lo hemos dicho ya, completamente
incomprensibles cuando se prueba a trasladarlos al dominio exotérico,
y que deben limitarse entonces forzosamente a ser expresadas pura y simplemente
bajo la forma de enunciados «dogmáticos», sin buscar
nunca dar la menor explicación; son éstas las que constituyen
propiamente lo que se ha convenido en llamar los «misterios»
del Cristianismo. A decir verdad, la existencia misma de estos «misterios»
sería completamente injustificable si no se admitiese el carácter
esotérico del Cristianismo original; por contra, teniendo en cuenta
esto, aparece como una consecuencia normal e inevitable de esa «exteriorización»
que el Cristianismo, aun conservando la misma forma en cuanto a las apariencias,
tanto en su doctrina como en sus ritos, haya llegado a ser la tradición
exotérica y específicamente religiosa que conocemos hoy.
Entre los ritos cristianos, o más precisamente entre los sacramentos
que constituyen su parte más esencial, los que presentan la mayor
similitud con los ritos de iniciación y que consecuentemente deben
ser considerados como su «exteriorización», si han tenido
efectivamente ese carácter en su origen (15), son naturalmente, como
ya lo hemos puesto de manifiesto, los que no pueden recibirse más
que una sola vez, y ante todo, el bautismo. Éste, por el cual el
neófito era admitido en la comunidad cristiana y de alguna manera
«incorporado» a ella, debía evidentemente, en tanto que
fue una organización iniciática, constituir la primera iniciación,
es decir, el principio de los «misterios menores»; es además
lo que indica claramente el carácter de «segundo nacimiento»
que ha conservado, aunque con una aplicación diferente, al descender
al dominio exotérico. Añadamos seguidamente, para no tener
que volver sobre ello, que la confirmación parece haber marcado el
acceso a un grado superior, y lo más verosímil es que éste
correspondiese en principio al final de los «misterios menores»;
en cuanto a la ordenación, que ahora da solamente la posibilidad
de ejercer ciertas funciones, no puede ser más que la «exteriorización»
de una iniciación sacerdotal, refiriéndose como tal a los
«misterios mayores».
Para darse cuenta que, en lo que se podría llamar el segundo estado
del Cristianismo, los sacramentos no tienen ya ningún carácter
iniciático y no son realmente más que ritos puramente exotéricos,
es suficiente en suma considerar el caso del bautismo, puesto que todo el
resto depende directamente de él. En el origen, a pesar del «oscurecimiento»
del que hemos hablado, se sabe al menos que para conferir el bautismo se
tomaban precauciones rigurosas y que aquellos que debían recibirlo
eran sometidos a una larga preparación.
Actualmente, ocurre en cierto modo todo lo contrario, y parece haberse hecho
todo lo posible para facilitar al extremo la recepción de este sacramento,
puesto que no solamente es impartido a cualquiera indistintamente sin que
se plantee ningún tipo de cualificación ni de preparación,
sino que incluso puede ser conferido válidamente por cualquier creyente,
mientras que los demás sacramentos no pueden serlo más que
por aquellos sacerdotes y obispos que ejercen una función ritual
determinada. Estas facilidades, así como el hecho de que los niños
sean bautizados lo más pronto posible después de su nacimiento,
lo que excluye evidentemente la idea de cualquier preparación, no
pueden explicarse más que por un cambio radical en la concepción
misma del bautismo, cambio a partir del cual fue considerado como una condición
indispensable para la "salvación", y que debía consecuentemente
ser asegurada para el mayor número posible de individuos mientras
que primitivamente se trataba de algo distinto. Esta forma de considerar
las cosas según la cual la «salvación», que es
el fin de todos los ritos exotéricos, está ligada necesariamente
a la admisión en la lglesia cristiana, no es en suma más que
una consecuencia de esta especie de «exclusivismo» que es, inevitablemente,
inherente al punto de vista de todo exoterismo como tal. No creemos útil
insistir más, pues está bastante claro que un rito que es
conferido a los recién nacidos sin preocuparse de ninguna manera
en determinar sus cualificaciones por algún medio, no podría
tener el carácter y el valor de una iniciación, aun estando
ésta reducida a ser simplemente virtual; vamos, por lo demás,
a volver ahora mismo sobre la cuestión de la posibilidad de la subsistencia
de una iniciación virtual por los sacramentos cristianos.
Señalaremos aún accesoriamente un punto que no deja de tener
importancia: y es que en el Cristianismo tal como es actualmente, y contrariamente
a lo que fue al principio, todos los ritos sin excepción son públicos;
todo el mundo puede asistir, incluso a los que parece que deberían
ser particularmente «reservados», como la ordenación
de un sacerdote o la consagración de un obispo, y con mayor razón
a un bautismo o a una confirmación. Esto seria una cosa inadmisible
si se tratase de ritos iniciáticos que normalmente no pueden ser
cumplidos más que en presencia de los que hayan recibido ya la misma
iniciación (16); entre la publicidad de una parte y el esoterismo
y la iniciación de la otra, hay evidentemente incompatibilidad. Si,
no obstante, consideramos este argumento como secundario, es porque si no
hubiese otros, se podría pretender que no hay en ello más
que un abuso debido a cierta degeneración, como puede producirse
a veces en una organización iniciatica hasta perder su carácter
propio; pero hemos visto que, precisamente, el descenso del Cristianismo
al orden exotérico no debía de ninguna manera ser considerado
como una degeneración y además las otras razones que exponemos
bastan plenamente para mostrar que, en realidad, no puede haber allí
ninguna iniciación.
Si hubiese aún una iniciación virtual, como algunos lo han
considerado en las objeciones que nos han hecho. y si, por consiguiente,
aquellos que han recibido los sacramentos cristianos o incluso sólo
el bautismo, no tuviesen desde entonces ninguna necesidad de buscar otra
forma de iniciación sea cual sea (17), ¿cómo podríamos
explicar la existencia de organizaciones iniciáticas específicamente
cristianas, tales como las que han existido incontestablemente durante toda
la Edad Media, y cuál podría ser entonces su razón
de ser puesto que sus ritos particulares fueron de alguna manera duplicados
de los ritos ordinarios del Cristianismo? Se dirá que ellas constituyen
o representan solamente una iniciación a los «Misterios menores»,
de manera que la búsqueda de otra iniciación vendría
impuesta a los que tuvieran la voluntad de ir más lejos y acceder
a los «Misterios mayores»; pero, además de que es muy
inverosímil, por no decir más, que todos los que entraron
en las organizaciones de las que hablamos hayan estado preparados para abordar
ese dominio, hay contra tal suposición un hecho decisivo: es la existencia
del hermetismo cristiano, puesto que, por definición, el hermetismo
trata precisamente de los «Misterios menores»; y no hablemos
de las iniciaciones de oficio, que se refieren también a este mismo
dominio y que, en el caso en que no pueden ser llamadas específicamente
cristianas, no requieren por ello menos de sus miembros, en un medio cristiano,
la práctica del exoterismo correspondiente.
Ahora es necesario prever otro equívoco, pues algunos podrían
estar tentados a sacar de lo que precede una conclusión errónea
pensando que, si los sacramentos no tienen ningún carácter
iniciático, debe resultar que nunca pueden tener efectos de ese orden,
a lo que no dejarían si duda de oponer algunos casos en los que parece
que haya sido de otra manera; la verdad es que, en efecto, los sacramentos
no pueden tener tales efectos en sí mismos, estando su eficacia propia
limitada al dominio exotérico, pero hay sin embargo otra cosa que
considerar a este respecto. En efecto, dado que existen iniciaciones pertenecientes
especialmente a una forma tradicional determinada y tomando como base el
exoterismo de ésta, los ritos exotéricos pueden, para aquellos
que han recibido tal iniciación, ser transpuestos de algún
modo a otro orden, en el sentido de que servirán como soporte para
el trabajo iniciático mismo, y por consiguiente, para ellos, los
efectos ya no estarán limitados sólo al orden exotérico
como lo están para la generalidad de los adheridos a la misma forma
tradicional; esto es así, tanto para el Cristianismo como para toda
otra tradición, desde que hay o hubo propiamente una iniciación
cristiana. Queda claro que, lejos de dispensar de la iniciación regular
o de que pueda ocupar su lugar, este uso iniciático de los ritos
exotéricos la presupone por contra esencialmente, como la condición
a la cual las cualificaciones más excepcionales no podrían
suplir, y sin la cual todo lo que sobrepasa el nivel ordinario no puede
acabar como mucho más que en el misticismo, es decir en algo que,
en realidad, no proviene aún más que del exoterismo religioso.
Se puede comprender fácilmente, por lo que acabamos de decir en último
lugar, lo que fueron realmente aquellos que, en la Edad Media, dejaron escritos
de inspiración manifiestamente iniciática y que hoy se comete
comúnmente el error de tomar por «místicos» porque
no se conoce nada más, pero que fueron ciertamente algo completamente
diferente. No hay por qué suponer para nada que se haya tratado de
casos de iniciación «espontánea», o de casos de
excepción en los cuales una iniciación virtual que hubiese
permanecido vinculada a los sacramentos hubiera podido devenir efectiva,
mientras existían todas las posibilidades de una adhesión
normal a alguna de las organizaciones iniciáticas regulares que existían
en esa época, a menudo bajo la fachada de órdenes religiosas
y en su interior, aunque no se confundían en ninguna forma con ellas.
No podemos extendernos más para no alargar indefinidamente esta exposición,
pero haremos hincapié en que es precisamente cuando esas iniciaciones
dejaron de existir; o al menos de ser suficientemente accesibles para ofrecer
aún realmente esas posibilidades de adhesión, cuando el misticismo
propiamente dicho tuvo nacimiento, de manera que las dos cosas aparecen
estrechamente ligadas (18). Lo que decimos aquí no se aplica. por
lo demás, más que a la Iglesia latina, y lo que es muy notable
también es que en las Iglesias de Oriente no ha existido nunca misticismo
en el sentido en que se entiende en el Cristianismo occidental desde el
siglo XVI, este hecho puede hacernos pensar que una cierta iniciación
del género de las que hacíamos alusión, ha debido mantenerse
en esas Iglesias y, efectivamente, eso es lo que ocurre con el hesicasmo,
cuyo carácter realmente iniciático no parece dudoso si, allí
como en otros casos, ha sido más o menos disminuido en el curso de
los tiempos modernos por una consecuencia natural de las condiciones generales
de esta época, a las que apenas pueden escapar las iniciaciones que
están extremadamente poco difundidas, que lo hayan sido o que hayan
decidido voluntariamente «cerrarse» más que nunca para
evitar toda degeneración. En el hesicasmo, la iniciación propiamente
dicha está esencialmente constituida por la transmisión regular
de ciertas fórmulas exactamente comparables a la comunicación
de los mantras en la tradición hindú y a la de los wird en
las turûq islámicas; existe también toda una «técnica»
de la invocación como medio propio de trabajo interior (19), medio
bien distinto de los ritos cristianos exotéricos, aunque este trabajo
no puede menos que encontrar también un punto de apoyo en ellos como
lo hemos explicado, puesto que, con las fórmulas requeridas, la influencia
a la cual sirven de vehículo ha sido transmitida válidamente,
lo que implica naturalmente la existencia de una cadena iniciática
ininterrumpida, dado que no se puede transmitir evidentemente más
que lo que se ha recibido (20). Esta es una cuestión que no podemos
más que indicar aquí muy sumariamente, pero del hecho de que
el hesicasmo está aún vivo en nuestros días, nos parece
que sería posible encontrar por ese lado ciertas aclaraciones sobre
lo que han podido ser los caracteres y los métodos de otras iniciaciones
cristianas que desgraciadamente pertenecen al pasado.
Finalmente, para concluir podemos decir esto: a pesar de los orígenes
iniciáticos del Cristianismo, éste, en su estado actual, no
es ciertamente nada más que una religión, es decir una tradición
de orden exclusivamente exotérico, y no tiene en sí mismo
otras posibilidades que las de todo exoterismo; no lo pretende además
de ninguna forma puesto que no se ha propuesto nunca otra cosa que obtener
la «salvación». Una iniciación puede naturalmente
superponérsele, y debería serlo normalmente para que la tradición
fuese verdaderamente completa, poseyendo efectivamente ambos aspectos exotérico
y esotérico; pero, en su forma occidental al menos, esta iniciación,
de hecho, no existe en el presente. Queda aclarado, por lo demás,
que la observancia de los ritos exotéricos es plenamente suficiente
para alcanzar la «salvación»; esto ya es mucho, sin duda,
e incluso es todo lo que puede legítimamente pretender, hoy más
que nunca, la inmensa mayoría de seres humanos; ¿pero qué
deberán hacer, en estas condiciones, aquellos para los que según
la expresión de algunos mutaçawwufin (sufíes), «el
Paraíso es una prisión»?
NOTAS:
(1). No hemos podido dejar de sorprendernos al ver que algunos han encontrado
que Apreciaciones sobre la Iniciación, concernía mucho más
directamente al Cristianismo que nuestras demás obras, podemos asegurarles
que allí tanto como en otras partes, no hemos intentado hablar más
que en la medida que era estrictamente necesario para la comprensión
de nuestra exposición y, podríamos decir, en función
de las diferentes cuestiones que tenemos que tratar en el curso de aquella.
Lo que nos parece apenas menos sorprendentemente es que los lectores que
aseguran haber seguido atenta y constantemente todo lo que hemos escrito,
hayan creído encontrar en ese libro algo nuevo a este respecto puesto
que en todos los puntos que nos han señalado, no hemos hecho por
el contrario más que reproducir pura y simplemente las consideraciones
que ya habíamos desarrollado en algunos de nuestros artículos
aparecidos anteriormente en Le Voile d'Isis y Etudes Traditionnelles.
(2). A este respecto, no carece quizás de interés el subrayar
que en árabe. la palabra qanûn, derivada del griego, se emplea
para designar toda ley adoptada por razones puramente contingentes y no
formando parte integrante de la sha´ria o de la Iegislación
tradicional.
(3). A menudo hemos tenido la ocasión de comprobar claramente esta
manera de proceder en la interpretación actual de los Padres de la
Iglesia. y más particularmente de los Padres griegos: se esfuerzan,
tanto como es posible. en sostener que es erróneo que se quiera ver
en ellos alusiones esotéricas y cuando la cosa llega a ser completamente
imposible, ¡no vacilan en quejarse y declarar que ha habido por su
parte una desagradable debilidad!
(4). Ver A. K. Coomaraswamy: La ordenación búdica ¿es
una iniciación?, en el nº de julio de 1939 de Etudes Traditionnelles.
(5). Es esta extensión ilegítima la que da lugar posteriormente,
en el Budismo indio, a ciertas desviaciones tales como la negación
de las castas; el Buda no tenía que tenerlas en cuenta en el interior
de una organización cerrada cuyos miembros debían, en principio
al menos, estar más allá de su distinción; pero querer
suprimir esta misma distinción en el medio social completo constituyó
una herejía formal desde el punto de vista de la tradición
hindú.
(6). Haremos hincapié incidentalmente en que esto tendría
claramente como consecuencia el impedir a las influencias espirituales la
producción de efectos concernientes simplemente al orden corporal,
como las curaciones milagrosas por ejemplo.
(7). Si la acción del Espíritu Santo no se ejerciera más
que en el dominio esotérico porque es el único verdaderamente
trascendente, preguntaríamos también a nuestros contradictores,
que son católicos, lo que sería necesario pensar de la doctrina
según la cual interviene en la formulación de los dogmas más
evidentemente exotéricos.
(8). Quede bien entendido que, hablando del mundo occidental en su conjunto,
hacemos excepción de una élite que no solamente comprendiera
aún su propia tradición desde el punto de vista exterior,
sino que, además, continuaría recibiendo la iniciación
de los misterios; la tradición habría podido mantenerse así
durante más o menos tiempo en un medio cada vez más restringido,
pero esto está fuera de la cuestión que consideramos ahora,
puesto que es de la generalidad de los occidentales de lo que aquí
tratamos y por ello el Cristianismo debía venir a reemplazar a las
antiguas formas tradicionales en el momento en que ellas se redujeron a
no ser más que «supersticiones» en el sentido etimológico
de la palabra.
(9). A este respecto, se podría decir que el paso del esoterismo
al exoterismo constituyó un verdadero «sacrificio» lo
que es, por lo demás, verdadero para todo descenso del espíritu.
(10). Al mismo tiempo, la «conversión» de Constantino
implicó el reconocimiento por un acto de alguna manera oficial de
la autoridad imperial, del hecho de que la tradición greco-romana
debía ser considerada como extinguida, aunque naturalmente hubiesen
subsistido aún bastante tiempo restos que no pudieron más
que ir degenerando cada vez más antes de desaparecer definitivamente.
y que son lo que fue designado un poco más tarde con el término
despectivo de «paganismo».
(11). Hemos hecho hincapié en que la confusión entre estos
dos dominios es una de las causas que dan nacimiento frecuentemente a las
«sectas» heterodoxas, y no es dudoso que de hecho, entre las
antiguas herejías cristianas, hay cierto número que no tuvieron
otro origen que ése; se explican tanto mejor por ello las precauciones
que fueron tomadas para evitar esta confusión en la medida de lo
posible, y de las que no se podría contestar su eficacia a este respecto,
incluso si, desde otro punto de vista completamente distinto, habría
que lamentar que hayan tenido por efecto secundario el aportar a un estudio
profundo y completo del Cristianismo dificultades casi insalvables.
(12). Incluso si se admitieran, lo que no es nuestro caso, las pretendidas
conclusiones de la «crítica» moderna que, con intenciones
manifiestamente antitradicionales, se esfuerzan en atribuir a estos escritos
fechas tan «tardías« como es posible, serían ciertamente
aún anteriores a la transformación de la que hablamos aquí.
(13). No pensamos hablar de los abusos a los cuales este tipo de restricción
o de «aminoración» ha podido a veces dar lugar, sino
de las necesidades reales de una adaptación a un medio social que
comprende individuos tan diferentes y desiguales como es posible en cuanto
a su nivel espiritual y a los cuales un exoterismo debe, no obstante, dirigirse
al mismo nivel y sin ninguna excepción.
(14). Esta práctica exotérica podría definirse como
un mínimo necesario y suficiente para asegurar la «salvación»,
pues ella es el fin único al cual está efectivamente destinada.
(15). Al decir aquí ritos de iniciación, entendemos por ello
los que tienen propiamente por finalidad la comunicación misma de
la influencia iniciática; es evidente que, fuera de estos, pueden
existir otros ritos iniciáticos, es decir, reservados a una élite
que ya haya recibido la iniciación; así, por ejemplo, se puede
pensar que la Eucaristía primitivamente era un rito iniciático
en este sentido, pero no un rito de iniciación.
(16). Tras el artículo sobre la ordenación búdica que
hemos mencionado precedentemente, presentamos a A. K. Coomaraswamy una cuestión
al respecto; él nos confirmó que está ordenación
nunca era conferida más que en presencia de los miembros del Sangha,
compuesto únicamente por los que la habían recibido ellos
mismos, con exclusión no solamente de los extraños al Budismo,
sino también de los adherentes "laicos", que no estaban
en suma más que asociados "del exterior".
(17). Mucho nos tememos, a decir verdad, que ahí está para
muchos el principal motivo que les impulsa a querer persuadirse de que los
ritos cristianos han guardado un carácter iniciático; en el
fondo, querrían dispensarse de toda vinculación iniciática
regular y poder, sin embargo, pretender la obtención de resultados
de éste orden; incluso si admiten que esos resultados no pueden ser
más que excepcionales en las condiciones presentes, cada uno se cree
gustosamente destinado a estar entre las excepciones; ni que decir tiene
que no hay en ello más que una deplorable ilusión.
(18). No queremos decir que ciertas formas de iniciación cristiana
no se hayan continuado más tarde, puesto que tenemos razones para
pensar que subsiste aún algo actualmente, pero ello en medios tan
restringidos que, de hecho, se lo puede considerar como prácticamente
inaccesible, o bien, como vamos a decir ahora, en ramas del Cristianismo
distintas de la Iglesia latina.
(19). Una puntualización interesante a este propósito es que
ésta invocación es designada en griego por el término
mnêmê, «memoria» o «recuerdo», que es
exactamente el equivalente al árabe dhikr.
(20). Es de resaltar que, entre los intérpretes modernos del Hesicasmo,
hay muchos que se esfuerzan en «minimizar» la importancia de
su parte propiamente «técnica», sea porque ello responde
realmente a sus tendencias, sea porque piensan desprenderse así de
ciertas críticas que proceden de un desconocimiento completo de las
cosas iniciáticas, hay ahí, en todos los casos, un ejemplo
de estas aminoraciones de las que hablábamos antes.