La
Plegaria Del Hombre Nuevo
Por Carmelo Ríos
Está
pues comprobado, como hemos podido constatar, que Saint-Martin no ha descubierto
la figura de la Divina SOPHIA por la sola lectura de Jakob Böhme, puesto
que su primer maestro, Martines de Pasqually, le había ya transmitido
ampliamente las claves espirituales necesarias y suficientes, a fin de aproximarse
a esta santa y misteriosa noción. Reconozcamos no obstante que Böhme
jugó un papel considerable en la profundización de los "gérmenes"
sembrados primitivamente por el extraordinario taumaturgo del que Saint-
Martin fue íntimo secretario, desde principios del año 1771
a mayo de 1772, fecha de su partida definitiva para la isla de Santo Domingo,
dejando al Filósofo de Amboise en la soledad de su estancia en Burdeos.
Sin embargo, con toda evidencia, tanto más avanzará Saint-Martin
en el seno de las íntimas luces con las que el Cielo le gratificará,
más le parecerá necesario recalcar constantemente, con dulce
insistencia, el incansable recordatorio sobre- natural que recibimos discretamente,
casi desde nuestro nacimiento, buscando incitarnos a emprender seriamente
la obra de nuestra puesta en conformidad con la Divinidad que nos quiere
plenamente en ella, que desea vernos enteramente disponibles a su gracia
bienhechora. Ahora bien, esta puesta en conformidad exige por nuestra parte
una intensa colaboración con las intenciones divinas, y nos obliga
pues a una transformación efectiva de nuestro ser, gravemente degradado
y marcado por el peso de la prevaricación, que debemos conducir con
diligencia y solicitud, ya que lo que importa, más que todo, es que
podamos recobrar lo más pronto posible la imagen primitiva que poseíamos
y por la que sufrimos cruelmente por no conservar los rasgos originales.
Y es cierto, como nos lo enseña Saint-Martin, que no es suficiente
con ser capaz de descifrar, expresar y traducir las "maravillas"
de la Sabiduría de la que descubrimos, en nosotros y fuera de nosotros,
los trazos de su indecible presencia trascendente; conviene, sobre todo
e imperativamente, acceder a las mismas e idénticas prerrogativas
que ella, a fin de pasar de una semejanza figurada, muy alejada de nuestro
primer modelo, a una imagen real y sincera que nos abrirá finalmente
las puertas de la gloria compartida para comunicar a la vez la sobrenatural
felicidad.
Es en su obra que titulará El Hombre Nuevo, y que hará publicar
bajo las prensas de la Imprenta del Círculo Social, el año
IV de la Libertad, según la indicación circunstancial de la
época, es decir, en 1792, que Saint-Martin vuelve una vez más,
algunos años después de haberlo hecho en sus dos primeros
libros que son, respectivamente: De los errores y la verdad (1775) y el
Cuadro natural (1782), sobre la importancia de la misión de la que
somos portadores, misión consistente en proceder a una verdadera
obertura en nosotros mismos para dejar lugar a la santa Palabra de Dios,
lo que nos permitirá, si por felicidad nuestra lo logramos, volver
a encontrar nuestro lugar bendito cerca del Eterno:
"¿Por
qué -se pregunta Saint-Martin- busca Dios así al hombre, por
tantos medios tan variados, repetidos, mantenidos y continuos? Es para que
sea en todo detalle la imagen y semejanza de esa divinidad eterna, porque,
para que exista esta semejanza, no basta con que el hombre pueda leer en
las maravillas de la sabiduría, no basta con que pueda pintarlas
y manifestarlas con sus obras, no basta con que su palabra pueda repetir
alrededor de él las obras de esa divinidad suprema, sino que es preciso
que, lo mismo que ella, pueda ejercer tales derechos voluntariamente y por
el privilegio sagrado de su santo carácter, para que, al compartir
los poderes de su principio eterno, comparta también su gloria y
sea de este modo la imagen real de este principio, en vez de no ser nada
más que, como la naturaleza, una imagen figurativa".
(El Hombre Nuevo, op. cit., § 23, pág. 125)
La Sabiduría,
por "su suave soplo", nos instruye Saint-Martin, va a contribuir
a elevar la plegaria del Nuevo hombre, a conducirlo con seguridad de manera
que pueda apartar las artimañas del enemigo, y avanzar por un camino
armonioso que lo hará digno de recibir las
salvadoras gratificaciones celestes:
"Ese es
pues el suave soplo de esta sabiduría que desarrollará en
el hombre nuevo su verdadera plegaria, que es la acción natural de
su ser; pues esa plegaria no debe tener otro objetivo que mantener en el
hombre el orden, la seguridad, la mesura; ella debe hacer que el enemigo
esté siempre alejado, que el corazón del hombre esté
siempre saciado en la fuente de aguas vivas, y que su pensamiento sea como
un hogar en el que las luces divinas se reúnen para reflejarse a
continuación con mayor esplendor".
(Ibid. § 49, pág. 286)
Paralelamente, y de manera complementaria al cumplimiento de esta plegaria que tiene que liberar al hombre de los peligros de que está rodeado, contribuyendo a la edificación de este hogar que vendrán a iluminar las luces divinas, la Sabiduría juega un papel esencial por su acción decisiva respecto a las "influencias vivas" que ella dirige y orienta hacia el corazón del hombre, dándole la posibilidad de bañar su espíritu en las aguas apacibles de la estancia de Paz y armonía en que había estado situado en el origen de los tiempos, y de la que fue desgraciadamente separado por su culpa, separación que lo obliga a soportar ahora la dureza de un doloroso exilio.
Saint-Martin nos recuerda a este efecto:
"(?) Aunque
el hombre haya nacido para el espíritu, no puede sin embargo gozar
de sus dulzores y de las luces del espíritu más que en la
medida que él comience a hacerse espíritu. He ahí porqué
la sabiduría activa e invisible hace descender continuamente su peso
sobre el hombre, a fin de que reúna sus fuerzas y sus principios
de vida espiritual. Además, esta sabiduría activa e invisible
no hace descender su peso sobre el hombre sin verter en su corazón
algunas de las influencias vivas de las que ella es órgano y ministro,
y entre las cuales hace eternamente su morada.
Cuando ha preparado así al hombre, y el hombre no la ha contrariado
en sus deseos, entonces transporta al espíritu del hombre a la morada
de esta luz, donde él tuvo su origen; y allí, el hombre se
sacia con largos tragos de los dulzores que pertenecen a su existencia;
se sacia sin turbación ni inquietud, como la sabiduría misma,
porque, por los cuidados que ella le ha procurado, su corazón se
ha hecho puro, como ella, e independientemente de los movimientos tan inciertos
de la frágil rueda de los tiempos; lo superior y lo inferior se encuentran
para él en perfecta analogía, siente que la paz que descubre
en estas regiones invisibles se encuentra igualmente en él mismo;
no sabe si su interior está en este exterior divino o si este exterior
divino está en su interior; lo que siente es que todo esto le parece
uno para él, que todas estas cosas y él tienen el aspecto
de no ser más que una sola y misma cosa".
(El Hombre Nuevo, § 50, op. cit. pág. 291)